Termino con mi EX novia y termino follandome a su madre
A los dos días de regresar de mi increíble viaje al Caribe, me incorporé a mi trabajo en la consultora asumiendo algunas bromas por lo ocurrido en la no boda y también comentarios de envidia por las fotos que vieron del resort.
Trataba de aterrizar, no en el aeropuerto sino en mi vida diaria, porque no se puede bajar del cielo a la tierra sin hacer paradas de despresurización. Me parecía increíble la aceleración que había adquirido mi vida. Hacía dos semanas, estaba ilusionado por casarme con Laura, mi novia con la que llevaba viviendo un año.
Hacía diez días, fui plantado en el altar. Y sin tiempo para digerirlo, mi madre me animó, casi me obligó a hacer uso de los billetes del viaje de novios que mis padres me habían regalado y se apuntó de pareja. Lo que sucedió allí ya lo he contado en algún relato anterior y solo puedo añadir que fue la semana más increíble de mi vida.
Desde que llegamos, no la había vuelto a ver, por decisión suya, necesitaba tiempo y distancia para poder recuperar la normalidad en su vida
Yo trataba de recuperar también mi normalidad y aunque el resto de familia deseaban que nos reuniéramos todos, retrasé la fecha alegando urgencias del trabajo, hasta que ineludiblemente llegó un día para ello, urgido también porque quedaban flecos económicos de la no boda por resolver.
A la reunión en casa de mi madre, en la que había sido la casa familiar, que se quedó ella en la separación, asistiríamos mis padres, mi hermana y su marido y yo.
Previamente me llamó mi madre y convinimos en revisar muy bien el móvil y eliminar cualquier foto que pudiera dar a entender lo que había sucedido entre nosotros durante nuestra estancia en el resort, de la que pactamos un guión conjunto.
Llegué nervioso porque iba a ser el primer encuentro con ella, desde que volvimos. Su aspecto era extraordinario. Muchos años más joven de la Marta que despegó de Madrid hacía apenas diez días.
Ella ya había adelantado algunas anécdotas del viaje. La estrategia era hacerles ver que yo estuve chafado gran parte del tiempo, aún dolido por la espantada de Laura, para darle mayor libertad a ella en contar su versión.
Aunque mi hermana trató de sonsacarme detalles, pensando en que revelara en algún personaje que pudiera haber aparecido en las vacaciones de su madre, mi padre más reservado sonreía forzadamente, no sabía si por envidiar a su mujer que había disfrutado sin él, o porque pudiera sospechar que el cabrón de su hijo había hecho saltar por los aires todos los principios y la educación de su mujer.
Yo me encogí de hombros, fingiendo despreocupación.
—Ha sido la más animada del resort, fue una suerte que me acompañara.
Mi madre sacó algunos entremeses y una botella de vino. Después de recibir las bromas de mi cuñado, mientras veíamos las fotos de las excursiones, tocaba hablar de los flecos pendientes a causa de la anulación de la boda.
—Aún tienes que devolver el dinero de algunos invitados y los regalos que te queden —dijo mi padre, rompiendo el silencio—. Y además, debes hacerlo pronto.
Los ingresos estaban en una cuenta corriente de uso indistinto por Laura o por mí. Yo había visto que ella ya lo había hecho con ingresos de sus invitados.
—Ya he hecho alguna. Los regalos materiales, haré la relación y comenzaré también en breve.
—Deberías redactar una nota para acompañarlos. Sin entrar en detalles, pero lavando un poco tu imagen —apuntó mi madre que, como madrina de boda, había quedado tan marcada como yo por el espectáculo que dio mi novia al decir NO.
La idea de sentarme a hacer transferencias y escribir mensajes de «lamento informar que la boda fue una farsa», me revolvía el estómago.
—¿Puedo añadir en la nota que Laura me pidió volver?
—¿En serio? —preguntó mi hermana sorprendida—. ¡Qué morro tiene!
—¡No lo habrás pensado ni por un momento! —añadió mi padre.
—Tranquilos, lo tiene claro —respondió mi madre que escuchó nuestra conversación telefónica.
—Queda también por decidir también como repartimos los gastos de la comida, la weddingdaplanner, fotógrafos, etc.
—Luis (el padre de Laura) me llamó para ese tema y me sugirió que acepta lo que decidías Laura y tú.
—¡No quiero hablar con ella! Os lo dejos a vosotros.
—Ya lo hemos hecho. A mí no me apetecía verme con Luis, nunca me ha caído bien y su actitud en la iglesia no me gustó —comentó mi padre—. Así que ayer quedaron a tomar un café tu madre y Teresa (la madre de Laura).
—¿Y? Si ya lo habéis decidido, adelante.
—Hemos hablado de los temas por encima, ella y yo estamos de acuerdo. Pero a ella le gustaría que tú lo refrendaras.
—No tengo ninguna objeción en verla. Teresa siempre ha sido muy cariñosa conmigo.
Cuando nos despedimos, esperé a que se hubieran marchado todos alegando que tenía que comentar una cosa con mi madre. Nos quedamos solos por primera vez desde que regresamos. Estaba muy nerviosa. La tranquilidad demostrada ante los demás, se derrumbó en ese instante.
—No me toques por favor —Su voz tembló levemente—. Si me besas, no podré detenerte.
—Te dejaré el tiempo que necesites pero sabes que en algún momento deberemos volver a vernos, aunque sea solo como madre e hijo.
—Lo sé. Solo que aún no estoy preparada.
Respeté su deseo y me marché. Definitivamente asumí que nuestra relación sentimental se había acabado y debía poner la base para reconstruir la relación filial, que nunca se perdería.
Al día siguiente de la reunión familiar, me llamó Teresa, mi exsuegra. Su voz cálida y tranquila al otro lado de la línea, me generó confianza en apenas unos segundos. Siempre hubo un respeto mutuo entre nosotros, incluso una complicidad que, a veces, me resultaba más sincera que la que tenía con su hija.
—Hola Carlos. No te pregunto cómo estás. Entiendo que no quieres hablar con ella. La reunión será breve, solo aclarar algunos temas conjuntos, sin ánimo de reprochar nada. Yo tampoco me siento orgullosa de lo que sucedió.
Mientras la escuchaba recordé su comportamiento en la iglesia.
Cuando escuché el «Carlos, lo siento, pero no puedo casarme contigo», ante una iglesia repleta, sentí el peso de todas las miradas sobre mí: las de sus familiares, las de los míos, las de los amigos que vinieron a celebrar y que presenciaban mi humillación en vivo y en directo.
No respondí nada porque sabía que si abría la boca en ese momento, acabaría de dar el espectáculo.
Cuando Laura bajó los escalones del altar, dirigiéndose al imbécil de su exnovio, ante el cuchicheo de muchos presentes, mi madre, fue la primera en reaccionar. En el altar, con los ojos llenos de furia, se enfrentó a Luis, el padre de Laura y padrino.
—¡Esto es una vergüenza! —escupió—. ¿Lo sabíais y dejaste que llegara hasta la iglesia para dejar a Carlos como un idiota?
—¡No me hables así! —respondió mi ex suegro, encarándola—. Nosotros no sabíamos nada.
Cuando bajamos el peldaño que separaba nuestra zona de la primera fila de bancos, Paula, la hermana pequeña de Laura intentó justificar lo injustificable. Mi padre, que hasta entonces había estado paralizado, también intervino en mi defensa. Todo se convirtió en un caos.
Entonces la madre de Laura, Teresa, que llevaba un precioso traje que la hacía muy atractiva y que hasta ese momento había permanecido callada, intervino en la discusión.
—¡Callaos todos! Lo que ha hecho Laura es injustificable, por mucho que la queramos—sentenció. Y cambiando el tono, tratando de parecer cariñosa, añadió—. Te pido disculpas Carlos, cuenta conmigo para lo que necesites.
Confirmó que era una señora y que el aprecio que me había mostrado mientras era novio de su hija no fue impostado. Yo también la apreciaba.
Quedamos en un pequeño café cercano a su casa. Cuando llegué, la descubrí, sentada en una mesa junto a la ventana. Me quedé sorprendido de la elegancia con la que vestía un ajustado vestido de tonos claros. El escote dejaba ver la plenitud de sus pechos, que subían y bajaban con la respiración, reflejando el nerviosismo que la dominaba.
La detuve cuando se levantó para saludarme.
—Hola, Carlos —dijo sonriendo, con la misma calidez que siempre mostró conmigo.
Bajé mi cara para darle dos besos. Dejó la suya dispuesta para que fuera yo quién se los diera. Al rozar su mejilla mi cuerpo reaccionó de una manera...masculina. No sabía si se debía a la reconversión al mundo de la mujer madura que realicé con mi madre pero lo cierto era que por su aspecto, me resultaba más atractiva que nunca. Mi percepción de ella no era la de madre de Laura, sino la de una atractiva señora.
Aunque ambos sabíamos el motivo del encuentro, comenzamos como dos viejos conocidos, hablando de tonterías: del lugar elegido para encontrarnos, de los preparativos de la boda, del viaje que sabía que había hecho.
—Tu madre me ha contado que lo pasasteis muy bien en el viaje y ella incluso conoció a un joven.
No sabía que versión le daría mi madre pero seguro que en ningún caso era yo ese joven. Me imaginé que se refería a Miguel.
—¿Su profesor de baile? Se hicieron muy amigos.
Noté un brillo en sus ojos, mientras jugaba con la cucharilla del café, dibujando círculos invisibles en la mesa.
—He visto algunas fotos en tus redes a través de Laura. Tampoco tú perdiste el tiempo.
No sentí necesidad de excusarme.
—Tanto mi madre y yo necesitábamos olvidar de dónde veníamos. Ambos disfrutamos de la estancia, con la suerte de tenernos cerca el uno al otro.
Después de dar un sorbo a su café, me miró con la serenidad que a veces da los años y la clase.
—Me alegro por ti. No te merecías lo que hizo Laura —dijo, sin rodeos, entrando directamente al objeto de la cita.
Yo no sabía si agradecer su comentario o lamentarme aún más. No respondí.
—Imagino cómo te sientes. Yo también estoy dolida. Ni comparto su decisión, ni la comprendo del todo. Pero he venido a verte porque me parece lo correcto y voy a hablarte con total honestidad.
Me explicó que tras reunirse con mi madre, ellos habían decidido hacerse cargo de los gastos de cancelación del ágape no celebrado, que suponía el 50% del importe y que en definitiva era lo que tenían previsto pagar.
Mi madre estuvo de acuerdo en hacerse cargo de la floristería, el fotógrafo y otros gastos menores como la iglesia o la organizadora de la boda. Por su parte, ya habían devuelto los regalos a los invitados excepto los que estaban en mi casa.
—Quería decirte que lo que hizo Laura, no cambia el recuerdo cariñoso que tengo de ti —añadió con voz pausada.
—Te lo agradezco. El viaje me ha servido para resetear la mente, aunque aún aparecen comentarios graciosos de algún amigo o bromas en mis redes sociales.
—Supongo lo incómodo de algunas bromas, tan dados en España a reírnos de las desgracias ajenas.
—Afortunadamente, ya está superado —dije quitando hierro.
—Al final vais a salir todos del agujero antes que yo.
Me sorprendió ese comentario. Ella debió de darse cuenta de que no venía a cuento y trató de explicarse.
—Perdona ha sido una tontería. ¿Te apetece picar algo de comer? Así no tendré que entrar en la cocina al llegar a casa —comentó insegura de mi respuesta.
—Por mí perfecto, yo tampoco tengo nadie que me espere ni que me haga la cena.
—Recuerda que los jueves son míos. Es mi día de salir a temas culturales, de galerías o presentaciones de libros y Luis está acostumbrado a que cene fuera.
—Si vamos a cenar, tendrás que contarme pero en serio, a que te referías con eso de salir del agujero. Recuerda que ibas a hablar con total honestidad —le recordé su saludo.
Se sintió presa de sus propias palabras y decidió abrirse. Pedimos un vino suave.
—No tenía previsto hablar de mí, pero si se trata de hablar con honestidad, tampoco tengo por qué ocultarlo —empezó, con un leve temblor en la voz—. Luis y yo estamos atravesando una etapa difícil.
Arqueé la ceja sorprendido. Siempre los había visto como una pareja estable, tal vez aburrida, con un rol de dominación por parte de mi suegro, pero bien avenida. Ella captó mi sorpresa y sonrió sin alegría.
—A través de los años van apareciendo a la vista las verdaderas personalidades. No es la primera crisis que tenemos, pero esta vez, con lo sucedido en la iglesia, ha sido un poco el límite. ¿Sabes? En muchos aspectos, Laura es una copia de su padre: orgullosa, voluble, egoísta, incapaz de mantener algo mucho tiempo.
Por lo que conocía a los dos, no tenía dudas de que bando elegiría para ponerme a su lado.
—Te hago la misma oferta que me hiciste tú. Si necesitas algo de mí, cuenta con ello.
—Gracias Carlos. En este momento, me conformo con tener a alguien en quién poder confiar y expresar mis sensaciones.
—¿Por qué has dicho que se incrementó tras la espantada de Laura? ¿Cómo te afectó?
—En todo, él está de acuerdo con Laura y yo no. Os critica a ti y a toda tu familia, dice que tu padre es un calzonazos por consentir que tu madre se tome unas vacaciones y lo echara de casa. Yo los aprecio de veras, sobre todo a tu madre.
Agradecí su sincero apoyo a mi familia.
—Quería discutir todas las partidas de la boda y se enfadó cuando le obligué a que asumiéramos nuestra responsabilidad, mayor que la vuestra.
—No creo que tengamos problema en llegar a un acuerdo, ni mi familia ni yo queremos extender la guerra, por nosotros no la hay, solo deseamos pagar lo que nos corresponda y olvidar el hecho. No sabía tu situación con Luis.
—Procuro no dar que hablar en público —dijo sin titubear—. Pero en esta ocasión, el golpe ha sido mayor, no por la parte económica, sino porque yo creía en vosotros como pareja, veía en ti las cualidades que echaba en falta en mi marido.
—¿Por eso no dijiste nada? ¿Por qué no me dirás que no lo sabías?
Ella me miró con los ojos entrecerrados, como midiendo sus palabras.
—No la veía totalmente feliz, pero lo asocié al nerviosismo de la boda. Me engañé a mi misma.
Nos miramos, había una complicidad entre nosotros. Algo que se había tejido en la sombra durante el tiempo que nos tratamos como yerno y suegra.
—¿Quieres que pidamos otro vino? —le pregunté.
—Sí —dijo, sin dudarlo.
Ella alineó la ensalada que habíamos pedido, removiéndola, como si removiera su propia historia.
—No acabo de entender sus ganas de casarse. Vivíamos bien como pareja pero Laura insistió —le dije.
—Su padre se lo recordaba cada vez que podía, no le gustaba que vivierais juntos sin estar casados.
—Yo me sentía casado con ella. Era la mujer de mi vida.
—Eres muy noble. Y sé que cuidabas de ella, que la escuchabas y la animabas a tener ilusiones. Yo me he preguntado muchas veces qué habría sido de mi vida si hubiera elegido a alguien que de verdad me escuchara, que no rehuyera los problemas, ni buscara excusas.
—Sigue el ejemplo de tu hija, da la espantada. Encima no tienes que devolver regalos —dije como broma
Provoqué su risa. Fue una risa limpia, de esas que solo buscan un alivio.
—Siempre me sentí cómoda contigo —me dijo Teresa, ya con el segundo vino—, a veces incluso más que con Laura. Por mucho que a los hijos siempre se les quiere, no evita que te puedan decepcionar.
—Los hijos no siempre reconocemos la valía de los padres... y de las madres.
Teresa sonrió reconociendo mi comentario.
—Sois muy diferentes. Tú tienes empatía y ella… es como su padre.
La cena se alargó sin darnos cuenta. Entonces bajó la voz y me miró fijamente.
—¿Te apetece dar un paseo? —dijo para salir del silencio—. No tengo ganas de volver a casa todavía.
Salimos del café despacio, sin prisas, como habíamos hecho durante la cena. El vestido, ceñido a su cintura, se movía a cada paso, apenas rozando la parte superior de sus muslos. Los tacones destacaban la longitud de sus piernas.
Entonces, con un gesto casi imperceptible, tomó mi brazo y lo apoyó entre los suyos. Caminamos así, pegados, sin importarnos las apariencias, como si de pronto hubiéramos liberado todo lo que flotaba entre nosotros la tensión que la huida de Laura produjo entre nuestras familias.
A veces se detenía a mirar los escaparates, a veces nuestras manos se rozaban, apenas un instante, mezcla de delicadeza y de lo prohibido.
Los coches pasaban, la gente andaba alrededor, pero yo me perdía en la forma en que su sonrisa llenaba el aire. Por momentos no éramos ex futura suegra y ex novio plantado. Éramos solo dos personas con heridas por sanar, encontrando consuelo en la sinceridad del otro.
Caminamos despacio por calles peatonales, alejados del bullicio de las terrazas, como si el mundo se hubiese hecho chico para que lo recorriéramos a nuestro ritmo. Ella bajó la mirada y su gesto de leve timidez me pareció que casaba con la elegancia con la que siempre se había movido.
—¿Sabes? A veces me arrepiento de haber intentado mantener todo en mi vida ordenado… como si la vida se pudiera controlar con un Excel y listas de tareas —dijo sonriendo.
—No te imagino manejando un Excel —le respondí bromeando.
—Desde que lo aprendí, tengo una hoja para todo. Por cierto, hablando de listas… —se detuvo un momento—, no hemos cerrado los temas. Deberíamos volver a vernos para concluir todo lo que quedó pendiente.
—Sí, trae tu portátil y hacemos una hoja conjunta.
—Perfecto —dijo, mirándome de frente—. ¿Qué te parece el jueves a las seis? Nos dará tiempo a tomar otro vino.
—Perfecto.
Nos dimos de nuevo dos besos al despedirnos, un gesto simple que, sin embargo, alargamos un poco más de lo necesario. Después nos dimos un abrazo largo. Un abrazo de dos personas en proceso de sanación
Me fui con la sensación de que la lealtad no siempre viene de quien duerme a tu lado, sino de quien sigue a tu lado, cuando todo se ha derrumbado.
Recibí un día un mensaje de ella, mandando me saludos de Laura que había ido por su casa. Le respondí que prefería sus saludos que los de su hija. A partir de ese momento empezamos a intercambiarnos algunos mensajes intrascendentes pero que servían para mantenerla presente en mi mente. Y suponía que a mí en la suya.
El jueves llegué puntual, aunque debo admitir que con cierto cosquilleo en el estómago. Nos citamos en una cafetería diferente, fuera de su barrio, que elegí porque disponía de una zona tranquila para trabajar. Ella llegó cinco minutos tarde, señal de que ya no era una cita familiar o de trabajo sino con un chico al que hay que hacerle esperar un poco.
Apareció mucho más arreglada que el jueves anterior, con un vestido de lino azul marino, escote discreto, pero elegante. Zapatos bajos, y el cabello recogido en una cola, que la rejuvenecía unos años. Elegante, sin necesidad de llamar la atención. El tipo de mujer que entra en un sitio y lo modifica sin levantar la voz.
—Hola Carlos, perdona el retraso
—No te preocupes, estás en tiempo.
—He preparado una hoja de cálculo con tres pestañas: regalos, transferencias y gastos asumidos por tu familia —dijo, sacando su portátil del bolso—. Puedes añadir lo que falte.
—¿Eres tan ordenada para manejar tu vida?
—No es tan sencillo, la vida no se puede meter en una hoja de cálculo —dijo riendo.
Empezamos a trabajar. Cada ítem era una excusa para recordar algo, para bromear, para mirarnos más allá del contenido de la tabla. Ella estaba especialmente cariñosa. Me tocaba en el brazo para señalar algo en la pantalla, o se inclinaba hacia mí para ver juntos alguna cifra. Su perfume tenía algo hipnótico.
—Da gusto trabajar así. Con Luis no puedo contar para nada —dijo levantando la vista del portátil.
Luis, mi suegro no era un mal tipo, pero su carácter estirado y orgulloso, al estilo de Laura, dificultaba la relación con él.
—Y yo estoy disfrutando más de la anulación de los regalos que cuando organizaba la boda con Laura. Me gusta esta versión tuya, sin filtros ni protocolos.
Cuando terminamos el trabajo, pedí dos copas de vino.
—Traiga una botella —corrigió ella.
A partir de la segunda copa, dejamos de hablar de Laura y de Luis. Era como si hubiéramos echado la cortina del pasado para dejar que entrara un poco de aire fresco.
—Podríamos quedar a tomar un vino alguna vez —exclamó con la copa en la mano.
Nuestros dedos se rozaron en la mesa, sin que ninguno retirara la mano. Quedamos mirándonos, nuestro deseo no necesitaba palabras. Era evidente que los dos deseábamos un encuentro en la tercera fase.
—Me parece bien. Siempre que dejes el portátil en casa.
Miré su sonrisa. Conocía esa expresión de haberla visto en mi madre. Era una hembra hambrienta de recuperar el tiempo perdido. Tenía la hermosa sensación de que algo inesperado estaba comenzando a escribirse entre los dos.
No pasaron muchos días hasta que el miércoles me escribió. Un mensaje simple, como quien ya no necesita excusas:
—Mañana es jueves.
Le contesté con un emoticono de alegría y añadí la dirección de la terraza donde reservé.
Vino con un vestido blanco, suelto, sin mangas, que se ceñía justo en la cintura, un cinturón enorme como si quisiera simular un cinturón de castidad. Iba con zapatos de tacón alto. El pelo suelto, más natural que nunca.
—Cada día te superas—dije levantándome para darle dos besos y retirar su silla.
La cena transcurrió entre risas, una botella de vino y recuerdos compartidos que ya no dolían. Hablamos de lo que se fue… sin atrevernos a hablar de lo que estaba siendo. Hasta que en un momento, sin previo aviso, dio un trago a la copa de vino y se quedó mirándome.
—Necesito saber algo —su voz era firme—. ¿Quedas conmigo porque te la recuerdo? ¿Como una forma de retenerla todavía?
Me quedé sorprendido. Nada más lejos de la realidad. Laura quedó enterrada en el Caribe, sepultada en las noches apasionadas con mi madre.
—Como dice la canción, Laura se fue, Laura no está. He aceptado quedar porque me siento genial contigo. Con Teresa.
—Necesitaba saberlo. Yo no quiero ocupar su puesto, quiero que me veas cómo soy yo. Y aunque te parezca una locura, desde que nos encontramos el primer día, no te quito de mi cabeza. Rezo para que llegue el jueves y pasar un rato contigo, charlando, riendo...sintiéndome mujer.
Yo la miré, sin saber qué decir. Cuando rozó mi rostro con sus dedos, cerré los ojos. Su beso fue suave al principio. Pero solo era el preludio.
Cogimos un taxi hasta mi casa. Subimos en el pequeño ascensor que rechinó un poco al cerrarse. Nuestras miradas se reflejaron en el espejo, un reflejo silencioso de lo que nuestras mentes pensaban.
Detuve el ascensor. Sus labios, entreabiertos, parecían llamarme sin palabras. No podía seguir esperando. Me incliné lentamente hacia ella, dándole todo el tiempo del mundo para apartarse si lo deseaba. Pero no lo hizo.
Cuando nuestras bocas se rozaron, sentí cómo ella contenía el aliento. Al principio fue un roce leve, tímido, como quien prueba el agua antes de lanzarse. No se retiró. La tomé suavemente por la nuca, acariciando su cabello suelto. Adelantó sus brazos a mi cuello y entonces sí, nos besamos apasionadamente. Me costó despegarme de ella porque ella había adherido sus labios a los míos como una lapa.
Conocía la casa, a la que ella había venido algunas veces, a ver a Laura o a asistir a pequeñas reuniones familiares. El ambiente era menos acogedor, que cuando vivía Laura, pendiente siempre de detalles.
Encendí el aparato de música en la esquina del salón y una melodía chill out sonó, rompiendo el silencio que albergaba la casa.
—¿Prefieres café o una copa de vino?
—Lo mismo que tomes tú.
Me retiré a la cocina y volví con dos copas de vino.
—Con café no podemos brindar —dije, acercándole una copa.
—¿Por qué brindamos? —preguntó, sintiendo el latido acelerado en mis sienes.
Ella se encogió de hombros, mirándome como si ya supiera la respuesta.
—Por la pérdida transitoria de la conciencia —susurró.
Chocamos las copas.
—Por que no sea tan transitoria.
—¿Sabes? Me siento insegura, no solo por tu edad sino por quienes somos.
—Ya no somos nada —le mentí, teniendo tan reciente haberme follado a mi madre, distinta a Teresa, pero no menos espectacular —. En cuanto a la edad, estás mejor que tu hija.
Nos acomodamos en el amplio sofá, donde ella se sentó subiendo las piernas y encogiéndolas de tal forma que invitaba a acortar distancias. La conversación se volvió muy personal. Sabíamos que íbamos a follar pero no teníamos prisa. Antes de desnudar su cuerpo, primero tenía que desnudar su alma. ..fin del primer capitulo...
Capitulo 2
Me habló de su vida, de cuando comenzó a cambiar, de cómo sentía cada vez más pequeña por culpa de Luis, de los malos tratos psíquicos. Su esfuerzo en que su tristeza no salpicara a Laura y a Paula.
—Me he pasado la vida tratando de cumplir las expectativas ajenas —dijo bajando la voz—. Pero ahora... solo quiero cumplir las mías.
La honestidad que expresaba me admiraba. Me acerqué un poco, dejando la copa en la mesa. Ella no se apartó. Pude sentir su respiración acelerada, la forma en que sus dedos jugaban nerviosos con el borde de su vestido.
—¿Qué expectativa quieres cumplir conmigo? —pregunté, apenas un susurro.
Sus ojos tenían un brillo húmedo, vibrante. Sus mejillas estaban encendidas, sus pupilas dilatadas. Durante un instante eterno nos miramos, sin movernos. Dejó su copa en la mesa. Sus manos se aferraron a mí como si temiera que aquello fuera un sueño.
Entonces cerró los ojos y claudicó, rendida, ofreciéndome su cuerpo.
—Que me tomes...—murmuró en voz baja.
Teresa inclinó su rostro hacia el mío, dejando que los labios se rozaran con suavidad. La abracé, apretándola contra mí, sintiendo su respiración entrecortada en mi cuello. Deslicé mis labios hacia su cuello, cubriéndola de besos, mientras sentía cómo su cuerpo se tensaba.
Le ofrecí mi mano y la incorporé del sofá. La llevé hacia el dormitorio, despacio, sin prisa, besándonos, saboreando sus labios. No encendimos la luz. No hacía falta. La penumbra nos envolvía en una complicidad silenciosa.
Con la misma lentitud con la que habíamos empezado todo, llevé mis manos a su espalda, acariciándola a través de la tela, explorando el contorno de su cuerpo como si fuera algo sagrado, antes de desnudarla.
Ella temblaba ligeramente, el estremecimiento no del miedo sino del sentimiento. Desnudarse no era solo quitarse la ropa: era una ceremonia. Ella temblaba un poco, por miedo al paso que iba a dar. Su piel olía a deseo y a vino
—Dame un minuto —me pidió con sutileza.
Estaba nerviosa ante el momento de entregarse al placer sin reservas. Aproveché para quitarme pantalón y camisa, quedándome en boxer. Cuando salió del baño, me quedé congelado ante una sensualidad que la hacía parecer una fantasía de película. Salió con un precioso conjunto de ropa íntima color negro con encajes. Su pecho brincaba desde dentro del sujetador. Su pubis apenas oculto por una braguita en triángulo que se perdía en un cordón por la parte trasera. Sus labios, pintados de un rojo más intenso, formaron una sonrisa cargada de promesas. Caminó hacia mí con una sonrisa de picardía.
—¿De verdad te gusto? —preguntó, contorneándose mientras se acercaba, dejando que la mirara de arriba abajo.
Tragué saliva, sin poder apartar los ojos de ella. Su cuerpo, firme, con curvas pero sin exceso, me dejó completamente desarmado. La madre de Laura estaba frente a mí como una auténtica matahari.
—¡Deslumbrante!
La versión provocadora de Teresa me tenía completamente hipnotizado.
—Lo he comprado para ti. Quería gustarte —sonrió sabiendo exactamente lo que estaba provocándome.
Se detuvo en el borde de la cama donde yo seguía sentado, quieto, atrapado entre la incredulidad y el deseo. Ella, se arrodilló a mis pies, mientras sus manos subían lentamente hasta mi pecho excitando mi polla que no sabía disimular.
—Quiero verte disfrutar —susurró.
Sus dedos bajaron con lentitud, recorriendo la línea de mi abdomen hasta llegar al inicio de mis bóxers. Los deslizó hacia abajo, liberando mi polla de la presión. La picardía en sus ojos se transformó en pura deseo, mientras sus labios se acercaban más.
—Relájate... —dijo en un tono de voz muy sensual.
En el silencio del apartamento solo se escuchaban nuestras respiraciones entrecortadas. Acarició mi polla sin retirar su mirada lasciva de mis ojos. Bajó su cabeza para que sus labios recorrieran suavemente la longitud de mi erección, con un primer contacto calculado en la cabeza hasta la base. No pude evitar soltar un gemido cuando sentí la humedad y el calor de su boca.
Con movimientos precisos, fue alternando pequeñas succiones en la cabeza, con recorridos largos con su lengua a lo largo de mi polla, dibujando pequeños círculos como una experta chupadora de pollas.
Mis gemidos, las pequeñas contracciones de mi cuerpo, ver cómo me deshacía bajo su lengua, la encendía aún más.
—Voy a comérmela entera —exclamó mirando fijamente mi polla.
—Dios, Teresa… no pares —jadeé con voz entrecortada, mientras mis dedos se hundían ligeramente en su cabello.
Yo que había imaginado que si quería follármela tendría que trabajarla despacio como me había ocurrido con otras mujeres, la veía entregarse con una seguridad que me desarmaba.
Alcancé sus pechos para entretenerme mientras devoraba mi polla. Sin detener su mamada, llevó sus manos al sujetador y lo deslizó hacia arriba liberando sus pechos. Levantó la cabeza abandonando su presa.
Mi mirada completamente entregada, le arrancó una sonrisa demoníaca.
—¿Te gustan? —susurró Teresa antes de mover sus pechos hacia mí.
—Eres increíble… —murmuré, con la respiración entrecortada y mis ojos buscando los de ella.
—Podemos explorar juntos todos los caminos del placer. Solo necesito sentirme deseada —exclamó con su cabello cayendo desordenado sobre sus pechos.
Me volvía loco verla tan segura, desinhibida, completamente dueña de su cuerpo y su placer. Incapaz de responderle con palabras, continué amasando sus pechos y acariciando su piel. Ella se tendió sobre mí, volviendo a engullirse mi polla y aprisionándola a la vez con sus pechos, combinando los movimientos de su boca con la presión suave de sus tetas a lo largo de mi polla erecta.
Cuando alcancé el punto de no retorno, quise advertirla.
—Teresa… voy a… —jadeé.
Ella, lejos de detener sus movimientos, succionó mi polla en su boca acelerando mi final.
Liberé todo mi placer en un clímax que me recorrió de pies a cabeza, mientras sentía cómo mi cuerpo se tensaba y luego se relajaba bajo las caricias de Teresa. Ella siguió chupando, ayudando con sus manos en un sensual masaje de mi polla a que expulsara todo. Parte de la descarga cayó sobre su rostro, sin que ella apartara la vista de mi polla, completamente entregada al momento.
Teresa sonrió mientras pasaba los dedos por mi cabello, con movimientos lentos.
—Tenías el depósito lleno —comentó traviesa.
Tomé su rostro entre mis manos, acariciándola. Con el dorso de la mano, intentaba limpiarse la cara y el cuello de restos de semen.
—Déjame limpiarte —le dije tomando mis bóxers para retirar los restos de semen de su rostro, ligeramente manchado y de su escote.
Acabé de limpiarla a besos, despacio, recorriendo toda su cara hasta acabar dándonos un profundo beso que iba más allá del deseo.
—Gracias por confiar en mí —susurré—. Me ha encantado.
Se dejó abrazar, acurrucándose con sus pechos apretados contra los míos, escuchando los latidos que se acompasaban. Disfruté con los ojos cerrados de ese momento íntimo.
—Estaba deseando explotar sin saberlo. La conversación con tu madre me dio el empujón —murmuró con una sonrisa tímida, levantando la cabeza para mirarme.
—¿Cómo? —Salté de inmediato asustado—. ¿Qué te contó?
—Desde que se separó nos vimos algunas veces, de alguna manera envidié su determinación. En nuestro último encuentro, para hablar de los restos de la boda, me confesó que había mantenido un apasionado romance durante vuestra estancia en el resort. Imagino que lo sabes.
—Sí —contesté a la defensiva.
—En mi cabeza se fue generando la idea de vivir algo así. Pero no conocía a nadie en mi entorno ni podía permitirme un viaje al Caribe.
—Me alegro de haber estado cerca de ti cuando despertó tu sensualidad. Intuí que entre nosotros cambiaba el trato, las miradas pero...no dejabas de ser la madre de Laura.
—Por eso he tomado la iniciativa. Veía química entre nosotros y supuse que te condicionaba arriesgarte a recibir un corte de tu suegra.
Sus manos no paraban de acariciarme mientras hablaba. Mi respiración se aceleró cuando sus manos pasaron por mi pene que comenzó a despertar.
—Eres increíblemente sexy… —confesé entregado a sus encantos.
Con una mano, deslicé lentamente sus braguitas, acariciando la cara interna de sus muslos. La humedad de su coñito hizo que mi mente se reseteara.
—Ya estás definitivamente desnuda: de miedos, de compromisos y de ropa.
Teresa sonrió. Su cabello rubio caía en cascada sobre sus hombros desnudos. Era una perfecta diosa, no sólo por su belleza, sino por la pasión que personalizaba.
—Entonces, fóllame —respondió, con una voz cargada de deseo.
No pensaba rechazar su invitación.
—Prepárate, ¡Estoy deseando follarte! —murmuré a su oído.
Me subí sin demora sobre ella, dejando que nuestros sexos se rozaran, la tensión acumulándose en cada movimiento, sus labios entreabiertos dejaban escapar provocadores suspiros. Con un movimiento rápido la penetré por completo y sentí que había cruzado una frontera invisible. Traté de acelerar para activarla sexualmente. Sonrió y con un leve movimiento de su pelvis, me contuvo.
—No tengas prisa jovencito, quiero disfrutar del momento —dijo ralentizando el ritmo de sus caderas.
Obedecí sus órdenes, siguiendo su guión. Me moví despacio al principio, atento a sus reacciones, al modo en que sus caderas respondían, a la forma en que sus labios buscaban los míos. Nuestros cuerpos se sincronizaron a un ritmo pausado, donde cada caricia, cada susurro, cada gemido contenido era un acto de descubrimiento.
—Así, despacito. Lo estás haciendo muy bien....
Mis labios descendieron lentamente por su cuerpo, trazando un camino de besos sobre su cuello, su pecho, su vientre, despertando en su piel una sinfonía de temblores y suspiros, entregándose a cada caricia, a cada roce. Cada movimiento nos acercaba más, como si estuviéramos trenzando algo profundo, silencioso, imposible de deshacer. Teresa se movía ya con una naturalidad increíble. La pasión fue creciendo, liberándose poco a poco, hasta que ya no hubo freno. Respondí al aumento de sus jadeos, introduciendo dos dedos en su coñito, sintiendo el calor que brotaba de su cuerpo, arrancándole un grito de placer.
—Ahora sí, fóllame...lo necesito....
Nos abandonamos el uno en el otro, acelerando mis movimientos de manera desesperada. Me dejé besar apasionadamente mientras ella aceleraba el ritmo, sus caderas moviéndose con una intensidad casi frenética que me desarmó por completo. Cada embestida me llevaba más cerca del límite. Teresa, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, estaba completamente perdida en su propia placer. El ritmo desenfrenado estaba acabando con mi capacidad de control y sabía que no podría sobrevivir mucho más a su cabalgada.
—Si te vas a correr, acaríciame —gruñó entre dientes, sus palabras cargadas de deseo.
Torpe de mí, acaricié su cara. Ella me cogió la mano y la bajó hacia su clítoris para acelerarla. Apreté sobre su botoncito, tratando de quitarle el control mientras mis propios gemidos se entremezclaban con los de ella. Teresa comenzó a gritar, estremeciéndose, sin aflojar mi mano pero sin rendirse. Sus gritos parecía ir más allá, sus movimientos se volvían más erráticos, más urgentes. Era una nave a la deriva y yo naufragué en ella.
—No puedo más...me muero... —exclamé con un rugido grave, casi animal cuando mi cuerpo alcanzó el límite.
Me moría de placer mientras expulsaba una segunda oleada de semen a la vez que ella se arqueó sobre mí, disminuyó sus embestidas y naufragó también sin resistencia. Llegar al clímax a la vez, fue como caer juntos en un abismo dulce, un latido común que nos atravesó de pies a cabeza.
Cuando finalmente se calmó el tornado, me envolvió una sensación de satisfacción absoluta, mis gemidos mezclados con los de ella, resonando juntos en un crescendo que llenó el dormitorio.
Me quedé sobre ella, abrazándola, respirando su aliento, sintiendo su corazón latir desbocado contra mi pecho. Durante unos minutos no dijimos nada. Nos escudamos en los jadeos entrecortados, en los susurros roncos, en la embriaguez de la entrega absoluta.
Cuando nuestras respiraciones se calmaron y el silencio se volvió acogedor, Teresa deslizó sus dedos por mi cabello, acariciándome con una ternura que me desarmó. Nos abrazamos, refugiados en la calidez de la cama, como dos náufragos que, contra todo pronóstico, habían encontrado refugio el uno en el otro, compartiendo una intimidad que iba mucho más allá de lo físico.
—Qué ganas de sentirme viva otra vez... —susurró, rompiendo el silencio.
—No imaginaba tanta pasión —murmuré mientras con mis dedos, trazaba pequeños círculos sobre su piel desnuda.
—Pensé que tendría que guiarte y casi me matas.
Sonrió, escondiendo su rostro en mi cuello a modo de vergüenza. Esa risa dio paso a una confesión más profunda.
—Siempre me gustó el sexo. Luis de joven era muy apasionado, me hacía disfrutar pero lleva un tiempo que no se siente seguro y hemos dejado de hacerlo —confesó levantando la cabeza lo justo para mirarme a los ojos.
Me sorprendí. Desconocía la complejidad de la vida emocional cuando se llega al otoño de la vida. Todas las chicas con las que había estado antes de Laura eran mujeres de mi edad o más jóvenes, solo mi madre entraba en su grupo, y podía decir que, aunque a esa edad tuvieran dudas, sexualmente eran unas máquinas.
—¿Cuando pensaste que podría ocurrir esto?
—En nuestro primer encuentro me hiciste sentir genial. Y al llegar a casa, pensé que quizás era una señal. Soy consciente de lo irreal de la situación, pero ¡Me siento ilusionada! —confesó.
¡Y yo que llevaba semanas dudando si podría follármela...! Pero recordé la conciencia de mi madre, cuando llegó a Madrid. ¿Como se sentirá ella cuando mañana amanezca en su casa?
—Ahora tenemos que procesarlo.
Teresa asintió, tomando aire antes de continuar.
—Llevo un año usando juguetes pero eso es solo un sucedáneo. No hay nada como el contacto de la piel. Y aunque es cierto que solo pretendía del sexo... —Su voz sonaba muy baja, pero su tono era sincero—, me he sentido tan deseada, tan segura… que me gustaría que esto pudiera repetirse, que mantuviéramos algún tipo de relación.
Me quedé sorprendido por la revelación. Me encantaba la idea, trataba de asentar sus palabras en mi mente. Pero había que encajar más piezas.
—Me parece genial. Pero ¿seguirás con Luis? —respondí despacio, como si temiera romper la magia del momento.
Teresa alzó la mirada y por primera vez desde que entró en casa, la vi inquieta, frágil.
—Luis… Nunca lo entendería —susurró—. No imaginé que llegaría a serle infiel, pero aún a riesgo de parecer egoísta, a mi edad tengo que pensar también en mí. Y de momento, no pienso plantearle nada.
Asentí con mi cabeza, pero intuyendo el riesgo de mantener una relación con ella. Sería en menor medida, el riesgo que mi madre no quiso correr, de que pudiera descubrirse nuestra relación.
—Pero no podrás esconderlo por mucho tiempo.
Teresa no deseaba dar marcha atrás. Estaba dispuesta a seguir adelante.
—Tú podrás seguir haciendo tu vida, ligar con chicas jóvenes. No necesito promesas, me conformo con mantener un pequeño espacio común, tener mis jueves.
La abracé con fuerza, apretándola contra mi pecho mientras escapaba un suspiro de mis labios.
—Me encantas. Por mi parte, estoy listo. Aunque tendré que prepararme a fondo para seguir tu ritmo en la cama.
Ella sonrió, me besó. Acercó su mano a mi polla que aún no había despertado.
—Eso déjamelo a mí.
Sabíamos que no había futuro. Pero también sabíamos que sentíamos una atracción más fuerte que las convenciones y que nos empujaba a vivir el presente.
Nos quedamos un rato abrazados, como si temiéramos que el mundo fuera a desaparecer si nos separábamos. El reloj en la pared marcaba las once cuando se levantó. Le costó separarse de mí, dejando que mis manos se deslizaran por su cuerpo al levantarse.
Le acompañé hasta la puerta, descalzo, el cabello suelto, en boxer. Aún tenía en la piel el olor a sexo y en los ojos, ese brillo pasión que me desarmaba.
—Sigue tu vida —dijo, antes de salir—. Solo me gustaría que te acordaras de mí un poco...y que seas mío el jueves.
La miré fijamente, grabando cada detalle en mi memoria. La besé en la mejilla, apenas rozando su piel con los labios.
—Se me va a hacer muy larga la semana.
—Hasta pronto —se despidió, desde el ascensor, con esa sonrisa que ya me parecía íntima, como si la hubiese visto toda mi vida.
Sentía que algo había cambiado en mí. Teresa, tan diferente a mi madre, me abría la puerta de disfrutar de una señora como ella, un pecado que mi madre no me permitió realizar, mientras Madrid nos ofrecía cada jueves un marco perfecto para disimular bajo el paraguas de sus actividades culturales en exposiciones temporales en el Prado o en pequeñas galerías.
Siempre aparecía con una feminidad que me enloquecía. A veces con vestidos de líneas sencillas, otras con vaqueros ajustados y blusas que dejaban ver el principio de algo que yo acabaría de explorar más tarde.
Nuestra esperada rutina de los jueves comenzaba el ritual con un paseo, durante el cual nos contábamos la semana de cada uno y después, de la visita cultural, una cena ligera o una copa.
El ritual acababa en mi casa. Allí, Teresa se transformaba, como si quitarse la ropa supusiera deshacerse del personaje de Teresa. En la cama, nos conocíamos mejor cada jueves. A veces compartíamos cosas íntimas del pasado, otras nos quedábamos en la piel, en los gestos, en esa especie de adoración física que se da cuando el deseo es profundo pero el tiempo, escaso.
Después del sexo, se quedaba un rato. Nos poníamos dos vinos y música de los 80s que tanto le gustaba. Nunca se quedaba a dormir aunque cada vez le costaba más marcharse. Y a mí dejar que se marchara.
Lo que tenía muy claro era que había salido ganando con el cambio de Laura por su madre.

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