Un sábado me convertí en adicto a follar abuelas
Llegué unos minutos antes y busqué una mesa cerca de la ventana. Estaba emocionado y nervioso. Miraba el reloj continuamente, y después de mirarlo a la puerta. Perdí la cuenta del número de veces que repetí la misma secuencia.
— ¡Ahí viene! — Pero no venía sola. A Mari Carmen la acompañaba otra mujer.
Mediría alrededor del 1,60. Era delgada, proporcionada, sin un gramo de más que delatara indulgencias o descuidos. Los hombros, estrechos y suaves, se movían sin esfuerzo, como si cada gesto tuviera su sitio. Sus brazos, eran finos pero firmes. No daba la impresión de ser una mujer de artificios o gimnasios; solo de años que enseñan a moverse sin ostentación.
Su pecho, era pequeño y armonioso. Estaba casi plana, con ligeras ondulaciones que hablaban de tiempo y las costumbres, más que de dejadez. Las caderas estrechas y las piernas, dibujaban una línea fluida al andar, precisa, elegante. Rodillas y tobillos finos completaban la impresión: un equilibrio que no se fuerza, que simplemente está ahí. Era muy atractiva…
— ¡Hola! —Saludó primero Mari Carmen—. Espero que no te importe que venga acompañada de mi amiga Concha.
—No, en absoluto. Me alegra conocerte… —miré a la amiga—.Eres buena amiga de Mari Carmen, supongo.
—Sí, nos conocemos desde hace años —dijo, tendiéndome la mano—.
—Encantado, Concha —respondí, estrechando su mano—. Yo soy Juan.
Ya con los tres sentados, aproveché para romper el hielo:
—Así que… ¿soléis venir a tomar un café juntas a este sitio?
—Más o menos —contestó Mari Carmen, con una sonrisa cómplice—. Yo quería venir sola, pero Concha ha insistido. Le gusta mucho la repostería de Starbucks.
Concha rió tímidamente: —No es que insistiera demasiado… bueno, quizá un poquito —dijo guiñando un ojo a su amiga.
—Lo veo —respondi, sonriendo—. Entonces, ¿qué tal si me contáis algo de vosotras dos mientras esperamos que nos tomen nota?
La conversación se abrió con naturalidad. Mari Carmen me preguntaba por el libro que ayer, cuando coincidimos en el metro iba a comprarme, y a partir de ahí comenzaron a compartir anécdotas de las clases de yoga. Me sorprendí gratamente: aunque la cita había cambiado de planteamiento, la conexión con ella seguía presente. Pero su amiga, también me gustaba…
—Así que tú también vas a yoga —comentó Concha—. No me lo imaginaba.
—Sí, los jueves por la tarde —respondí—. Aunque creo que mejor que la clase de esta semana, será esta tertulia con vosotras.
Concha me lanzó una mirada rápida, divertida, como diciendo “y yo estoy de acuerdo”. La tarde transcurría entre risas y confidencias.
La camarera se acercó a nuestra mesa para tomar nota:
— ¿Qué van a tomar? —preguntó con una sonrisa.
— Un capuchino para mí —respondió Mari Carmen, con calma.
— Yo me pediré un Caramel Macchiato y un trozo de tarta de zanahoria —añadió Concha, guiñando un ojo a su amiga—. Hoy me permito un pequeño capricho.
— Un latte, para mi por favor —dije yo, sencillo y directo.
— Perfecto —dijo la camarera, anotando todo—. Enseguida les traigo su pedido.
Mientras esperábamos, seguimos conversando, y me sorprendió lo natural que me estaba resultando la conversación, con la presencia de Concha que no dejaba de observarme con cierta curiosidad. Me sonrió ligeramente, curiosa pero sin incomodidad alguna. La tarde prometía ser más fructífera de lo que me había imaginado.
Mari Carmen se excusó para ir al servicio. Concha aprovechó la ocasión para explayarse: —Parece que alguien se ha fijado en ti —comentó, con media sonrisa, elegante y directa—. No quiero ser indiscreta, pero me parece que tus conversaciones, a mi amiga le gustan mucho.
Me quedé sorprendido con la franqueza y la elegancia de su comentario, y sonrió dulcemente: —Vaya, eso sí que no me lo esperaba. —No te asustes —dijo Concha, guiñándome un ojo—. No soy de esas que se guardan las cosas. Creo que deberías saber que le gustas. Te lo digo porque es así y porque también la entiendo perfectamente. A mí también me estás gustando.
Sonreí, un poco sonrojado, pero sintiéndome halagado: —Entonces… supongo que deberé aprovechar la oportunidad y el placer de recibir tus cumplidos y confidencias, mientras Mari Carmen no regrese. —Exactamente —respondió Concha, con un tono ligero pero seguro—.
Cuando regresó a la mesa, la conversación siguió con naturalidad, pero la atmósfera y el ambiente entre los dos, había cambiado ligeramente: había un matiz de complicidad y atracción que ninguno de los dos iba a ignorar. Concha rebuscó en su bolso y le dio un billete de veinte euros a Mari Carmen para fuese a pagar en barra. Concha se inclinó hacia delante y sacó una servilleta del servilletero. Con gesto elegante, escribió su número de teléfono y me lo deslizó discretamente:
—Llámame cuando llegues a casa —dijo con voz suave, mirándolo a los ojos sin rodeos.
Cogí la servilleta, temblando pero encantado por la claridad y naturalidad del gesto. —Lo haré, seguro —respondí, sonriendo mientras me guardaba el papel con cuidado. Nos miramos un instante, y aunque debimos pensarlo a la vez pero no lo dijimos en voz alta, ambos sentíamos que algo estaba a punto de ocurrir: la posibilidad de volvernos a ver…
El café llegó a su fin y poco a poco, las conversaciones fueron suavizándose. Me levanté el primero, recogiendo mi chaqueta.
—Ha sido un rato muy agradable —dije, sonriendo a ambas—. Gracias por la compañía.
—Muchas gracias a ti Juan —respondió Mari Carmen—. Me lo he pasado muy bien.
Concha añadió con energía: —Nos veremos pronto de nuevo los tres, ¿no? —dijo, guiñándole un ojo a su amiga.
—Claro —contestó Mari Carmen, sonriéndome con complicidad…
Nos despedimos con un par de besos y un leve abrazo, manteniendo la elegancia y la cercanía. Me quedé observando cómo se alejaban juntas hacia la puerta y perdiéndose en la calle mientras charlaban y reían. Yo tomé la dirección contraria, de regreso a casa. Respiré hondo y sonreí para mí mismo. La tarde había sido inesperadamente, agradable y distinta a cualquier otra.
CAPITULO 2
Me giré y me quede mirando a aquella amiga de Mari Carmen, aparecida de forma tan inesperada. Tenía setenta y dos años y caminaba con la misma gracia natural que había mostrado al sentarse a la mesa. No parecía necesitar de poses ni de gestos estudiados; cada movimiento era consciente, medido, y aun así ligero.
Se giró y me saludó con la mano. Su piel, fina, mostraba arrugas y líneas de expresión, como señales de los años vividos sin exageraciones, mientras sus manos alargadas y delgadas hablaban de experiencia: no de fragilidad, sino de seguridad. En conjunto, era delgadez, armonía y serenidad. Se movía con dignidad, sin alardes, como quien sabe que los años cambian la carne, pero no borran la fuerza de la presencia. Y si alguien la miraba, se daría cuenta de que, a veces, lo que importa no es la juventud, sino la forma de llevarla consigo.
Saqué la servilleta y me quedé mirando el número. Lo guardé de nuevo en el bolsillo, pensando ya en llamarla en cuanto llegara a casa. Pensé que aquel fin de semana terminaría follándome a una madura de sesenta y ocho años. Pero la cita iba a ser con una de setenta y dos años… Curioso sábado para ella; empezó por tarde con la clavada del ticket del Starbucks y terminaría por la noche con mi poya clavándose en ella…
Colgué el abrigo dejando la servilleta con su número sobre la mesa. Suspiré un momento, observando la escritura de Concha.
— ¿Hola? —la voz de ella, suave llenaba el auricular.
—Hola Concha, soy yo… Juan —, intentando sonar casual.
—Estaba esperando —respondió ella, con una risa ligera.
Se sucedieron unos segundos de silencio incómodos, como si los dos estuviésemos evaluando cómo continuar.
— ¿Llegaste bien a casa? —preguntó ella.
—Sí, todo bien. Gracias por la invitación al café. Ha sido una tarde muy agradable —le respondí, con una sonrisa que se notaba en mi voz.
Ella también reía pícaramente.
—Me alegro. Me lo pasé muy bien. Honestamente, no esperaba una tarde de como esta.
—A mí también me ha sorprendido —le dije—. ¿Crees que nos gustamos?….
—Puede ser —me respondió ella, juguetona—. Aunque debo confesarte que una presencia como la tuya no pasa desapercibida.
Me sonrojó levemente:
—Bueno… Supongo que a pesar de estar con tu amiga, era para mí imposible no notar y sentir tu imponente presencia.
—Entonces estamos empatados —dijo ella, suavemente, con tono cómplice—. Me gusta esa sensación de… “no esperar que algo suceda, pero que suceda y que sea muy agradable”.
—Sí. Me encantaría repetirlo. Sin interferencias, sin prisas. Sin amigas…
Concha hizo una pausa y añadió:
—A mí también. Solos tú y yo, una conversación y un café… o algo más.
—Perfecto —le dije, con una risa contenida—. Entonces tenemos que planearlo.
—Si quieres, puedes venir ahora a mi casa —me dijo ella, con decisión, pero bajando ligeramente el tono de su voz.
—Claro, me encantaría.
—Solo hay una condición. Sé discreto. Que nadie te vea entrar. Mis vecinos son muy cotillas.
—Discreción absoluta —le respondí, asintiendo—. No te preocupes.

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