Mi suegra de muda con nosotros y se vuelve mi segunda esposa
Carla nunca me había llamado demasiado la atención. Era la madre de Irene, es decir, mi suegra, aunque no estuviéramos casados, ya llevábamos cuatros años de relación y dos de convivencia. Tenía cincuenta y tres años, separada desde hacía tiempo, y venía a visitarnos con cierta frecuencia. Alta, con un cuerpo que había resistido bien los años, ni gorda ni delgada, el pelo teñido de rubio siempre recogido en una gran coleta, unas cejas espesas que le daban carácter y unos ojos oscuros que se iluminaban cada vez que sonreía. Y esa sonrisa, amplia, franca, con la que parecía quitarle peso a todo.
Lo confieso: nunca hubo química entre nosotros. Para mí era “la madre de mi novia”, nada más. Pero cuando tuvo que quedarse una temporada en nuestro piso por unas obras en su casa, la convivencia empezó a cambiar las cosas.
*
La primera noche me sorprendió. A pesar de la presencia de su madre en la habitacion de al lado, Irene y yo terminamos follando. Lo hicimos sin pensar demasiado, con la apasionada complicidad que era seña de identidad de nuestra relación. No me imaginé que Carla pudiera oírnos, pero a la mañana siguiente, en el desayuno, dejó caer la bomba.
—Dormís poco, ¿eh? —dijo con media sonrisa, removiendo el café.
—¿Cómo? —me atraganté un poco.
—Anoche parecía que estabais montando un concierto. Yo ya no estoy para esos trotes, pero me alegra ver que la juventud no se pierde en tonterías.
Se rio sola, con una carcajada grave, y me dejó sin palabras. Irene se puso roja como un tomate, pero a Carla aquello le divertía. Desde ese momento, entre broma y broma, empecé a notar un descaro nuevo en sus comentarios.
Al segundo día de convivencia, noté que Carla buscaba conversación conmigo más de lo habitual. Mientras Irene teletrabajaba en el despacho, ella se sentaba en el sofá, se descalzaba y apoyaba los pies en la mesa con una naturalidad que me sorprendía.
—¿Te molesta? —me dijo una vez, con esa sonrisa suya amplia, enseñando los dientes grandes, irregulares, pero luminosos.
—No, claro que no.
—Bien, porque si no, igual te tocaba darme un masaje de pies. —Y se rio, dejando caer la broma como si nada.
Otro día, mientras me preparaba un café, se me puso detrás para alcanzar un vaso. Sentí su pecho rozar mi hombro y el calor de su cuerpo. Carla olía a perfume floral, mezclado con un fondo de champú de miel. Me miró de reojo, con un destello malicioso en los ojos.
—Eres más alto de lo que recordaba. —dijo, mientras estiraba el brazo—. Y ancho de espaldas.
Yo sonreí, algo incómodo. Era imposible saber cuánto había de broma y cuánto de verdad en esas frases. Pero cada día parecía acortar un poco más la distancia entre nosotros, tanteando, como quien juega a comprobar hasta dónde puede llegar.
*
La ducha fue el punto de no retorno. Yo estaba bajo el agua, cuando Carla entró, sin llamar. Al principio parecía un accidente, pero su actitud me reveló enseguida que no lo era.
—Perdón… —dijo, pero se quedó ahí, con la puerta entornada, mirándome bajo el agua. Yo instintivamente me cubrí con la mano. Ella sonrió, ladeando la cabeza.
—No te tapes… —dijo con voz grave, burlona—. Vaya, vaya… con razón mi hija hace tanto ruido.
Me quedé helado, sin saber qué responder. Pero Carla no parecía incómoda, al contrario: se acercó un poco más, apoyándose en el marco de la puerta.
—Estás… muy bien dotado…
Sonrió con picardía, y dio un paso dentro. El vapor empañaba el aire, y su coleta rubia parecía más viva, con mechones húmedos escapando alrededor de la cara. Se me quedó mirando fijamente, con una intensidad que no había visto nunca en ella. Su descaro me desarmó. Sentí cómo mi miembro, lejos de encogerse por la sorpresa, reaccionaba bajo el agua. Ella lo notó y sonrió aún más. Entró sin pedir permiso, cerró la puerta tras de sí, y se quedó frente a mí, con los ojos oscuros clavados en los míos.
—¿Sabes que me estás poniendo nerviosa? —dijo, casi en un susurro.
Alargó la mano, sin vacilar, y me rozó con los dedos. La calidez de su piel contrastaba con el agua que seguía cayendo. Lo envolvió por completo, lo acarició lenta, firmemente, sin apartar la mirada de la mía.
—Qué barbaridad… —murmuró, con media sonrisa.
Yo apoyé la espalda en la pared de la ducha, sintiendo la mezcla de agua y de sus dedos ágiles. Ella comenzó a masturbarme con una seguridad tranquila, con la experiencia de quien sabe lo que hace, mirándome a los ojos, disfrutando de mi reacción más que del acto en sí.
—Carla… —atiné a decir.
Ella sonrió, bajando la voz.
—Shhh… No digas nada. Déjame mirar, déjame sentirlo.
Sus ojos oscuros se mantenían fijos en los míos, como si buscara leerme desde dentro. No era un gesto frívolo: había algo más, una mezcla de desafío y confesión. La mano se movía con ritmo constante, firme, cada vez más segura.
—No sabes lo que me excita esto… —susurró, casi para sí misma—. Después de tantos años sin un hombre, y de repente… aquí contigo.
Sentí cómo mi cuerpo cedía al placer, el calor subiendo desde el vientre. Carla apretó un poco más, aceleró el movimiento con un giro experto de la muñeca. El agua caía sobre nosotros, resbalando entre sus dedos y mi piel.
Yo no pude contenerme más. Gemí con fuerza, arqueando la espalda. Carla se mordió el labio inferior, y siguió hasta el final, hasta que me corrí en su mano, con espasmos intensos. Ella no apartó la vista, ni siquiera cuando mi semen caliente manchó sus dedos y el agua comenzó a arrastrarla.
—Dios… —susurró, abriendo la boca en una media sonrisa—. Qué barbaridad… qué manera de correrte.
Se llevó la mano mojada bajo el chorro, la limpió con parsimonia, sin perder la compostura, como si todo hubiera sido un experimento que acababa de salirle bien.
Yo respiraba agitado, aún apoyado en la pared. Ella, en cambio, estaba serena, con un brillo oscuro en la mirada.
—No le diremos nada a Irene, ¿verdad? —dijo, antes de salir del baño, dejándome con la cabeza hecha un torbellino.
*
La convivencia con Carla se estaba volviendo una especie de juego silencioso. No era explícito, pero estaba ahí, flotando en cada gesto. Un día, mientras desayunábamos, me pilló mirándole las manos: dedos largos, uñas pintadas de un rosa gastado.
—¿Qué miras? —preguntó, arqueando una ceja.
—Nada, que tienes las manos bonitas.
—¿Bonitas? —sonrió, enseñando los dientes—. Estas manos han fregado, han limpiado culos de bebé, han cargado bolsas y han dado algún que otro bofetón. Bonitas no sé… útiles, quizá.
Lo soltó con tanta naturalidad que no supe qué responder. Se quedó observándome un segundo de más, con esa media sonrisa suya que me incomodaba y me excitaba al mismo tiempo.
Otro día, al volver del trabajo, la encontré en el salón con una camiseta amplia y sin sujetador. Al agacharse para dejar un plato en la mesa, el tejido se le pegó al cuerpo y dejó entrever los contornos grandes y pesados de sus pechos. Fingí no mirar, pero ella se dio cuenta.
—Ya no te cortas nada, ¿eh? —dijo divertida.
—No es eso…
—Tranquilo, me gusta. —y se volvió a sentar con calma, como si nada hubiera pasado.
Esa tarde, con Irene fuera, se quedó conmigo en el salón viendo una película que ninguno prestaba atención. Carla estaba sentada en el sofá, se quejaba del cuello.
—Siempre me duele aquí —dijo, llevándose la mano a la nuca—. La edad no perdona.
Me ofrecí a darle un masaje, medio en broma. Pero ella aceptó en serio.
—Venga, a ver si tus manazas sirven para algo más que hacer café.
Me coloqué detrás del sofá y apoyé las manos en sus hombros. Sentí la tensión bajo la piel, el calor. Ella cerró los ojos y dejó escapar un suspiro profundo.
—Dios… qué bien. Hazlo más fuerte.
Fui recorriendo con los pulgares su cuello, sus trapecios, y ella iba relajando el cuerpo poco a poco. Hasta que, sin aviso, se giró hacia mí, con los ojos encendidos.
—¿Quieres ver qué más me duele? —preguntó con descaro.
Y se subió la camiseta sin pensarlo, dejando al aire sus pechos enormes, de piel clara pero marcada por el tiempo, con pezones grandes, oscuros, que parecían endurecerse al contacto con el aire. Los miré fascinado.
—¿Te gustan? —preguntó, con una mezcla de orgullo y desafío.
—Mucho… —respondí casi sin voz.
Me tomó la mano y la guió hasta su pecho, apretándolo contra mi palma. Su piel era tibia, blanda, y el pezón duro se me clavaba en la mano. En un movimiento fluido, bajó la mirada hacia mi entrepierna, donde ya estaba notando el bulto crecer.
—Ya sabía yo… —murmuró con picardía.
Se arrodilló delante de mí, y sin darme tiempo a reaccionar, abrió mi pantalón. Mi miembro quedó libre, rígido, palpitando. Carla lo miró con el mismo descaro del baño, sonriendo.
—Qué pedazo de polla tienes… —susurró, acariciándola con sus manos, mientras se acomodaba el escote para encerrar mi erección entre sus pechos.
Los apretó alrededor, blandos y cálidos, y dejó caer un poco de saliva antes de moverlos arriba y abajo, haciéndome perder la respiración. El roce de su piel era húmedo, sucio, delicioso. Ella me miraba desde abajo, con los ojos encendidos, riéndose de mi cara de placer.
—¿Así? ¿Te gusta follarme las tetas? —me dijo, burlona pero excitada, apretando más.
No pude más que gemir, agarrando sus hombros para marcar el ritmo. El vaivén de sus senos me arrastraba al borde. Carla, al ver que estaba a punto, sacó la lengua y rozó la punta, lamiendo el glande cada vez que subía.
La sensación me sobrepasó. Terminé corriéndome entre sus pechos, con espasmos intensos, mientras ella reía, apretando más fuerte para que todo quedara atrapado en su canal caliente.
Cuando bajó el ritmo, se limpió con calma, usando la camiseta sin el menor pudor.
—Mira lo que has hecho —dijo, riéndose, mientras me mostraba la mancha—. Tendré que cambiarme otra vez.
Y volvió a sonreírme con esa expresión que ya no tenía nada de inocente.
*
Aquella noche me acosté con Irene. Ella estaba excitada, con esa energía juvenil que no deja pensar demasiado. La puse a cuatro patas sobre la cama, y mientras la penetraba con fuerza, el vaivén de sus caderas me llevó sin remedio a otra imagen: la de Carla, su madre, con esos pechos enormes rozándome el vientre, con su risa descarada y sus ojos oscuros fijos en mí. Me sentí traidor en mitad del polvo, un nudo en la cabeza mientras mi cuerpo seguía adelante. Me corrí dentro de Irene, jadeando, pero en realidad mi mente estaba en otro lugar. Cuando caí rendido junto a ella, me pregunté qué demonios estaba haciendo.
Al día siguiente, Carla me pidió que la acompañara a comprar ropa. Decía que necesitaba “un ojo joven” para no parecer una vieja disfrazada de adolescente. Acepté, sin saber muy bien si era una trampa o un simple favor. En las tiendas, se probaba vestidos y blusas delante del espejo, y a veces me pedía que le subiera la cremallera o que le sujetara el bolso. En un momento dado, en el probador, me llamó con voz baja:
—Ven, dime si me queda bien.
Abrí la cortina y la encontré de espaldas, solo con un sujetador negro y una falda a medio poner. Su piel clara, marcada por los años, brillaba bajo la luz blanca. Al girarse, sonrió con malicia.
—¿Qué dices? ¿Demasiado apretado?
No pude contestar. Me quedé mirándole el escote, los pechos enormes contenidos a duras penas en aquel sujetador. Ella se inclinó hacia mí y susurró:
—No te pongas nervioso, que luego me lo cuentas todo con esa carita…
Se giró otra vez hacia el espejo, dándome la espalda, y empezó a subirse lentamente la falda hasta la cintura. No llevaba medias, solo unas bragas sencillas, de algodón oscuro, que marcaban el contorno amplio de su trasero.
—Mira qué culo… —dijo, apretando las caderas y mirándome por el espejo con una sonrisa torcida—. Dime la verdad, ¿todavía me queda bien o ya es demasiado para mi edad?
Me ardieron las mejillas. Apenas me salían las palabras.
—Te queda… demasiado bien.
Ella rio con ganas, ese tipo de risa que mezcla picardía con seguridad. Dio un par de giros lentos, la falda aún subida, dejando que mis ojos recorrieran cada curva. Después se inclinó para alcanzar el bolso en el suelo, y sus pechos quedaron colgando, pesados, casi escapando del sujetador.
—Ay, este sujetador ya no sujeta nada… —se quejó con falsa inocencia. Al incorporarse, se acomodó las copas con ambas manos, levantándolas con descaro, como si no recordara que yo estaba ahí.
Volvió a mirarme, esta vez más seria, con un brillo oscuro en los ojos.
—¿Sabes lo raro que es probarse ropa delante de alguien que te mira así? —me preguntó.
—¿Así cómo?
—Comiéndome con los ojos.
No supe qué decir. Me quedé mudo, con el corazón golpeándome en el pecho. Ella dio un paso hacia mí, tan cerca que podía oler su perfume mezclado con el sudor leve de la tarde.
—Anda, cierra la cortina —me ordenó en voz baja, casi ronca.
Obedecí sin pensar. Ella volvió a subirse un vestido, despacio, como en una especie de espectáculo improvisado, mientras yo contenía la respiración. Cuando terminó, se rió de nuevo, más suave esta vez, y me dio un golpecito en el pecho.
—Ya está. Venga, vámonos, que si no me caliento de más.
Y salió como si nada, dejándome con la imagen grabada a fuego.
El viaje de vuelta fue en silencio, pero la tensión se podía cortar. En un semáforo, Carla apoyó la mano sobre mi muslo. Al principio pensé que era un gesto casual, pero sus dedos comenzaron a subir, lentos, seguros.
—Estás muy callado —dijo con una media sonrisa.
Yo tragué saliva, incapaz de responder. Cuando me detuve en un cruce, su mano ya estaba sobre mi entrepierna, palpando con descaro. Mi respiración se aceleró. No aparté la mano del volante, como si así pudiera disimular lo evidente. Carla aprovechó mi silencio y se inclinó más hacia mí, apoyando el codo en el reposabrazos.
—¿Sabes que llevo todo el día pensando en tu cara en el probador? —susurró—. Parecías un crío que ve tetas por primera vez.
Se rio bajito, mientras sus dedos trabajaban el cierre de mi pantalón con calma insultante. Cuando liberó mi erección, la rodeó con la mano y la acarició lenta, disfrutando de mi tensión.
—Siempre dura… —murmuró, casi divertida, pasándome el pulgar por el glande como quien prueba algo prohibido.
El coche seguía avanzando, pero apenas veía la carretera. Ella lo sabía: esa era su manera de tomar el control, de demostrar que podía desarmarme cuando quisiera.
—Conduce tranquilo —añadió, con un destello de picardía en los ojos—. Yo me encargo de lo demás.
Se inclinó hacia mí, con esa coleta rubia rozándome el vientre, y envolvió mi miembro con su boca caliente. Me estremecí, apenas podía controlar el volante. Sus labios se movían lentos al principio, luego más intensos, tragándome cada vez más profundo, mientras su mano masajeaba lo que no alcanzaba la boca.
El coche se llenó de mi respiración agitada y el sonido húmedo de su lengua. Carla me miraba desde abajo, con esos ojos brillantes, como si disfrutara de verme perder el control.
—¿Te gusta? —susurró entre lamidas, con un hilo de voz ronca.
CAPITULO 2
No pude aguantar mucho más. El orgasmo me sacudió con violencia, derramándome dentro de su boca. Ella tragó sin apartarse, lenta, como si no fuera la primera vez que hacía algo así. Después se limpió con la mano, se recolocó el escote y me dio una palmada en la pierna.
—Conduces muy bien bajo presión —bromeó, sonriendo como si nada hubiera pasado.
Yo seguí mirando la carretera, con la mente hecha un lío, sin saber si quería olvidarlo o repetirlo cuanto antes.
*
Lo de los probadores y lo del coche quedó flotando como un secreto mal guardado. Los días siguientes, Carla se volvió más descarada: comentarios a media voz, roces innecesarios en la cocina, su escote abierto a propósito cuando yo pasaba cerca. Una noche incluso entró en el salón con una bata ligera y nada debajo, para “buscar una manta”. Se inclinó demasiado al agacharse, y supe que lo hacía para que yo lo viera.
Yo intentaba resistirme, pensando en Irene, en la convivencia, en el desastre que sería si todo salía a la luz. Pero Carla parecía disfrutar de esa resistencia. Se acercaba, sonreía, y se iba como si nada, dejándome a medias, ardiendo.
Hasta que una tarde, con Irene trabajando, me llamó desde su habitación.
—¿Me ayudas con una cremallera? —preguntó.
Cuando entré, estaba de pie frente al espejo, con un vestido hasta medio muslo. Se lo bajó despacio, dejándolo caer al suelo. No llevaba nada debajo. Por primera vez la vi completamente desnuda.
Su cuerpo no era perfecto: las caderas amplias, el vientre con una línea suave que hablaba de años vividos, los pechos enormes, de pezones grandes y oscuros. Pero todo en ella era de una fuerza brutal, un cuerpo real, maduro, que imponía tanto como atraía.
Yo me quedé helado, entre la excitación y la culpa.
—Carla… no deberíamos. Irene… —murmuré, casi tartamudeando.
Ella se giró despacio, con esa sonrisa felina que ya me era familiar.
—Será nuestro secreto —dijo, caminando hacia mí con calma, sin intentar cubrirse.
Se detuvo a centímetros, dio media vuelta y me mostró el trasero. Lo movió apenas, provocador, dejándome ver la curva plena, madura, insolente.
—¿No te mueres de ganas de tocarlo? —susurró, sin mirarme.
Mi resistencia se quebró en ese instante. La rodeé con los brazos, la apreté contra mí, y el calor de su piel me golpeó como una descarga. Carla rio bajito, satisfecha, mientras mis manos exploraban sus caderas y mi miembro palpitaba duro contra sus nalgas.
—Así, suéltalo —me provocó al oído—. Yo también lo quiero.
La besé con furia, sin pensar más en Irene, sin pensar en nada. Nos dejamos caer sobre la colcha, torpemente al principio, entre besos que ya no eran suaves sino mordidos, húmedos, llenos de la rabia de haberlos contenido demasiado. Carla se tumbó de espaldas, abriendo las piernas con descaro, sujetándome del cuello para que no me apartara.
—Quiero que me veas —me dijo con un hilo de voz ronca, pero firme.
La miré. Sus pechos pesados se movían al ritmo de su respiración agitada, los pezones duros, morenos, casi desafiantes. El vientre blando pero vivo, con la piel tibia que invitaba a hundir la mano. Y más abajo, su sexo húmedo, abierto, de labios grandes, brillando ya con el jugo que la delataba.
No parecía una mujer insegura: se ofrecía completa, orgullosa, como si supiera que esa desnudez suya tenía más poder que cualquier perfección de revista.
Me incliné sobre ella, besándole el cuello, bajando despacio. Me detuve en sus pechos y los atrapé con las manos, pesados, llenos, dejando que mis labios rodearan primero uno y luego el otro. Carla gimió hondo, apretando mi cabeza contra su pecho.
—Así… muérdeme un poco —suplicó, y obedecí, sintiendo cómo su cuerpo se arqueaba bajo el mío.
Fui bajando, oliéndola, saboreando el surco de su vientre hasta llegar a su sexo. Lo lamí con avidez, sin prisas, hundiendo la lengua entre sus labios húmedos. Ella abrió más las piernas y me sujetó con las dos manos, guiándome, exigiéndome.
—Más… ahí, justo ahí —jadeó, temblando.
Su clítoris palpitaba entre mis labios, y yo lo recorría lento, después rápido, como marcando un ritmo que la iba enloqueciendo. Carla gemía sin pudor, su voz madura, rota, llena de urgencia.
Cuando no aguantó más, me empujó hacia arriba, mirándome a los ojos.
—Ahora dentro, por favor.
Me acomodé entre sus muslos, y al hundirme en ella solté un gruñido ahogado. Estaba caliente, apretada, húmeda hasta la exageración. Me recibía entera, como si su cuerpo me hubiera estado esperando.
Ella me rodeó con las piernas, clavándome las uñas en la espalda.
—Fóllame… —susurró en mi oído, y ese tono, mezcla de orden y súplica, me rompió por dentro.
La penetré fuerte, con embestidas largas, sintiendo cómo su carne me apretaba a cada golpe. Sus pechos rebotaban contra mi pecho, su boca me buscaba, me mordía. Me moví más rápido, más duro, hasta escuchar su grito breve, profundo, cuando se corrió debajo de mí, apretándome aún más dentro.
Yo no pude resistir mucho más: su cuerpo, sus gemidos, su olor, me arrastraron. Gemí su nombre, descargando con fuerza dentro de ella, mientras me aferraba a sus caderas como si fueran mi única ancla.
Nos quedamos así, jadeando, sudados, pegados el uno al otro, con el peso de lo que acabábamos de hacer latiendo en el aire. Ella sonrió, satisfecha, y me acarició el pelo como si hubiera logrado exactamente lo que buscaba.
—Nuestro secreto —me dijo, apenas audible.
*
Me desperté al día siguiente con una mezcla insoportable de satisfacción y vergüenza. La cama aún olía a Carla. Al cerrar los ojos, podía revivir el calor de su piel contra la mía, su voz ronca susurrándome al oído. Y sin embargo, cuando escuché a Irene moverse en la cocina, la conciencia me golpeó como un martillo.
Me repetí que había sido un error, un desliz provocado por la convivencia forzada, por la tensión acumulada, por la forma en que Carla sabía tocar teclas que yo mismo desconocía en mí. Pero el recuerdo se resistía a quedar archivado como algo aislado: volvía una y otra vez, como un fuego lento que no se apaga ni con agua.
Al bajar a desayunar, las encontré en la cocina, como si nada hubiera pasado. Sonrió con esa sonrisa amplia, franca, que ahora tenía otro peso para mí. Me preguntó por el café, por mis planes del día. Yo apenas podía sostenerle la mirada. Y entonces, en un descuido, mientras Irene buscaba algo en la nevera, Carla me rozó la mano. Fue apenas un instante, pero ese roce contenía la certeza de que lo nuestro no había acabado, de que iba a repetirse.
El dilema me carcomía: mi relación con Irene, el peligro de arruinar todo… y al mismo tiempo, la certeza de que si Carla volvía a buscarme, no tendría fuerza para negarme.
*
Pasaron un par de días hasta que ocurrió. Estábamos solos en el piso, Irene había salido a cenar con unas amigas. Carla entró a mi cuarto sin avisar, envuelta en una bata ligera.
—No me mires con esa cara de niño asustado —me dijo, cerrando la puerta—. Lo de la otra noche te gustó tanto como a mí.
Me quedé mudo. Ella se acercó, dejó caer la bata y quedó desnuda frente a mí, como si se despojara de cualquier resto de pudor.
—Mírame bien —ordenó, girándose despacio para mostrarme su espalda ancha, las caderas generosas, las nalgas grandes y firmes pese a la edad. Las movía apenas, provocándome, sabiendo lo que hacía—. ¿De verdad quieres fingir que no deseas esto?
El corazón me golpeaba en el pecho. No era solo atracción física, era el vértigo de estar cruzando un límite prohibido, el morbo de su madurez enfrentada a mi juventud.
Carla se acercó a la cama, me empujó suavemente hasta que quedé sentado y se arrodilló entre mis piernas. Su mirada era intensa, casi desafiante.
—Hoy quiero hacerte cosas que mi Irene nunca se atrevería —susurró.
Y me envolvió entre sus pechos grandes, pesados, apretando mi miembro con ellos, rozando la punta con su lengua. El contraste entre el calor de su piel y la humedad de su boca me arrancó un gemido que no pude contener.
Carla sonrió, complacida, y redobló el juego, moviendo sus pechos arriba y abajo, como si quisiera devorarme entera. Después, con un gesto felino, subió sobre mí y me miró fijamente.
—Ahora me vas a follar como si no hubiera mañana —dijo, bajando las caderas sobre mí, tragándoselo todo de golpe.
El peso de su cuerpo, su calor, la forma en que me cabalgaba con una mezcla de fuerza y control absoluto, me hicieron perder cualquier resto de duda. En ese momento no existía Irene, ni el mundo, ni el mañana: solo Carla, su sexo húmedo, sus gemidos maduros, y mi cuerpo rendido a su dominio.
*
Caímos sobre la cama casi al mismo tiempo, cuerpos encendidos, manos explorando sin pausa. Carla me rodeó con las piernas, apretándome contra ella mientras nos besábamos con la urgencia de quien quiere recuperar todo el tiempo perdido. Sus pechos grandes se presionaban contra mi pecho, los pezones duros, sus manos tirando de mi cabello mientras sus labios mordían los míos con fuerza.
Primero nos movimos juntos, ella encima, balanceándose con ritmo decidido, arqueando la espalda y marcando cada embestida con su cuerpo maduro y cálido. Sentía su calor, su humedad, cómo su carne se entregaba al movimiento y cómo sus caderas chocaban contra las mías con una sincronía casi violenta. Sus gemidos me atravesaban, mezclándose con los míos, haciéndonos perder cualquier noción de tiempo.
Después cambiamos. La puse boca abajo, apoyada sobre los codos, y la penetré desde atrás. Sus nalgas duras y redondas se movían al compás de mis embestidas, mientras sus manos se aferraban a las sábanas. Su respiración se volvió entrecortada, su piel brillaba de sudor, y cada gemido que escapaba de su garganta me dominaba y excitaba aún más.
Luego, la giré sobre un lado, sus piernas entrelazadas con las mías, y la penetración tomó un ángulo distinto, más profundo, más intenso. Carla me miraba, mordiendo el labio, jadeando con fuerza, mientras sus pechos se movían contra mi torso y su vientre se contraía con cada embestida. Nos movimos así varios minutos, probando distintos ritmos y presiones, buscando los límites de nuestro deseo y resistencia.
Finalmente, volvió a subirse encima, esta vez de lado, nuestras respiraciones mezcladas, nuestros cuerpos brillando de sudor. La sentí entregada y a la vez dominante, arqueándose y moviéndose con control, mientras yo la sostenía con fuerza por las caderas y los hombros. Los jadeos, los gemidos y las caricias se fundían en un ritmo salvaje y prolongado, hasta que ambos alcanzamos el clímax casi al mismo tiempo, temblando, aferrados, con la sensación de haber sido consumidos por completo.
Nos quedamos un instante pegados, cuerpos entrelazados, sudorosos y respirando con dificultad, conscientes de que habíamos cruzado otro límite, pero satisfechos, saciados y aún ardiendo de deseo.
*
Durante días viví como en un desdoblamiento. Con Irene, seguía mi papel de novio entregado, compartiendo risas, cenas rápidas, confidencias. Pero cada vez que me cruzaba con Carla, aunque fuese de refilón, sentía el calor subir por la piel. Ella jugaba con eso: un comentario inocente, un roce disimulado, un guiño cuando Irene no miraba. Y yo, en lugar de alejarme, lo esperaba.
Me prometía que sería la última vez, que debía cortar de raíz, pero el recuerdo de su cuerpo me perseguía incluso en sueños. Cuando despertaba, excitado y con la conciencia ardiendo, me repetía que no podía seguir. Y sin embargo, cada vez que ella aparecía, con esa sonrisa amplia y esa mirada oscura, volvía a caer.
*
Una noche en que Irene salió de viaje por trabajo, Carla y yo nos quedamos solos. Intentamos mirar la tele, como si nada, pero era inútil: la tensión se mascaba en el aire. Ella me rozaba la pierna con la suya, sonriendo. Yo le aguantaba la mirada, ya sin fuerzas para disimular.
—¿Vas a hacerme esperar mucho más? —me dijo en voz baja, antes de lanzarse a besarme con una avidez que me desarmó.
Nos desnudamos a trompicones, entre jadeos y risas nerviosas. Carla me recibió con las piernas abiertas, su sexo húmedo y maduro me engulló como un hambre antigua. La follé con rabia contenida, ella me cabalgó con esa fuerza suya, con esa experiencia que me volvía loco.
Pero en medio del frenesí, sentí que algo se quebraba dentro de mí. Ya no quería que fuera ella quien llevara las riendas. La giré bruscamente, la puse boca abajo en la cama, sujetando sus muñecas contra el colchón.
—Ahora mando yo —le susurré al oído, casi sin reconocer mi propia voz.
Carla soltó una risa ronca, entre desafiante y excitada.
—A ver si es verdad.
La penetré con fuerza, sintiendo su espalda arqueada bajo mi pecho, sus nalgas llenas y generosas chocando contra mí. La empujaba con una intensidad casi violenta, como si quisiera dejar una huella en ella que no pudiera borrar.
Y en un arrebato, guiado por el instinto más oscuro, bajé mi mano, humedecí su entrada trasera y apunté allí con mi miembro duro. Carla tensó todo el cuerpo.
—¿Qué haces…? —preguntó, con la voz entrecortada.
—Calla —le ordené, sujetándola con más firmeza.
Ella gimió y movió la cadera, intentando apartarse, pero la sujeté suavemente, dejando que se apoyara sobre el colchón mientras yo la palpaba despacio, humedeciendo mi miembro con su calor y sus propios fluidos.
—Dios… esto es enorme —se quejó, mordiendo la almohada—. Ni siquiera sé si… ¡ay!… si voy a poder.
—Con calma —le dije, apoyando una mano en su espalda y la otra en su cadera—. Yo voy a ir despacio, tú solo relájate.
Intenté introducirme un poco, y ella gritó, arqueando la espalda:
—¡Más despacio! ¡Por favor! —sus palabras estaban mezcladas con gemidos de dolor y excitación.
Empujé poco a poco, venciendo la resistencia de su ano prieto. Ella gimió, al principio de incomodidad, de dolor. Intentó apartarse, pero la sujeté fuerte, murmurándole al oído:
—Déjate… quiero hacerte mía de verdad.
Cada centímetro que entraba era un pequeño desafío. Carla bufó, se tensaba y luego cedía apenas, y yo ajustaba la velocidad, esperando a que sus músculos se relajaran. Sentí cómo se aflojaba finalmente, arqueando la espalda y dejándose dominar. Su respiración se volvió profunda, sus manos apretando las sábanas mientras yo la penetraba con firmeza, manteniendo el control sin aflojar, y ella gemía cada vez más fuerte.
—¡Más… sí, así! —jadeó entre gemidos, dejándose llevar—. No pensé que pudiera ser… tan… intenso.
La mezcla de resistencia, dolor inicial y luego placer puro la hacía arder de forma brutal. Su culo duro y redondo me recibía, cada envite era un choque de carne y deseo, y sus palabras, entre quejas y suspiros, solo aumentaban mi dominio y excitación.
—Eres increíble —susurré, hundiéndome más profundo, sintiendo cómo su cuerpo se ajustaba al mío con un calor casi sobrenatural—. Me tienes completamente loco…
Su respiración se volvió entrecortada, un gemido mezcla de sufrimiento y placer. Cuando al fin la tuve entera, sentí su cuerpo ceder bajo el mío, rendido, y la embestí con una fuerza que me sorprendió a mí mismo. Sus músculos cedieron y la intensidad se volvió casi insoportable, Carla arqueó la espalda y sus gemidos se mezclaron con mis propios jadeos. Su cuerpo se adaptaba a cada empujón, sus nalgas duras y redondas rebotando bajo mi impulso, pero en sus ojos vi otra cosa: un destello de sorpresa, de incomodidad.
—Dios… —jadeó, con la respiración entrecortada—. No sé si… si debería estar disfrutando tanto…
Sentí un escalofrío. Su cuerpo temblaba y se movía con pasión, pero su mente parecía otra: crispada, luchando contra la entrega que yo había tomado.
—Carla… —susurré, bajando un poco el ritmo, tratando de reconectar con ella—. ¿Está bien?
—Sí, pero no… me gusta… y… no sé.
Cada movimiento hacía que su placer y su sufrimiento se mezclaran de forma brutal. Sus palabras entre gemidos eran un recordatorio de que yo había cruzado un límite. Su rostro, apoyado en la almohada, se contraía entre placer y queja.
Finalmente, el orgasmo la tomó con fuerza, y su cuerpo se estremeció bajo el mío. Sus nalgas se apretaban alrededor de mí verga, cada contracción acompañada de un gritito de placer mezclado con culpa. La sensación era brutal, cruda, y me arrastró a mí también al límite.
Cuando me corrí dentro de ella, ambos quedamos exhaustos, pegados, sudorosos, con los cuerpos entrelazados. Pero la sonrisa que podría haber esperado no estaba. Carla permaneció inmóvil, respirando con fuerza, mirando el techo, con los ojos brillantes pero cargados de tensión.
—Creo… que hemos ido demasiado lejos —murmuró finalmente.
Me separé un poco, sintiendo la culpa atravesarme. Su cuerpo había disfrutado, su carne había cedido, pero su mente se resistía. Y yo, mientras acariciaba su espalda temblorosa, entendí que lo que había ocurrido nos había unido en lo físico pero nos había dejado un vacío, un resquicio donde el deseo y la culpa cohabitaban, recordándonos que lo prohibido siempre deja marcas.
*
Durante los días siguientes, algo cambió entre nosotros. Carla parecía retraída, más prudente, evitando mis miradas largas y mis comentarios con doble sentido. Lo que antes era un juego, una provocación constante que nos excitaba a ambos, ahora la abrumaba. Sus gestos eran medidos, su sonrisa menos espontánea, y cada roce accidental parecía cargar un peso que antes no tenía.
Yo notaba su tensión y eso, paradójicamente, me aliviaba. La intensidad del encuentro anal, el poder que habíamos intercambiado, ya no era solo un recuerdo excitante: era un recordatorio de que habíamos cruzado límites peligrosos. Mientras ella se acicalaba frente al espejo del salón, tratando de recomponerse, yo me sentaba a la mesa, intentando recomponer también mi cabeza, pensar en Irene, en la rutina, en cualquier cosa que no fuera la memoria de su cuerpo sometido a mi impulso.
—¿Todo bien? —le pregunté una mañana, al verla desayunar con cuidado, evitando tocarme siquiera la mano—. Pareces… distante.
Carla me miró de reojo, con esa expresión entre culpable y preocupada que ahora me resultaba extrañamente seductora y dolorosa a la vez.
—No sé si estoy bien —dijo finalmente—. Esto… esto se ha vuelto demasiado real. Lo que antes era divertido… ahora me da miedo.
Sentí un nudo en el estómago. Su miedo no era solo a mí, sino a lo que habíamos hecho y a lo que habíamos abierto dentro de ambos. Los días siguientes pasaron entre silencios cargados y pequeñas conversaciones, intentando normalizar la convivencia, pero todo parecía teñido de la tensión que ninguno de los dos podía ignorar.
Para mí, fue un alivio en cierto modo. Podía respirar sin la constante presión de sus provocaciones, podía ordenar mis pensamientos y recomponer mi rutina. Pero cada vez que la veía, su cuerpo y esa sombra de deseo reprimido me recordaban que lo que había ocurrido no se borraría fácilmente. La grieta entre nosotros estaba ahí, invisible pero profunda, y nos obligaba a caminar sobre un terreno resbaladizo, donde cada gesto podía reabrirla.
*
Cuando más obras del piso de Carla terminaron, celebramos una cena de despedida extrañamente normal. Los tres juntos, Carla, Irene y yo, compartiendo risas, anécdotas, brindis, como si nada hubiera pasado. Carla parecía ligera, más relajada que en los últimos días, recuperando esa energía que siempre la caracterizaba. Yo intentaba mantener la compostura, disfrutando de la conversación, de los pequeños gestos familiares que devolvían cierta calma a la casa.
Pero ya de madrugada, cuando Irene dormía, me levanté para tomar agua y la encontré en el salón. Estaba sentada en el sofá, con la bata apenas cerrada, el cabello despeinado cayéndole sobre los hombros. Me miró y sonrió con esa mezcla de desafío y complicidad que nos había definido desde el principio.
—No podía dormir —dijo suavemente—. Y tú tampoco deberías quedarte solo con estos recuerdos…
Antes de que pudiera reaccionar, se inclinó hacia mí. La boca cálida y húmeda me atrapó, y de inmediato comprendí que aquello era su despedida. Empezó con lentitud, probando mi reacción, mientras yo me dejaba llevar. Sus manos recorrían mis caderas, subiendo y bajando, sus labios me envolvían con insistencia, con hambre contenida.
—Esto es… —murmuré entre jadeos, sin poder apartarla ni pensar en las consecuencias.
—Sí, esto es nuestro último juego —susurró—. Vuelvo a ser la madre de Irene. Tú suegra. Se acabó todo.
Apenas tuve tiempo de asentir antes de que su boca intensificara la presión, el ritmo y la profundidad. Cada movimiento era medido, largo, calculado para que yo no pudiera ni resistirme ni pensar. Su lengua, su calor, su control absoluto sobre mí, me hicieron perder la noción del tiempo y del espacio.
—Recuerda… esto no se repite —dijo entre gemidos, mientras me recorría con cada gesto.
Sentí cómo me consumía, cómo mi cuerpo se tensaba al borde del clímax, y finalmente me corrí, completamente entregado, mientras ella me absorbía hasta el final, dejándome exhausto y temblando.
Cuando nos separamos, Carla se recostó junto a mí, sonriendo débilmente, con la respiración agitada.
—Vuelvo a casa —dijo con un suspiro—. No hay más secretos.

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