Mi esposa se empodera sexualmente y se vuelve Puta
La frivolidad de mi vida se rompió un domingo cualquiera, en una reunión de amigos, pero para entender cómo llegamos hasta allí debo remontarme al principio, a la primera vez que vi a Paloma. La conocí en un cumpleaños, de esos donde el alcohol y la música hacen que hasta los más tímidos bailen como si estuvieran poseídos. Luego salimos, al principio todo fue perfecto. Paloma tenía esa forma de mirarme como si yo fuera el único hombre en la sala, y a mí me bastaba con eso para sentirme invencible. Tenía carácter, sí, pero lo equilibraba con una ternura inesperada. Podía discutir sobre cualquier cosa —el sabor del vino, la política, el horario de la película— y al minuto desarmarme con una sonrisa. Vivíamos de bares, de escapadas, de planes improvisados. Y yo, que nunca me había considerado romántico, me descubrí sorprendiéndola con flores o con viajes de fin de semana.
La convivencia llegó pronto. Nos lanzamos sin pensarlo demasiado. Primero alquilamos un piso en el centro, con más encanto que espacio, y comenzamos a compartir no solo los buenos momentos, también las rutinas. Y fue allí donde comenzamos antes de casarnos. Paloma era desordenada, caótica, pero con una seguridad en sí misma que hacía que pareciera parte de su encanto. Yo era más rígido, metódico, obsesivo con ciertos detalles. Ella lo encontraba gracioso al inicio, pero poco a poco fue cansándola.
Y estaban sus amigos. Un círculo de gente con aires de suficiencia, artistas frustrados, empresarios niñatos hijos de Papá, hombres y mujeres que se pavoneaban en cenas y tertulias de café. A mí no me caían bien. Me parecían arrogantes, superficiales. Ella, en cambio, disfrutaba de esa admiración que le daban, de esas risas compartidas. “Son solo amigos”, me decía. Pero a mí me hervía la sangre cuando veía cómo alguno se inclinaba demasiado al hablarle o le tocaba el brazo con excesiva confianza.
Los celos, claro. Esa palabra que siempre parece ajena hasta que te toca. Yo me descubrí celoso, y lo peor, incapaz de disimularlo. Una mirada mía podía arruinarle la noche. Ella me acusaba de exagerado, yo me defendía diciendo que era respeto. Cada discusión acababa igual: con ella saliendo de la habitación y yo fumando en la ventana, sintiendo que algo se nos escapaba de las manos.
Pasaron los meses, nos casamos. Entre el amor y el desgaste, entre la pasión y la rutina. Y así llegamos a aquel domingo, el de la barbacoa. Habíamos invitado a un grupo de amigos a casa. Todo parecía normal. Yo encendía el carbón, ella preparaba las ensaladas. El sol caía justo, la carne chisporroteaba en la parrilla, las cervezas corrían de mano en mano. El ambiente era relajado… hasta que sonó el timbre.
Fue Paloma quien abrió la puerta. Y apareció él. Alejandro. No necesitó presentación: la familiaridad con la que la saludó bastaba para encender todas mis alarmas. Entró con una sonrisa de suficiencia, como si la casa también fuera suya. La rodeó con un brazo demasiado confiado, y juntos caminaron hasta el fondo del jardín, justo al banco bajo el árbol. Estaban apartados, pero a la vista de todos.
El murmullo entre los invitados fue inmediato. Nadie decía nada en voz alta, pero todos lo veían. Y yo también. La mano de ese tipo en su cintura, inclinándose para susurrarle algo al oído. Ella reía. Una risa nerviosa, quizás, pero risa al fin y al cabo. Sentí que la sangre me hervía en las venas.
Me levanté despacio. Caminé hacia ellos con un paso firme, tratando de no perder el control. Paloma me vio acercarme, se tensó. Lo noté en sus hombros, en su mirada que pedía contención.
—Paloma —dije con voz baja pero dura—, tienes dos opciones: acompañar a tu amiguito hasta la puerta y despedirlo… o dejar que lo haga yo a trompadas.
—Carlos, no seas irracional —intentó frenarme, pero ya era tarde.
Alejandro se puso en pie, desafiante, como si esperara ese momento. No me dijo nada, pero su mirada me retaba. Paloma, rápida, se interpuso entre los dos.
—Alejandro, por favor —dijo, agarrándole del brazo, como si supiera que la pelea era inminente—. Vamos, acompáñame.
Y así lo sacó, casi arrastrándolo hacia la puerta. Yo me quedé allí, con la rabia latiendo en el pecho, mientras los invitados comenzaban a levantarse con excusas torpes. La fiesta se disolvió en minutos. La comida quedó servida en la mesa, intacta, como un símbolo del almuerzo arruinado.
Cuando por fin la casa quedó en silencio, Paloma entró a la cocina con todo el descaro del mundo.
—No aguanto más tus celos —dijo, cruzándose de brazos—. Cada día estás peor.
—Y yo no aguanto tu descaro —contesté, fulminándola con la mirada—. Cada día estás más pu…
—Ni se te ocurra decirlo —me cortó, molesta, con los ojos brillando de ira.
La tensión era insoportable. Tomé las llaves del coche de la repisa y, sin mirarla de nuevo, desaparecí de la casa. El portazo resonó como un punto final.
Y así, con un golpe seco de madera, comprendí que lo que habíamos construido, lo que alguna vez me pareció eterno, se tambaleaba en un hilo delgado, a punto de romperse.
Mientras conducía recordé la primera vez que vi a Paloma en el cumpleaños de Estela, su prima. Aquella tarde no tenía planes y estuve a punto de no ir, pero terminé dejándome arrastrar por la insistencia de un amigo común. Recuerdo que la fiesta estaba llena de caras conocidas y otras tantas desconocidas. Entre la música alta y las risas, la vi entrar. Llevaba un vestido sencillo, nada ostentoso, pero era imposible no mirarla. No fue solo su sonrisa, fue la manera en que iluminaba la sala. Estela nos presentó, y apenas cruzamos un par de frases, supe que algo distinto empezaba.
Un mes más tarde ya éramos inseparables. Pasábamos horas juntos en la universidad, ella con sus apuntes de administración, yo con mis proyectos de ingeniería e informática. No siempre era fácil coincidir: su carácter extrovertido contrastaba con mi forma más reservada, pero precisamente por eso nos complementábamos. Mientras yo buscaba el orden, ella me enseñaba a soltarme; mientras ella improvisaba, yo le mostraba la importancia de planificar. Nos graduamos casi al mismo tiempo, con orgullo y proyectos en mente. Y apenas dos meses después de terminar la carrera, planeamos la boda.
La ceremonia fue sencilla, rodeada de familia y amigos. Paloma estaba radiante; yo, nervioso pero feliz. Comenzamos nuestra vida en común en un piso y luego nos mudamos a una casa que elegimos juntos, pero cuya inicial yo pagué. También la remodelación salió de mis ahorros. No me importaba. Sentía que todo lo hacía por nosotros, por construir un hogar sólido. Durante tres años, pensé que lo habíamos logrado. Me consideraba un hombre feliz, con un matrimonio estable, con la mujer que había soñado desde aquella fiesta en casa de Estela.
Hasta la barbacoa. Ese domingo cambió todo.
Después de la discusión, de los invitados huyendo y del portazo que me llevó a la calle, no sabía a dónde ir. Llamé a Gerardo, mi mejor amigo. Él siempre había sido mi confidente, el hermano que la vida me regaló.
—¿Dónde estás? —me preguntó al contestar.
—Cerca de tu casa. ¿Nos vemos en el bar de la esquina?
—Voy para allá.
Nos encontramos media hora después. El bar estaba medio vacío, con olor a fritanga y televisión encendida en un partido sin importancia. Me dejé caer en la silla frente a él y pedí un whisky doble.
—Cuéntame —me dijo, serio.
Y le conté todo. Desde la llegada de Alejandro, la mano en la cintura de Paloma, los murmullos de los invitados, mi explosión contenida, hasta la pelea frustrada en el jardín y las palabras de fuego en la cocina. Gerardo escuchaba en silencio, solo asintiendo de vez en cuando.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó cuando terminé, apoyando los codos en la mesa.
Me quedé callado unos segundos, mirando el vaso entre mis manos.
—Le daré una última oportunidad. Quiero saber por qué lo hizo.
Gerardo respiró hondo y negó con la cabeza.
—Entiendo, hermano. Pero prepárate. Por lo que me cuentas, ella parece tramar algo. No es solo una imprudencia. Hay algo más detrás.
No respondí. Solo bebí un sorbo más, sintiendo que las palabras me taladraban.
Cuando por fin regresé a casa, el silencio me golpeó de nuevo. Paloma estaba en el sofá, como si nada hubiera pasado. Ni una lágrima, ni un gesto de arrepentimiento. Solo la calma de quien espera la próxima jugada.
—Tenemos que hablar —dije con tono sereno pero firme.
—¿De qué? ¿De tus inseguridades? —replicó alzando la barbilla.
—No. De mis límites como marido. De tu respeto al matrimonio.
Suspiró, levantando una ceja, con un aire que me heló la sangre.
—¿Y qué quieres? —preguntó con tono cortante.
—Saber qué pretendes con todo esto.
Fue entonces cuando lo soltó, sin rodeos, sin adornos.
—Necesito una vida social más activa.
—¿Qué significa eso? —pregunté, sintiendo la rabia asomando.
—Que necesito salir, distraerme, sentirme vista, adorada, complacida.
Las palabras me atravesaron como cuchillas.
—¿Me estás diciendo que necesitas acostarte con otros? ¿Que yo no te satisfago?
—No, no así —negó, con un gesto impaciente—. Solo digo que necesito salir, distraerme. Y no necesariamente estar con otro.
Me incliné hacia adelante, buscando sus ojos.
—Para tenerlo claro: me dices que necesitas un matrimonio abierto, donde puedas a salir con otros, pero según tu no te acostarás con ellos. ¿Es así?
—Algo así.
Sentí que el suelo se movía bajo mis pies.
—Dime algo, Paloma… y si se diera la ocasión, ¿qué harías? ¿Tendrías sexo?
Se quedó callada unos segundos. Esa pausa valió más que cualquier palabra.
—No… no lo sé —respondió al fin.
Me quedé mirándola, incrédulo. No me molesté en seguir. Me di media vuelta y caminé hasta el cuarto de invitados. Cerré la puerta tras de mí y me dejé caer en la cama, con el corazón golpeando como un martillo. La casa, que había soñado como nuestro refugio, se me antojaba ahora una prisión de silencio.
Y allí, entre las paredes frías, entendí que algo en mi matrimonio había cambiado para siempre.
Los días siguientes me acerqué al club de golf donde trabajaba Paloma, un lugar extraño para mí. Nunca me gustó. No era más que un campo de prácticas para principiantes, un sitio con luces blancas que cortaban el ambiente y un elegante bar terraza que cerraba a medianoche. Allí se reunían niños pijos y ejecutivos habituales. Sin embargo, para Paloma era casi un segundo hogar. Ella lo llamaba su refugio, su espacio social, su “aire libre”. Yo nunca lo discutí demasiado. Pensaba que tarde o temprano volvería a casa, y durante un tiempo así fue. Aunque en honor a la verdad nunca antes de la una de la madrugada
Pero después de la pelea de la barbacoa, algo cambió. Paloma comenzó a llegar cada vez más tarde. Al principio a las tres, luego a las cuatro , hasta que la norma se volvió verla aparecer a las cinco de la mañana. Yo me decía a mí mismo que debía confiar, que tal vez eran solo amigos, que quizás buscaba distraerse del mal momento. Pero la sospecha me carcomía como un ácido.
Una noche decidí no quedarme esperando. Me estacioné frente al club, en un lugar discreto. Pasaron los minutos, las luces del bar se apagaron, los últimos clientes salieron y el silencio se hizo. Y entonces la vi. Paloma salió riendo, con el mismo vestido con el que había salido de casa, pero ahora del brazo de Alejandro, el maldito de la barbacoa.
Mis puños se cerraron en torno al volante. Sentí cómo la sangre me golpeaba las sienes, pidiendo salida. Tuve que tomar aire para no bajarme del coche y partirle la cara a los dos allí mismo. Me limité a seguirlos con las luces apagadas, a una distancia prudente.
El coche de Alejandro se detuvo frente a un motel barato, de esos con luces de neón parpadeantes. Mi corazón se hundió. ...fin del primer capitulo...
Capitulo 2
Cuando los vi desaparecer dentro al rato salieron abrazados el llevaba una llave con un distintivo de color amarillo, subieron unas escaleras y la tercera puerta a la izquierda en el primer piso se abrió, no necesité ver más. Pero me obligué a esperar. Tras un rato subí y al estar todo en silencio escuché los gemidos de Paloma acompañado del plos plosh plosh choque de pelvis en la cama. Regrese al coche, dos horas después salieron, abrazados, dándose besos él con la mano puesta en su trasero sin disimulo. Ella reía, sujetada por la cintura como si ya fuera suya.
Tras Reanudar la marcha volvieron al club. Allí Paloma se subió a su coche, con la tranquilidad de quien no debe explicaciones, y se puso rumbo a casa. Por mi parte esperé media hora antes de entrar. No quería verla, ni escuchar su voz. Sin embargo, cuando por fin crucé la puerta, allí estaba, en la cocina, con un vaso de leche en la mano.
—Hola —dijo con tono suave, casi ensayado. Cualquiera que la viera pensaría que venía de revisar una contabilidad y no de haber estado a cuatro patas en un motel
No respondí. Fui al grifo, llené un vaso de agua y lo bebí de un trago. Luego me giré, dispuesto a desaparecer rumbo al cuarto de invitados.
—¿Dónde estabas? —preguntó ella, intentando sonar casual.
—¿Acaso importa?
—Claro que importa, Carlos. Estamos casados.
Solté una carcajada irónica, seca.
—¿Y tú dónde estabas? Inquirí
Ella tartamudeó.
—Yo… bueno… estaba con unas amigas. Al cerrar el club fuimos a tomar algo.
La miré con desprecio, ese desprecio que hiere más que cualquier grito. Me di media vuelta para irme.
—¡Joder, dime dónde estabas! —insistió.
—Carlos, coño, no me has respondido.
Me detuve un instante, volví la cabeza y solté con frialdad:
—Estaba rezando en la iglesia.
—¡No me mientas! —me gritó, perdiendo el control.
—Si tú puedes mentir, ¿por qué yo no? —espeté antes de desaparecer por el pasillo.
El silencio que quedó atrás fue más pesado que cualquier pelea.
Tres semanas después del quiebre, recibí una llamada inesperada. Era Estela, la prima de Paloma.
—Carlos, soy yo… ¿cómo estás?
—Regular —respondí con la sinceridad de quien ya no tiene fuerzas para fingir.
—Imagino… Carlos, necesito hablar contigo.
—Si es para interceder por tu prima, no te molestes. Esto está más muerto que vivo.
—No, no es eso. Solo… hablemos, ¿vale?
Estela siempre había sido cortés conmigo. Ella sí se acordaba de felicitarme en cada cumpleaños, cosa que Paloma no siempre hacía. El año pasado apareció dos días después con un regalo, diciendo que se le había olvidado. En fin, que acepté.
—¿Dónde? —pregunté, sin ganas de alargarlo.
—¿Te acuerdas de la cafetería donde solíamos estudiar?
—¿La que está frente al Parque Norte?
—Sí. ¿Te va bien a las once, mañana?
—Vale.
Cuando crucé la sala esa mañana, Paloma estaba en la cocina desayunando.
—Hola —dijo, como intentando detenerme.
La única respuesta fue el portazo seco tras de mí.
La cafetería seguía igual que en antaño, con el olor a pan tostado y café recién hecho. Estela ya estaba allí, esperándome con una sonrisa nerviosa. Me senté frente a ella, y apenas pedimos, mi teléfono comenzó a vibrar. Una, dos, cinco, diez notificaciones.
—¿Es ella? —preguntó Estela, mirando el móvil sobre la mesa.
—Sí.
—¿Qué vas a hacer? ¿Le darás otra oportunidad?
La miré fijamente, con la amargura concentrada en un suspiro.
—Cuando me dijo que necesitaba “una vida social más activa” para verse con otros, supe que nuestro matrimonio había finalizado. Así que no. No voy a darle oportunidades.
Estela se inclinó hacia mí, seria.
—Entonces ¿por qué aún sigues allí?
Bajé la mirada.
—esperaba su explicación. Tal vez un “perdóname” como cierre. Creo que los heridos necesitamos esa respuesta: ¿por qué destruiste mi mundo si durante cuatro años me desviví por ti? Pero las respuestas nunca llegaron y a estas alturas me da igual.
Ella me observó con compasión, y entonces soltó algo que me heló la sangre.
—Carlos… ella siempre fue así. En la universidad, mientras salía contigo, también se veía con otro.
Sentí un golpe en el pecho.
—¿Qué?
— Si, yo callé para evitar líos. Pero cuando ustedes se casaron, su hermana Isabel y yo la enfrentamos amenazando con decírtelo todo. Paloma asustada nos prometió que no lo haría más, y que nunca te enterarías. Dijo que eso era solo sexo, que en su corazón solo estabas tú, pero que la adrenalina de estar con otro la superaba. Nos prometió que iría a terapia, que intentaría cambiar, para salvar su matrimonio..
Me quedé en silencio, procesando.
—Nunca fue a terapia ¿cierto ?
—No. Carlos, cuando supe que todo había explotado, llamé a Isabel, que como administradora jefa del club sabe todos los líos de su hermana. Me dijo que lleva un año saliendo con Alejandro, pero que además de él… había estado con dos más.
El café se enfrió entre mis manos.
—¿Por qué me cuentas esto ahora? —pregunté con un hilo de voz.
Estela dudó, luego respiró hondo.
—Porque… porque yo también tengo que confesarte algo. Cuando le dije a Diego que te invitara a mi cumpleaños hace años, era porque me gustabas. Mucho. Quería estar contigo todos los días, el verte en clase me tenía loca. Pero mi prima se adelantó y yo… me aparté.
Mis ojos se clavaron en los suyos. Ella hablaba rápido, nerviosa.
—He llevado tres años esperándote. Sé que no es el momento ni el lugar, pero no quiero seguir callando. A veces pienso que, si hubiera hablado antes, ahora estaríamos juntos.
No supe qué decir. Apenas alcancé a murmurar:
—Tú también me gustabas. Pero Diego era mi amigo y estaba locamente enamorado de ti. Además, cuando apareció tu prima, te desapareciste.
—Yo y Diego éramos amigos. Le dije que sí cuando te vi con Paloma, creí que al verme con el sentirías celos —dijo bajando la mirada. Fui una estúpida enamorada, días después le conté la verdad y corté con el.
Respiré hondo. - lo siento, si lo hubiera sabido tal vez.
-tranquilo — dijo cortando mi explicación — eso es pasado
Se hizo un silencio incómodo
—Estela … tengo que ser sincero, ahora mismo no puedo iniciar nada. Entre el divorcio y todo lo que ello conlleva, estoy roto
—Lo sé, lo sé —respondió rápido—. Pero podemos ser amigos. Si compartes tus penas, puede que se hagan más llevaderas.
sus ojos esperanzados me desarmaron. Tras un suspiro, asentí.
—Vale.
Una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Perfecto. Nos vemos mañana frente a tu trabajo, a la una. Almorzamos juntos.
—me parece bien… espera, ¿cómo sabes dónde trabajo?
Ella sonrió con un rubor encantador.
—Lo sé todo de ti. Llevo años esperándote.
Se sonrojó aún más, dejando ver unos hoyuelos que la hacían más hermosa. Yo asentí, como quien le concede algo a una niña malcriada. Pero en realidad estaba desconcertado.
Estela, emocionada, se inclinó y me dio un beso en la mejilla. Esta vez fui yo quien quedó sonrojado. En la universidad todos estaban locos por ella, si bien Paloma arrasaba en sensualidad, Estela lo hacía en belleza.
Salí de la cafetería con el corazón hecho un nudo. Por un lado, el peso insoportable de las mentiras de Paloma. Por otro, la confesión inesperada de Estela, como una luz que aparecía en medio del derrumbe.
Y en ese instante lo supe: aunque la batalla con Paloma aún no había terminado, el futuro me estaba abriendo otra puerta.
La semana siguiente fue distinta. Paloma, de pronto, comenzó a llegar temprano. A las doce y media ya estaba en casa, como si quisiera recuperar una normalidad que jamás volvería. Pero el juego había cambiado. Ahora era yo quien llegaba después de ella, con calma, sereno, irradiando un aire de felicidad. Y en esa aura pasaba delante de ella sin dar explicaciones. Su rostro al escucharme entrar era memorable: ojos ansiosos, mezcla de rabia y miedo, puños cerrados fingiendo indiferencia. Reconozco que disfrutaba aquella venganza silenciosa. Era como devolverle cada noche que me dejó solo, cada mentira dicha con una sonrisa, cada burla.
Una mañana no pudo aguantar más y explotó en la cocina, mientras yo me servía un café con toda la tranquilidad del mundo.
—Llevas toda la semana llegando tarde —me lanzó con tono inquisidor.
—Sí —respondí secamente, sin mirarla.
—¿Se puede saber dónde estabas?
—Con una amiga.
La ironía de mi respuesta la atravesó como un cuchillo. Era exactamente la misma excusa que ella me dio tantas veces. La reconoció en el acto, y su cara se contrajo.
—Perfecto… ¿a esto quieres jugar? —replicó con veneno en la voz.
—Solo me adapto a tu juego.
—Esto no es un juego, Carlos.
—¿Ah, no? Entonces… ¿verte con otros hombres es algo serio en tu vida?
—No, yo… yo no. Bueno, solo salía de copas.
—Es lo mismo que hago yo —dije clavándole los ojos.
Paloma se quedó sin palabras. Su silencio la expuso más que cualquier confesión. Quiso zafarse, pero lo hizo mal, muy mal.
—Yo… rompí con Alejandro.
—¿Rompieron como pareja?
—¡Nooo! Digo… como amigos.
Me reí con amargura.
—Los amigos se distancian. Los amantes rompen.
—No somos amantes —gimió, nerviosa.
Saqué el teléfono del bolsillo, presioné el botón de grabar y lo dejé escondido detrás del florero de la mesa.
—Te voy a dar la oportunidad de ser sincera.
—Lo soy.
—Basta, no me tomes por idiota. Llevas meses acostándote con Alejandro.
—No, eso no es…
—¡Basta! —golpeé la mesa con la palma—. Antes de Alejandro fue Marcos. Antes, Fran. En la universidad, fue un tal Enrique y ya que estamos en contexto, sé que la semana pasada te revolcaste con tu amante en la habitación 103 del motel paradise road
El color desapareció de su cara. Abrió la boca, pero no salió ningún sonido.
—Lo sé todo, Paloma.
—¿Cómo… cómo lo supiste?
—Lo averigüé.
Ella bajó la cabeza, vencida.
—Vale, vale… sí. Pero era solo sexo, nada más, lo juro.
—Lo trajiste a la casa. A tu amante. Me humillaste delante de todos. Me mentiste en la cara diciéndome que eran solo amigos. Y encima intentaste hacerme ver como un paranoico celoso.
—Yo no quería…
—¿Cuánto tiempo? —la interrumpí.
—Eso no importa…
—¿casados cuánto tiempo llevas engañándome? —alzé la voz.
Se encogió de hombros, resignada.
—Catorce meses. Al principio fue esporádico, luego se hizo más frecuente.
Me quedé en silencio, asimilando el golpe. Luego, con un hilo de voz, le pregunté:
—¿Por qué lo trajiste aquí? ¿Querías humillarme en mi propia casa?
—¡No! Él me convenció para invitarlo. Me dijo que podía convencerte de abrir el matrimonio. Incluso planeó ofrecerte una chica guapa como chantaje.
Me reí, incrédulo, de su cinismo. Metí la mano en mi maletín y saqué un sobre manila.
—Toma.
—¿Qué es esto?
—Dentro están los papeles del divorcio.
—¿Cómo?
—Ayer me reuní con el abogado. Me dijo que si lograba una confesión de tu infidelidad, te los entregara. Si no, debía esperar.
Ella se cruzó de brazos, recuperando un aire de desafío.
—Negaré todo. Será tu palabra contra la mía.
Alcé el teléfono y puse a reproducir la grabación. Su voz, sus titubeos, sus confesiones llenaron la cocina como un juicio inapelable.
Cuando terminó, el silencio fue sepulcral. Paloma tomó el sobre, lo abrió y comenzó a leer con calma. Su cara se mantuvo impasible hasta que llegó a la página del reparto de bienes.
—¡¿Qué?! ¿Cómo que te quedas con la casa?
—Yo di la inicial y he pagado la mayoría de las cuotas.
—¡Ni de broma te voy a firmar! Llamaré a mi abogado.
—Haz lo que quieras. Nos vemos en los juzgados.
Ella lanzó el sobre sobre la mesa y se fue dando un portazo, recogí los papeles con calma. Sabía que el proceso sería duro, pero también sabía que la batalla estaba ganada desde el primer “sí, era solo sexo” que salió de su boca.
El caso duró apenas dos semanas. Tiempo en el cual, curiosamente, no me encerré en mi dolor, sino que empecé a salir con Estela. Todos los días.
La primera vez fue un almuerzo rápido frente a mi trabajo, como habíamos acordado. Después vino una cena. Luego un cine, una caminata por el parque donde solíamos estudiar en la universidad. Cada encuentro era como una bocanada de aire fresco después de meses de asfixia.
Estela me escuchaba sin juzgar. Me miraba con esos ojos grandes y sinceros que parecían decir: “entiendo tu dolor, no estás solo”. Su risa tenía algo que desarmaba mis defensas, y sus palabras, suaves pero firmes, me recordaban que aún había vida más allá de la traición.
—Carlos, ¿sabes qué pienso? —me dijo una tarde, mientras tomábamos café en la terraza de un bar—. Pienso que Paloma nunca te mereció. Tú le diste estabilidad, un hogar, un amor puro. Ella solo jugaba a sentirse deseada.
—Me siento un idiota —confesé.
—No lo eres. Amar nunca es idiota. Lo idiota es traicionar a quien te da todo.
A veces caminábamos en silencio, y sin embargo el silencio con ella era distinto. No era incómodo ni tenso. Era cálido, como si nuestras sombras se entendieran sin necesidad de palabras.
Mientras tanto, Paloma aparecía en el juzgado con su abogado, furiosa, reclamando lo suyo. Intentaba argumentar, defenderse, minimizar sus actos. Pero las grabaciones eran contundente. El juez escuchó la del motel tres veces para comprobar que era su voz. Al finalizar el rostro serio de este bastó para sepultar sus argumentos.
El día que se firmó el divorcio, Paloma evitó mirarme. Estaba pálida, con los labios apretados. Cuando el juez estampó su firma concediéndome los bienes, supe que el capítulo estaba cerrado.
Al salir del juzgado, Estela me esperaba en la acera, con una sonrisa tímida y un ramo de rosas en las manos.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, sorprendido.
—Celebrar tu libertad —respondió.
Reí. Por primera vez en mucho tiempo, reí de verdad. Y allí se materializó nuestro primer beso
Caminamos juntos hasta su coche. Ella me agarró la mano y yo no la aparté. Sentí que algo nuevo, frágil pero real, estaba naciendo en medio de tanto dolor.
Esa noche, solo en la casa que ahora era mía, me serví un whisky y me senté en el sofá. Recordé cada escena: la barbacoa, el motel, la confesión, el portazo del juzgado. Y, entre todo ese naufragio, la voz de Estela se alzaba como un faro:
“Amar nunca es idiota. Lo idiota es traicionar a quien te da todo.”
Por primera vez en meses, dormí en paz.
Paloma siempre había tenido la habilidad de caer de pie. Durante la universidad, entre fiestas, engaños y aventuras, siempre encontraba la manera de justificarse, de rodearse de gente que aplaudiera sus ocurrencias y que, con tal de estar cerca de ella, le perdonara todo. Pero después del divorcio con Carlos, la vida dejó de ser complaciente.
El escándalo de su infidelidad se propagó más rápido de lo que esperaba. En el club de golf, los rumores volaban. Alejandro, su amante más visible, presentó la renuncia al poco tiempo, dejándola sola en el mismo lugar donde se habían encontrado tantas noches. Se fue sin despedidas, sin explicaciones, como si la aventura que había compartido con ella no significara nada. Paloma quedó expuesta, vulnerable, convertida en la mujer que todos observaban de reojo y de la que murmuraban en voz baja.
La humillación fue doble cuando el juez dictó sentencia: Carlos se quedaba con la casa. La casa que ella había decorado, en la que había recibido amigos, en la que creía reinar. Se vio obligada a mudarse a un apartamento pequeño en las afueras del pueblo, con paredes grises y un balcón que apenas dejaba ver el cielo. Cada noche, al entrar, la soledad le caía encima como un manto insoportable.
Su hermana Isabel apenas le dirigía la palabra. Sus padres, decepcionados, le hablaban lo justo y necesario. Y su prima Estela… Estela ahora estaba radiante, más feliz que nunca, caminando de la mano de Carlos por las calles, mostrándose sin miedo. Esa imagen era un puñal diario en el corazón de Paloma.
Pasaron los meses y el mundo de Paloma se redujo a lo básico: trabajar lo justo, comer lo necesario, y sostenerse con la débil esperanza de que, en algún momento, alguien le ofreciera una segunda oportunidad. Pero esa oportunidad nunca llegó. El teléfono dejó de sonar, las invitaciones a fiestas desaparecieron, y su reflejo en el espejo se fue apagando.
Un sábado cualquiera Paloma arrastraba un carrito por el supermercado. Su aspecto hablaba por ella: el cabello sin brillo, ojeras profundas, ropa holgada por haber perdido peso en la gracia extinta de otros tiempos. Los productos que llevaba eran pocos, apenas lo justo: leche, huevos, cereales y pan. Avanzaba por los pasillos como un fantasma.
Y entonces lo vio. Carlos.
Estaba en la sección de bebés, con un carrito cargado de artículos. Entre ellos, una caja grande de pañales que parecía dominar la compra. Se le detuvo el corazón. Dudó en acercarse, pero la necesidad de escucharlo, aunque fuera una palabra, la empujó.
—Hola… —murmuró con timidez.
Carlos levantó la mirada. Sus ojos ya no la buscaban con deseo, ni con rencor. Era una mirada neutra, ambigua, como quien observa a alguien desconocido.
—Bien —respondió seco, sin ofrecer más.
Paloma tragó saliva.
—Esos pañales… —se atrevió a señalar con un gesto torpe.
Carlos asintió.
—Son para mi hija.
Ella sintió un golpe en el pecho.
—¿Tu hija?
—Sí —respondió con serenidad—. Estela y yo nos casamos. Hace un mes dio a luz a nuestra hija.
Los ojos de Paloma se oscurecieron. Una lágrima resbaló sin que pudiera contenerla. No era solo celos. Era la certeza de que había perdido todo: a Carlos, a su prima, al futuro que alguna vez creyó seguro.
—Carlos… —su voz tembló—. Estuve ingresada y fui a terapias. No he vuelto a estar con nadie. Te lo puedo demostrar.
Él la observó unos segundos, como midiendo el peso de esas palabras. Luego negó con calma.
—Ya es tarde para eso. Llevamos más de un año separados. Deberías seguir tu vida… como yo seguí la mía.
Ella bajó la cabeza, mordiéndose el labio.
—¿Me odias? —preguntó en un susurro, casi con miedo a la respuesta.
Carlos suspiró.
—Lo hice. Te odié mucho tiempo. Hasta que entendí que tenías un problema.
Paloma sollozó.
- no lo veía, pero lo he superado.
Él, sin suavizar su tono, continuó:
—Te daré un consejo. Cuando consigas a alguien… no le mientas. Aunque duela,, es mejor decir la verdad.
Las palabras la atravesaron más que cualquier reproche. Su respiración se entrecortó.
—Te amo… —dijo finalmente, entre llantos.
Carlos bajó la mirada, su cara antes inexpresiva denotó tristeza, sin embargo no respondió. Simplemente ajustó la caja de pañales en el carrito y comenzó a alejarse.
Paloma lo miró irse, con la sensación de que todo en su vida se desmoronaba en ese pasillo frío de supermercado. Se quedó allí, rodeada de desconocidos, abrazándose a sí misma. Esta vez entendió que estaba sola, que nadie iba a rescatarla.
Las piernas flaquearon, se apoyó en el carrito incapaz de moverse, mientras veía la figura de Carlos desaparecer entre góndolas. Y en un manantial de lágrimas, supo con la certeza más cruel, que aquel era el final.
Como dijo Arthur Schopenhauer. *
"La vida social, es por otra parte, una perpetua comedia. Por esta razón carece de atractivo para los inteligentes, siendo en cambio la delicia de los imbéciles."

Deja una respuesta