Mi marido ve cómo mi jefe se corre en mi coño
Me llamo Magdalena, y soy una mujer muy religiosa. Mucho y de verdad. No sólo disfruto los rituales y la vida comunitaria, sino que he dedicado mi vida completa a la Palabra. En mi familia, en cada decisión que tomo, en los momentos malos para buscar consuelo y en los buenos para celebrar, en el ocio y en el trabajo. Soy la project manager de una editorial cristiana. Mi marido es uno de los principales autores, y mi jefe es un ex novio de la facultad.
No siempre ha sido así. Soy una española normal, de familia plenamente apartada de cualquier iglesia. Mis padres estaban bautizados, claro, pero yo me bauticé a los 21 años, en 2017. Fui yo quien buscó, estudió y encontró, tanto en la fé como en la iglesia y en mi actual modo de vida, una salida al caos que fueron mi infancia y adolescencia. Mejores principios, la luz de Dios en mi corazón y el apoyo de la comunidad más importante del mundo. Cosas que elegí a pesar de mi estúpido entorno y que siempre defenderé.
…
De hecho, padre, estoy segura de que Dios me tocó ayer el corazón y el coño. Me susurró al oído para hacerme decir cada uno de los “síes” que mi cuerpo dijo por mí, y el acierto de acabar chillando “córrete dentro, préñame, préñame, préñame…” para volverlo loco. Incluso fue Cristo quien me hizo seguir chillando más y más mientras mi marido aparecía en la puerta de la oficina y me miraba con los ojos como platos, incapaz de creer lo que estaba viendo. Querían que mi familia fuese mejor, que yo fuese mejor. Unas horas antes rechacé a Germán, pero él también fue tocado por la divinidad para tener el valor de tomarme, quisiera o no. Y ahora todos seremos mejores gracias a eso.
Cuando mi esposo apareció en la puerta de la oficina, yo estaba con las tetas colgando, apoyada en la mesa de reuniones. Germán, mi jefe, me azotaba los muslos con los cojones y el culo con la mano, mientras me sujetaba del cuello y me tiraba de la boca hacia abajo con el pulgar. Y yo se lo chupaba a lenguetazos como podía, jadeando y, a decir verdad, con cara de subnormal.
Me empecé a correr en cuanto vi a mi marido tras una pared acristalada, con la mano en el pomo de la puerta, también de cristal. Cristal limpio como una patena, además. Y no dejé de mirarle, sólo grité aún más fuerte mientras me seguía corriendo. Seguí repitiendo “préñame, préñame, lléname la panza de huesos, dame un bombo…” miŕando a los ojos a Alfonso, y las palabras se convirtieron en rugidos mal balbuceados, por la dificultad para hablar salpicando babas mientras tiras lenguetazos a un pulgar que no te deja pronunciar (sin ir más lejos, la “p” de “préñame”, mensaje fundamental) y se te clava en la mandíbula inferior, abriéndote la boca en una mueca que, para mi esposo Alfonso, debió resultar bastante fea.
Hace mucho que Alfonso y yo no hacemos el amor. Desde que nació mi hija Alba, concretamente. Tras el primero, Cayo, sí continuamos, pero ya la cosa renqueaba. En los últimos tiempos somos a duras penas socios de crianza.
Desde hace un mes, de hecho, dormimos en camas separadas. Y, ciertamente, no sólo se lo comenté a Germán, sino que comencé a presentarme más guapa y escotada en la oficina. A pasar más tiempo y a hacer algo de caso de sus requiebros.
Como mujer tradicional, necesito una familia, y necesito un hombre. Y un hombre tiene que cumplir en muchos aspectos, tanto al menos como yo. Soy una mujer trabajadora, un ama de casa plena, y cada noche estoy lista para ser adecuadamente usada.
Pero no me usa, el imbécil.
Al principio, realmente, no pensaba acostarme con mi jefe. Sólo quería probarme y saber si seguía siendo atractiva. Descubrí que mi mala disposición con los hombres era lo que les impedía echárseme encima, al menos a hombres de verdad como Germán.
Al final, claro, se hartó. Porque, aunque no me daba cuenta en ese momento, sí estaba buscando una mejor familia. Un hombre mejor.
Y German, ayer, se hartó. Vino con una cerveza del almuerzo, y me arrinconó en su despacho. Se me tiró a la boca a lenguetazos mientras me agarraba de las nalgas y trataba de abrir mi blusa. Me pilló por sorpresa y tardé bastante en reaccionar. Le dio tiempo a echarme mano al coño y a sacarse la polla, que, dicho sea de paso, es bien pero bien gorda. En realidad, se sacó directamente la polla y los huevos.
Y me zafé para ir al baño a echarme agua. Pero no me recoloqué bien ni la blusa ni la falda, la verdad. Estaba un poco ida al haber palpado el miembrazo de Germán, que recuerdo perfectamente, porque ha sido la polla que más he chupado en mi vida. Me volvía loca. Iba a su residencia sólo a mamársela y tragarme la lechaza.
Cuando salí, le ofrecí un café, pidiéndole que se calmara. Pero estaba sentado en su silla de despacho azotándose la polla, con los pantalones por los pies. Le traje el café igualmente, y le eché el azúcar como siempre. Me costó bastante sacar la vista de su nabo.
Fui a arreglar la sala de reuniones y me di cuenta de que la blusa estaba manchada de café. Me la estaba mirando cuando Germán se acercó por detrás y empezó a comerme el cuello. Intenté frenarlo, pero no pude. Me levantó la falda y me arrancó la blusa.
Y empezó a azotarme las nalgas sin parar, como hacía en la universidad. A veces me corría sólo con azotes.
No tardó mucho en apartarme las bragas a un lado y empezar a follarme. Pero sí duró mucho. Se inclinó sobre mí, aplastando mi cara contra la mesa e insultándome mientras sentía el frío de la madera en mis pezones.
Y mientras me percutía y yo le llamaba cabrón, violador, cerdo, y le aseguraba que iba a denunciarle, me di cuenta de que necesitaba un hombre así en mi vida. Sería un mejor ejemplo para mis hijos.
Por eso, cuando empezó a lamerme la oreja mientras me asfixiaba con las dos manos, com siempre me encantó que hiciese, estuve atenta. Empezó a trabajar el ojete como antaño, pero eso no lo iba a permitir. No soy una zorra, no follo gratis.
Y por ese motivo empecé a hacer que me embistiese pensando en mi coño lefado y en hacerme una panza.

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