Le robo la novia a mi padre y la hago mi puta

Bajé a la cocina a la mañana siguiente. Era sábado. La casa estaba en un silencio tenso, de esos que preceden a las tormentas. La encontré ahí. Ya despierta, sentada en la mesa de la cocina, con una taza de café entre las manos. Llevaba una bata de seda negra, y su cara, sin maquillaje y con los ojos un poco hinchados, era una máscara de calma helada. Sabíamos, sin tener que decirlo, que mi padre no había dormido en casa.

Me senté frente a ella. El recuerdo de la noche anterior —el olor de su piel, el sonido de sus gemidos, el sabor de su coño en mi boca— era una película porno proyectándose en mi cabeza. No nos miramos.

Y entonces, oímos la llave en la puerta principal.

Entró. No era mi padre, el hombre de negocios. Era un desastre. Despeinado, con la camisa de vestir arrugada y fuera del pantalón, la corbata aflojada. Apestaba a whisky y a un perfume dulzón y barato que no es el de Claudia. Se detuvo en la entrada de la cocina, parpadeando contra la luz del sol, como un vampiro sorprendido por el amanecer.

Claudia no levantó la voz. No gritó. Su voz, cuando habló, fue un puto bisturí de hielo.

"¿Te divertiste, pendejo?", dijo, sin levantarse de la silla.

Él intentó sonreír, una mueca patética. "Mi amor, hubo un problema en la oficina, se alargó la junta y…".

"¿La junta de trabajo se alargó hasta oler a puta barata?", lo cortó ella, y vi a mi padre encogerse. "Porque ese olor no es el mío. Y tampoco es el tuyo. ¿O ahora te bañas en perfume de mujer?".

"Claudia, por favor, no empieces…".

"No, no voy a empezar", dijo ella, y por fin se levantó. Caminó lentamente hacia él. "Voy a terminar. ¿Crees que soy estúpida? ¿Crees que no me doy cuenta? Fui a tu oficina ayer, ¿sabes? A llevarte la cena, como una pendeja. Y te vi. Te vi saliendo con ella. Con tu asistente. Le tenías la mano en el culo, imbécil. Y te reías".

Me quedé paralizado, presenciando la demolición en vivo de mi padre. Y una parte de mí, la parte que lo odiaba por haber traicionado la memoria de mi madre, lo estaba disfrutando. Estaba viendo a la usurpadora, a la intrusa, convertirse en mi verdugo.

En medio de la pelea, los ojos de Claudia se encontraron con los míos por encima del hombro de mi padre. En esa mirada no había una petición de ayuda. Había una declaración de guerra compartida. Era un "tú también lo ves, ¿verdad? Ves la mierda que es". En ese instante, dejamos de ser hijastro y madrastra. Nos convertimos en aliados.

Mi padre, derrotado, sin nada que decir, simplemente subió las escaleras y se encerró en su cuarto. Claudia se quedó de pie en medio de la cocina, temblando de una rabia silenciosa. En lugar de huir a mi cuarto, me levanté, tomé una taza limpia, le serví café y se la puse en la mano, en silencio. Sus dedos fríos rozaron los míos. El acto fue simple, pero lo significó todo. Era la primera vez que la cuidaba. El pacto estaba sellado.

Se bebió el café de un trago, como si fuera tequila. Dejó la taza en la barra con un golpe seco. Y me miró. La vulnerabilidad de la pelea había desaparecido. Sus ojos estaban oscuros, depredadores.

"Quédate aquí", susurró. Y no fue una pregunta.

Caminó hacia mí. Me empujó suavemente, pero con una fuerza que me sorprendió, hasta que mi espalda chocó contra la barra de la cocina. Era de mármol. Estaba helada. Sentí el frío a través de la delgada tela de mi pijama.

Se acercó, su cara a centímetros de la mía, su aliento oliendo a café y a rabia. "Mientras esté en esta casa…", susurró, su voz un veneno dulce.

Y entonces se detuvo. Lentamente, deliberadamente, se mordió el labio inferior. Solo un segundo. Sus ojos nunca dejaron los míos. Fue un gesto depredador, una promesa de dolor y placer, todo envuelto en uno.

Y lo sentí. Un puto rayo, directo de mis ojos a mis huevos. Mi verga, que había estado agitada por la tensión, saltó contra la fina tela de mi pijama. Fue un espasmo involuntario, un saludo a su crudo y vengativo poder. Ella lo vio. Por supuesto que lo vio. Un destello de triunfo brilló en sus ojos oscuros.

"…voy a ser tu puta", continuó, su voz ahora un susurro ronco que me vibró hasta los huesos. "La que él no tiene los huevos para tener. ¿Entendiste?".

Asentí, incapaz de hablar.

"Mírame a los ojos, Leo", ordenó. "No los quites de los míos. Quiero que veas".

Y se arrodilló.

La vi bajar, la bata de seda negra abriéndose un poco, revelando la piel de sus muslos. Se acomodó entre mis piernas, y su pelo castaño me hizo cosquillas en el estómago. Desató el nudo de mis pantalones de pijama y los bajó junto con mis bóxers de un solo tirón. Mi verga, que ya estaba dura por la pura tensión del momento, saltó a la vista, palpitante en el aire frío de la cocina.

Y entonces, sentí el primer toque. No fue su boca. Fue la punta de su lengua, húmeda y vacilante, que trazó un círculo lento, tortuoso, en la cabeza de mi pito. El shock fue tan intenso que solté un siseo y mis caderas se movieron por instinto. Ella sonrió contra mi piel, una sonrisa que sentí más de lo que vi.

Y entonces, sentí cómo sus labios se separaban y me recibían, un calor húmedo que me envolvió por completo. Un vacío suave que me tragaba. La suavidad de sus labios se selló en mi base, y sentí la succión, una presión increíble que me jalaba el alma desde la punta de la verga. Era experta. Su lengua, audaz y segura, empezó a moverse, lamiendo, recorriendo la vena que me subía por un lado. Y yo la veía. No podía apartar la vista. Veía sus ojos hinchados por el llanto, pero ahora llenos de una furia depredadora, fijos en los míos. Veía cómo se le hundían las mejillas con cada chupada, su pelo moviéndose con el ritmo de su cabeza. Sentí su mano libre, fría, cerrarse alrededor de mis huevos, apretando y masajeando suavemente con cada movimiento de su boca.

El placer dejó de ser una ola cálida y se convirtió en algo afilado, eléctrico, insoportable. Mi espalda se arqueó. Mis manos, que habían estado hechas puños a mis costados, fueron a su cabeza. No para empujar, no para jalar. Solo para sostenerme, para anclarme a la realidad, mis dedos enredados en la seda de su pelo. El mundo se redujo a la sensación de su boca húmeda y caliente, al vaivén de su cabeza, y a esos ojos oscuros que no me soltaban.

Estaba a punto de explotar.

"Claudia… espera…", jadeé.

Pero ella no paró. Al contrario. Me sostuvo con su mano, firme. Y me miró. Y en el último segundo, sentí cómo me tragaba más profundo, hasta el fondo de su garganta, ahogando cualquier sonido.

Con un último gemido que se perdió en su boca, me vine. Fue un torrente. Sentí la contracción de su garganta mientras tragaba, y el sonido ahogado que hizo fue la cosa más cabrona y sucia que había oído en mi puta vida.

Me quedé ahí, apoyado contra el mármol frío de la cocina, temblando, con la verga lánguida y pegajosa metida en los pantalones del pijama. La escuché subir las escaleras y cerrar la puerta de su cuarto. El silencio volvió a la casa, pero ya no era el mismo. Antes era un silencio de ausencia. Ahora era el silencio de un secreto compartido, un puto pacto sellado con el sabor de mi semen en su garganta.

Subí a mi cuarto como un autómata. No me bañé. No quería quitarme su olor, su sabor. Me tiré en la cama y me quedé viendo el techo por horas, reviviendo cada puto segundo. La forma en que se mordió el labio. Sus ojos clavados en los míos. El sonido húmedo de su boca. La contracción de su garganta. Estaba jodido. Completamente jodido. Y nunca me había sentido tan vivo.

El resto del día fue una puta obra de teatro. Una tensa calma. Mi padre finalmente salió de su cuarto por la tarde, con los ojos hinchados y una cara de perro apaleado. No hablaron. Claudia se movía por la casa con una eficiencia fría, preparando la comida como si nada, ignorándolo. La comida fue en un silencio sepulcral, solo interrumpido por el chocar de los cubiertos contra los platos. Yo no podía levantar la vista. Sentía la mirada de Claudia sobre mí, quemándome, y el peso de la patética presencia de mi padre aplastando el aire.

Por la noche, la tortura subió de nivel. Estábamos los tres en la sala. Los tres. Una puta familia feliz de mierda. La tele estaba prendida en algún programa estúpido, un ruido de fondo para no tener que hablar. Mi padre estaba en su sillón, con un vaso de whisky en la mano, la mirada perdida. Yo estaba en el sofá grande, fingiendo leer un libro, pero cada puto nervio de mi cuerpo estaba alerta, sintonizado con ella.

Claudia estaba en el otro extremo del sofá, leyendo una revista, con las piernas cruzadas. Llevaba unos pantalones de pijama de seda. Y yo sabía, con una certeza que me ponía la verga dura al instante, que debajo de esa tela no llevaba nada.

El aire estaba tan denso que podía masticarlo. Y entonces, ella se movió.

"Voy por un poco de agua", dijo en voz baja, y se levantó.

Pero en lugar de caminar por el frente, pasó por detrás del sofá. Mi sofá. Sentí el aire moverse a mi espalda. Y entonces, se detuvo.

"Ay, casi me caigo", susurró, y se "apoyó" en mi hombro.

Pero no fue su mano. Fue su culo.

Sentí sus nalgas presionar contra mi hombro y la parte de atrás de mi cabeza. A través de la delgada tela de mi playera, sentí una suavidad y un calor que casi me hacen gritar. No fue un roce. Fue una presión deliberada, firme. Pude sentir la forma redonda y plena de su nalga, la línea que la dividía de la otra. Estaba usando su cuerpo para anclarme, para marcarme. Me quedé congelado, el libro olvidado en mis manos, el corazón martillándome en el pecho. Mi padre no se movió, perdido en su estupor alcohólico.

Y entonces sentí su aliento en mi oreja. Un aliento caliente, que olía a vino.

"Quiero que me la metas", susurró. Las palabras fueron un puto latigazo eléctrico. "Te estoy esperando en el baño de visitas. Ahora".

Y se fue. Se enderezó, caminó hacia la cocina como si nada y desapareció.

Me quedé ahí, paralizado. El puto infierno. Mi padre a cinco metros. Y ella, esperándome. Mi verga estaba tan dura que dolía, una puta piedra metida en los pantalones del pijama. ¿Cómo chingados me iba a levantar? ¿Cómo iba a caminar?

Pasaron uno, dos minutos. Una eternidad. Mi padre soltó un ronquido suave. Era mi oportunidad.

Me levanté del sofá. Mi padre soltó un ronquido suave, perdido en su nube de alcohol. Era la señal. Mi verga, dura como una piedra, tensaba la delgada tela de mi pijama en un bulto obsceno, un puto faro en la penumbra de la sala. Y por un segundo, quise que la viera. Quise que viera la prueba de la traición que él mismo había provocado.

Caminé, con el corazón en la garganta, hacia el pasillo que llevaba al baño de visitas. Cada paso era una tortura, cada crujido del piso de madera un puto grito en el silencio. El pasillo se sentía como el corredor de la muerte, y al final, en la oscuridad, me esperaba mi ejecución o mi salvación.

Abrí la puerta. La oscuridad me tragó. Entré y cerré detrás de mí, sin poner el seguro. El clic suave de la puerta fue el único sonido. Y en la negrura total, la olí antes de verla. Su perfume. Un olor a flores y a pecado.

"Tardaste", susurró su voz desde el rincón junto a la regadera.

Y entonces, sentí sus manos en mí. Salieron de la oscuridad y me agarraron la cara. Sus dedos, fríos, se clavaron en mis mejillas, y me jaló hacia ella. Su boca no me besó. Me devoró. Fue un beso salvaje, hambriento, que sabía a vino tinto y a una rabia desesperada. Sentí su lengua invadir mi boca, experta, demandante. Mis manos subieron instintivamente y la agarraron de la cintura, apretándola contra mí, sintiendo el bulto de mi erección chocar contra la suavidad de su vientre a través de nuestras pijamas.

Se separó de mí, jadeando. En la oscuridad, apenas podía distinguir su silueta.

"Date la vuelta", susurró. No entendí. Me empujó suavemente hasta que mi espalda chocó contra la puerta. Y entonces se giró, dándome la espalda, y caminó los dos pasos que la separaban del lavabo.

La vi apoyarse. Sus manos se posaron a cada lado del mármol frío. Pude oír el ligero tintineo de sus anillos contra la porcelana. Se quedó ahí, con la espalda arqueada, su culo apuntando directamente hacia mí en la oscuridad. Y entonces, con una lentitud que fue una puta tortura, enganchó los pulgares en el resorte de sus pantalones de pijama de seda.

Escuché el suave siseo de la tela deslizándose por su piel. Vi cómo la seda bajaba por sus caderas, revelando la curva perfecta y redonda de sus nalgas. Siguió bajando, por sus muslos, hasta que los pantalones cayeron en un charco de tela a sus pies. Se quedó ahí, solo con la parte de arriba del pijama, su culo perfecto, desnudo y pálido en la penumbra.

Se movió un poco, y me miró por encima del hombro. Sus ojos brillaron en la oscuridad.

"¿Qué esperas?", susurró, su voz un veneno dulce. "Me la vas a meter, Leo". Hizo una pausa, y su voz se volvió más ronca, más sucia. "Tu putita quiere verga".

El mundo se detuvo. Avancé como un autómata. Me paré detrás de ella. Puse mis manos en sus caderas, sintiendo la piel suave y caliente. Me bajé los pantalones y el bóxer de un solo tirón. Y sin decir una palabra, entré.

"¡AH!", gritó, un sonido agudo, animal, que fue mitad dolor, mitad éxtasis.

"¿Te gusta así, puta?", gruñí en su oído, y empecé a embestirla.

Era una furia. Mis caderas chocando contra su culo, el sonido de la carne húmeda, un plac-plac-plac obsceno que era la mejor música del mundo. Mis manos no se movieron de ahí. Una se aferró a su cadera, la otra a su nalga, estrujándola, amasándola, sintiendo cómo rebotaba contra mí con cada embestida. La pared frente a ella tenía un espejo. Y en la oscuridad, podía ver nuestro reflejo. Veía mi cara, una máscara de pura lujuria. Veía su pelo revuelto, su boca abierta en un gemido silencioso. Veía mis putas manos en su culo mientras se lo metía una y otra vez.

"¡Sí, papi, sí!", jadeaba, su voz rota. "¡Cógeme! ¡Dime de quién es este culo!".

"¡Es mío!", grité en un susurro ronco, y le di una nalgada que resonó en el pequeño baño. "¡Este culo es mío! ¡Y te lo voy a romper!".

"¡Sí! ¡Rómpemelo!", suplicó. "¡Déjame la marca! ¡Quiero sentirte mañana!".

La cogí con una violencia que no sabía que tenía. Cada embestida era más profunda, más desesperada. La estaba haciendo mía de una forma que iba más allá del sexo. Era una conquista. Era una profanación. Y a los dos nos encantaba.

La sentí empezar a temblar, sus piernas flaqueando. "Me voy a venir, Leo… me voy a venir…", jadeó.

"¡Vente para mí, puta!", ordené, y aumenté el ritmo, embistiéndola sin piedad.

Y se vino. Gritó. Un grito largo, agudo, sin vergüenza, mientras su cuerpo se convulsionaba contra el lavabo, su coño apretando mi verga como un vicio. Y esa fue mi perdición de nuevo. El sonido de su grito, la sensación de su orgasmo, me empujaron al borde. Con un último empujón, tan profundo que sentí que la partía en dos, y un grito ronco que no pude contener, me vine dentro de ella, una y otra vez, hasta que no me quedó nada.

Nos quedamos así, sin movernos, por un minuto que se sintió como una hora. Yo, con la cara hundida en su cuello, respirando su olor, una mezcla de su perfume caro, sudor y el olor a nosotros, a sexo. Ella, con la cabeza apoyada en mi hombro, su cuerpo temblando con los últimos espasmos de su orgasmo. En ese silencio, el mundo real empezó a filtrarse de nuevo. La dureza del lavabo contra su espalda, el frío de los azulejos bajo mis pies. El puto peligro en el que estábamos.

Estaba a punto de decir algo, de moverme, cuando lo oímos.

"¿Claudia…?".

La voz de mi padre. Lejana, desde el sillón de la sala. Pastosa por el alcohol y el sueño. No fue un grito, fue un murmullo confuso, el sonido de un hombre medio despierto buscando algo en su niebla.

Pero fue como un puto disparo.

Nos separamos de golpe. El pánico, helado y paralizante, reemplazó a la calentura en un instante. En la oscuridad, nuestros ojos se encontraron, abiertos como platos. Vimos el mismo terror en la cara del otro.

"¿Claudia, amor… dónde estás?", volvió a llamar su voz, un poco más clara.

"Mierda", susurró ella.

Y la magia, el trance, todo se hizo añicos. Se movió con una rapidez que me dejó helado. Se subió los pantalones del pijama, se arregló la blusa. Yo hice lo mismo, mis manos torpes, temblando, sin poder atinar a subirme el cierre.

"Vete a tu cuarto", ordenó en un susurro urgente. "Ahora".

Me dio un último beso, pero no fue un beso de pasión. Fue un beso de conspiración, corto, duro. Un "cállate y desaparece".

Salí del baño como una rata, sin hacer ruido. Corrí de puntitas por el pasillo y me encerré en mi cuarto. Me tiré en la cama, con el corazón queriendo salírseme del pecho, y escuché. Oí la voz de ella en la sala, suave, melosa. "Aquí estoy, mi amor, fui por un vaso de agua. Vuelve a dormirte". Oí el murmullo de mi padre, y luego, silencio.

El peligro, por esa noche, había pasado.

Pero yo estaba jodido. Me quedé ahí, en la oscuridad de mi cuarto, con el cuerpo todavía vibrando, la verga adolorida y el olor de ella en mis manos, en mi boca. Y mi cerebro, por primera vez, empezó a procesar lo que acababa de pasar.

Lo de Valeria había sido un incendio. Una locura de hormonas, de descubrimiento, de la adrenalina de lo prohibido entre dos chavos. Fue el cielo, sí. Pero era un cielo que yo entendía.

Esto… esto era otra cosa. No era el cielo. Era un puto abismo. Y me encantaba.

La forma en que se había movido en el sofá, ese roce deliberado. La mirada en sus ojos cuando me ordenó que fuera al baño. La forma en que suplicó que la insultara, que la marcara, que la hiciera mi puta. No era solo sexo. Era una ceremonia de poder, de dolor, de una perversión compartida que nunca había imaginado. Me había abierto una puerta a un cuarto oscuro dentro de mí que no sabía que existía.

Me tenía caliente, sí. Pero no era solo calentura. Era una fascinación. Una puta obsesión. Estaba fascinado con su cuerpo de mujer, con sus nalgas perfectas, con la forma en que su coño me apretaba. Pero estaba aún más fascinado con la oscuridad que había en ella, una oscuridad que había reconocido a la mía.

En esa cama, en la soledad de mi cuarto, con el eco de su grito todavía en mis oídos, entendí que ya no se trataba de consolar a una mujer rota. Se trataba de dos monstruos que acababan de descubrir que les encantaba jugar juntos en la oscuridad. Y la puta pregunta que me martillaba la cabeza, la que me mantenía duro y aterrorizado, ya no era si volvería a pasar.

El despertar no fue con la luz del sol. Fue con una sensación.

Un calor. Un peso sobre mí. Y un olor. Su perfume.

Abrí los ojos y la vi. Era una silueta oscura contra la luz grisácea del amanecer que se colaba por mi ventana. Estaba sentada a horcajadas sobre mis caderas, completamente desnuda. Sus tetas pesadas, con esos pezones oscuros que ya conocía, se balanceaban a centímetros de mi cara.

"Shh", susurró, poniendo un dedo en mis labios antes de que pudiera decir nada.

Y entonces se inclinó, y su boca me devoró.

Desperté no a un beso, sino dentro de uno. Su lengua invadió mi boca, experta, demandante, con un sabor a ella, a vino y a la noche anterior. Estaba medio dormido, desorientado, pero mi cuerpo reaccionó antes que mi cerebro. Sentí mi verga, que había estado blanda, empezar a despertar, a llenarse de sangre, a ponerse dura contra la suavidad de su vientre.

Ella lo sintió. Se separó de mí, jadeando, y una sonrisa lenta, perversa, se dibujó en su cara.

"Buenos días, papi", susurró. "Tu putita tiene ganas".

Y sin darme tiempo a responder, se deslizó por mi cuerpo como una serpiente, su pelo castaño haciéndome cosquillas en el estómago, hasta quedar a la altura de mis caderas. Me miró a los ojos, una última orden silenciosa de que no apartara la vista. Y entonces, su boca bajó.

No fue como la primera vez en la cocina, el ritual de la venganza. Esto fue una puta obra de arte. Una lección. Empezó con la punta de su lengua, trazando círculos lentos y húmedos en la cabeza de mi pito, una tortura que me hizo arquear la espalda. Luego la sentí tomarme, sus labios suaves y calientes envolviéndome, una succión lenta y profunda que me jalaba el alma desde los huevos.

No había torpeza. Era una experta. Su cabeza se movía en un ritmo perfecto, lento, tortuoso. Sentí su lengua jugar, recorriendo la vena que me subía por un lado, luego girando alrededor de la base. El sonido húmedo de su boca, de sus chupadas, llenaba el silencio del amanecer. Metió la mano entre mis piernas y me agarró los huevos, apretando y masajeando suavemente con cada movimiento de su boca. El placer se convirtió en algo afilado, eléctrico, insoportable. Mi verga estaba tan dura que dolía, palpitando dentro de su boca.

"Claudia…", jadeé, mis manos enredadas en su pelo, no para detenerla, sino para sentirla, para anclarme a la realidad.

Ella paró. Levantó la vista, con los labios hinchados y brillantes, mi pre-eyaculación cubriéndole la barbilla. "Todavía no", susurró. "Te quiero dentro".

Se subió de nuevo, a horcajadas sobre mí. La vista era irreal. Sus tetas pesadas se balanceaban sobre mí, sus pezones duros rozando mi pecho. Su estómago suave, y su coño, hinchado y mojado, goteando sobre mi vientre. Agarró mi pito con la mano, pintándolo con su propia humedad, asegurándose de que cada centímetro estuviera resbaladizo.

"Mírame", ordenó. Y sin apartar la vista de la mía, empezó a bajar.

Sentí la punta de mi pito rozar sus labios, y luego la sentí tragarme, lenta, tortuosamente. Cada centímetro que entraba era una agonía y un paraíso. Gemí, un sonido bajo, animal, y ella sonrió contra mí, una sonrisa que sentí más de lo que vi. Se dejó caer por completo, tomándome hasta el fondo.

Estaba adentro. Mierda. A las seis de la mañana. En mi cuarto. Con mi padre durmiendo al otro lado del pasillo. Y ella estaba montada sobre mí.

Empezó a cabalgarme. Lento. Silencioso. No era el caos de la noche. Era el control absoluto. Un vaivén lento, profundo, diseñado para no hacer ruido. El único sonido era el de mi verga entrando y saliendo de su coño mojado, un sonido húmedo, obsceno, que era la mejor música del mundo.

"¿Te gusta, Leo?", susurró, su voz un veneno dulce. "¿Te gusta cogerte a la esposa de tu papá?".

"Sí", jadeé, mis manos subiendo para apoderarse de sus nalgas, estrujándolas, sintiendo la piel todavía sensible por las nalgadas de la noche anterior.

"¿Te pone duro saber que él está justo ahí? ¿Que podría entrar en cualquier momento?".

"Sí", repetí, y empecé a empujar desde abajo, chocando contra ella, el ritmo volviéndose más desesperado.

"Dime qué quieres, papi", suplicó, su voz rompiéndose. "Dime qué quieres hacerle a tu puta".

"Quiero romperte", gruñí, hundiéndome en ella. "Quiero llenarte de mi leche. Quiero que apestes a mí todo el día".

"¡Hazlo!", gimió, y el control se fue a la mierda. Empezó a moverse más rápido, más duro, cabalgándome con una furia silenciosa. Estábamos en un puto trance, dos animales cogiendo con la salida del sol, adictos a la adrenalina y al placer.

La sentí empezar a temblar. "Me voy a venir, Leo… me voy a venir…", jadeó.

"¡Vente para mí, puta!", ordené en un susurro ronco, y con las manos tapándonos la boca al mismo tiempo, nos vinimos. Ella con un espasmo silencioso que la hizo derrumbarse sobre mí, su coño apretándome como un puto puño. Yo con un torrente ahogado y caliente que se perdió en lo más profundo de ella.

Nos quedamos así, temblando, por no más de diez segundos.

"Ahora sí", susurró en mi oído. "Empieza el día".

Se quitó de encima de mí, me dio un último beso, rápido, que sabía a nosotros. Y tan silenciosamente como llegó, se fue, cerrando la puerta de mi cuarto sin hacer ruido.

Me quedé ahí, solo, en mi cama, cubierto de su olor, de su sudor, de su sabor, con la verga todavía latiendo. Eran las seis y media de la mañana. Y yo, yo ya estaba jodido para el resto del día. Para el resto de mi puta vida.

Cuando volví a abrir los ojos, ya era de día. Estaba exhausto. La habitación olía a nosotros. Y en el silencio del amanecer, mirándola dormir en mi imaginación, entendí algo.

Ya no se trataba solo del sexo, ni de la obsesión. El susto, el riesgo, la mentira… todo eso se había convertido en parte del juego. Y éramos adictos. Adictos a ella, a mí, a nosotros, y al puto peligro de quemarnos juntos. Y no queríamos parar.

Bajé a la cocina una hora después, todavía medio zombi, con los músculos adoloridos y la piel sensible. Me había puesto unos pantalones de pijama limpios, pero sentía como si el olor de ella se me hubiera metido en los poros. La encontré ahí, sentada a la mesa, fresca, bañada, con una taza de café entre las manos. Llevaba una blusa sencilla y unos pants. Parecía una mujer normal. Una puta mentira.

Mi padre ya estaba ahí, en la cabecera, escondido detrás del periódico, un fantasma con resaca.

"Buenos días", murmuré, y fui directo a la cafetera.

"Buenos días, Leo", respondió Claudia, su voz melódica, sin rastro de la furia de ayer ni de los gemidos de la madrugada. Era una actriz increíble.

Me senté, no frente a ella, sino a su lado. No sé por qué. Fue un impulso estúpido, un reto silencioso. El aire entre nosotros era eléctrico. Mi padre tosió, el sonido rasposo de un fumador, y pasó una página del periódico. No existía.

Claudia tomó un sorbo de su café, y luego se detuvo. Lentamente, se lamió el labio inferior, limpiando una gota invisible. Y entonces, llevó uno de sus dedos a su boca y se lo mordió. Suavemente. No fue un gesto coqueto, de niña. Fue un gesto depredador, una promesa. Y sus ojos, sus putos ojos oscuros, estaban clavados en los míos.

Lo sentí. Un puto rayo, directo de mis ojos a mis huevos. Mi verga, que había estado dormida, saltó contra la fina tela de mi pijama. Fue un espasmo involuntario, un saludo a su crudo y vengativo poder.

Ella lo vio. Por supuesto que lo vio. Un destello de triunfo brilló en sus ojos.

Y entonces, su servilleta se cayó al suelo.

"Ay, qué torpe", susurró.

Se inclinó para recogerla. Su cabeza desapareció bajo la mesa. Sentí el roce de su pelo en mi rodilla. Y me quedé congelado. El mundo se detuvo. El sonido del periódico de mi padre se volvió un zumbido lejano.

Sentí su mano en mi muslo.

No fue un roce. Fue un agarre. Sus dedos, fríos por la taza de café, se posaron en mi pierna, y empecé a temblar. Y su mano empezó a subir. Lenta, tortuosamente, por la parte interior de mi muslo, acercándose cada vez más al centro del puto universo.

Sentí sus dedos en el borde de mis calzones, bajo la tela del pijama. Y sin dudarlo un puto segundo, su mano se deslizó adentro.

Mierda. El shock del contacto de su piel fría contra mi piel ardiente fue tan brutal que se me fue el aire. Su mano se cerró alrededor de mi verga, que ya estaba dura como una piedra. Era un agarre experto, seguro, posesivo.

La vi reincorporarse, como si nada. Se sentó derecha, tomó su taza de café de nuevo, y su cabeza quedó a la vista de mi padre. Pero su mano, su puta mano, seguía ahí, dentro de mis pantalones, sosteniendo mi pito, oculta por el mantel.

Y empezó a moverse.

Lentamente. Arriba y abajo. Una caricia lenta, firme, tortuosa. Sentí su palma deslizarse, su pulgar acariciando la cabeza húmeda. Cada movimiento era un infierno y un paraíso. Estaba atrapado. No podía moverme. No podía respirar. Si hacía un solo ruido, si mi cuerpo me traicionaba con un espasmo, todo se iría a la mierda. Mi padre estaba a menos de un metro, leyendo sobre fútbol. Y su esposa me la estaba jalando debajo de la mesa.

Cerré los ojos, tratando de controlar mi respiración. El placer era tan agudo, tan mezclado con el terror, que era casi doloroso.

CAPITULO 2

Ella se inclinó hacia mí, como para decirme un secreto. Su perfume me llenó los pulmones.

"¿Quieres más?", susurró, su voz un veneno dulce en mi oído. Su mano apretó mi verga en ese mismo instante.

No hablaba del café.

Abrí los ojos. Mi garganta estaba seca. El mundo se reducía a la sensación de su mano, a sus ojos oscuros y a la presencia fantasmal de mi padre.

"Sí", logré decir, mi voz un puto graznido.

Una sonrisa lenta, triunfante, se dibujó en sus labios. Me dio un último apretón, una promesa. Y tan silenciosamente como entró, su mano se fue.

Se recostó en su silla, tomó un sorbo de café y miró a mi padre.

"¿Vas a querer más café, mi amor?", le preguntó, con una dulzura que me revolvió el estómago.

Y yo me quedé ahí, temblando, con la verga a punto de reventar dentro de mi pijama, sabiendo que el siguiente movimiento era de ella. Y que yo, yo ya era suyo.

La tarde fue una tortura. La casa se sumió en una tensa calma. Mi padre salió de su cuarto, pero era un fantasma. Se sentó en la sala, con un vaso de whisky en la mano, a ver la tele sin verla. Claudia se movía por la casa con una calma depredadora, como una pantera que sabe que su presa está acorralada. Y yo, yo era la puta presa. Cada vez que nos cruzábamos, sus ojos me desnudaban, y en ellos veía la promesa de lo que me había susurrado en la cocina.

La oportunidad llegó de la forma más inesperada. Alrededor de las cuatro, sonó el timbre. Era mi tía, Andrea, la hermana de mi padre.

"¡Hola!", dijo al entrar, su energía contrastando con el ambiente de funeral de la casa. "¿Listo, hermano? Quedamos en que me ibas a ayudar con esas cajas de la mudanza".

Mi padre la miró, confundido por un segundo. "Ah, sí. Claro, Andrea".

Miré a Claudia. Vi un destello de fastidio en sus ojos, y luego, una idea.

"Ay, Andrea, qué gusto verte", dijo Claudia, con una sonrisa perfecta. "Qué bueno que viniste a sacar a este hombre. Oye, una pena que Leo no pueda ir".

Mi tía me miró. "¿No vienes, mi amor?".

Antes de que pudiera responder, Claudia intervino. "No, es que me prometió que me iba a ayudar con la computadora. Ha estado fallando y tengo que mandar unos correos urgentes". Era una puta maestra.

Mi tía, por supuesto, se lo tragó. "Bueno, ni modo. Vámonos entonces, hermano".

Y se fueron.

Escuchamos la puerta principal cerrarse. El sonido del motor de su coche alejándose hasta que se perdió en la distancia. Y entonces, silencio.

La casa era nuestra. Por horas.

Me giré. Claudia ya no estaba actuando. Estaba de pie frente a la puerta del estudio de mi padre, con una sonrisa lenta y depredadora. Echó el seguro. El clic resonó en el cuarto silencioso.

"Toda la tarde", dijo, su voz un susurro ronco. "Toda la puta tarde es nuestra, papi". Se acercó y me dio un beso, un beso lento, profundo. "Y vamos a aprovecharla".

Me tomó de la mano y, en lugar de llevarme al centro del cuarto, me guio hasta el gran escritorio de caoba de mi padre. Se sentó en el borde, sus pies apenas tocando el suelo, su culo apoyado en la madera pulida.

"De rodillas", ordenó.

Obedecí. Me arrodillé frente a ella sobre la alfombra. Estaba a la altura de sus caderas. Llevaba unos pants de yoga ajustados.

"Quítamelos", susurró.

Enganché los dedos en el resorte de sus pants y los bajé lentamente, revelando un hilo dental de encaje negro perdido entre sus nalgas. Le bajé el hilo también, y su coño quedó expuesto, a la altura de mis ojos.

Y lo vi. De verdad lo vi. De cerca. No era la penumbra del baño ni la oscuridad de la noche. Era la luz de la tarde entrando por el ventanal del estudio. Vi el triángulo de vello púbico oscuro, denso y perfectamente recortado. Vi sus labios, hinchados, de un rosa oscuro, brillantes de una humedad que ya empezaba a formarse. El olor de ella, de hembra, de excitación, me golpeó en la cara.

"¿Nunca lo has probado, verdad?", susurró, y no fue una pregunta. "Hoy vas a aprender".

Sus manos bajaron y se enredaron en mi pelo, guiando mi cabeza hacia ella. "Con la lengua", ordenó. "Lento".

Hundí mi cara entre sus piernas.

El calor y el olor me envolvieron. Probé su sabor. Era salado, metálico, adictivo. El sabor de ella. Empecé a lamerla, torpemente al principio.

"Shh, no", susurró, y sentí sus dedos apretar mi pelo, dirigiendo mis movimientos. "Más suave. Empieza por aquí". Me guio hacia sus labios exteriores. Los lamí, los besé, sintiendo la suavidad de su piel. "Ahora adentro. Busca".

Me volví más audaz. Usé mi lengua para separar sus labios, para explorar cada pliegue. La oí gemir más fuerte, un sonido gutural que me vibró en el cráneo. Encontré su clítoris, esa pequeña perla dura, y me concentré ahí. Empecé a chuparlo suavemente, sintiendo cómo se hinchaba contra mi lengua.

"Sí…", jadeó, sus caderas empezando a moverse contra mi cara. "Ahí… no pares, papi, chúpame el clítoris como si tu vida dependiera de ello".

Se estaba volviendo loca, y eso me estaba volviendo loco a mí. Obedecí. Aumenté el ritmo, mi lengua moviéndose más rápido, mi boca succionando con más fuerza. Metí un dedo dentro de ella. Estaba tan mojada que se deslizó sin esfuerzo. Empecé a moverlo, dentro y fuera, mientras mi boca seguía trabajando.

"¡Leo… me voy a venir!", gritó en un susurro.

Agarró mi cabeza con las dos manos, apretándome contra ella, sus caderas bombeando contra mi cara con una desesperación animal. Y con un grito ahogado, se vino. Sentí el espasmo de su cuerpo, la contracción de su vagina apretando mi dedo, y el torrente de su humedad caliente llenando mi boca. No me aparté. Me quedé ahí, tragando, sintiendo los últimos temblores de su orgasmo.

Se quedó temblando, con la respiración hecha un caos. Lentamente, retiré mi cara. Ella me miró, con los ojos vidriosos, los labios hinchados. "Bien", susurró, como una maestra satisfecha. "Ahora, la siguiente lección".

Se bajó del escritorio y se puso en cuatro patas sobre la alfombra. Levantó su culo perfecto hacia mí.

"Mira", dijo, su voz un veneno dulce. "Pero esta vez, vas a aprender algo nuevo". Me miró por encima del hombro, y en sus ojos había un brillo depredador que me heló la sangre y me puso la verga dura al instante. "Ven aquí, papi".

Me acomodé detrás de ella, bajándome los pantalones. Puse mis manos en sus caderas, sintiendo la piel suave y caliente. Instintivamente, guié mi pito hacia la entrada de su vagina, que goteaba sobre la alfombra.

"No", gruñó, su voz ahogada. "Ahí no". Sentí cómo se tensaba, deteniendo mi movimiento. "Hoy no quiero que me cojas el coño. Quiero que me cojas el culo, Leo".

Me quedé helado. Nunca… nunca lo había hecho. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza.

"No sé…", tartamudeé, sintiéndome de repente como un puto niño virgen otra vez.

"Shh", susurró. "Yo te enseño. Pero tienes que hacerme caso. ¿Entendiste?".

Asentí, sin poder hablar.

"Bésame", ordenó. No la cara. "Bésame el culo. Quiero sentir tu boca ahí".

Dudé un segundo, y ella empujó el culo hacia atrás, rozando mi verga dura con sus nalgas. Fue toda la invitación que necesité. Me incliné y hundí mi cara en ella. El olor era diferente al de su coño. Era más animal, más íntimo. Empecé a besar sus nalgas, una y luego la otra, mordisqueando suavemente la piel suave y firme. Ella gimió, un sonido bajo, de pura aprobación.

"Más abajo", susurró. "Ahí. Bésame el ano. Con la lengua".

Mi corazón martilleaba en mi pecho. Obedecí. Encontré su ano, un pequeño punto oscuro y apretado en medio de la blancura de sus nalgas. Y lo lamí.

"¡AH!", gritó, un sonido agudo, sorprendido.

Sentí el músculo contraerse bajo mi lengua. Estaba tenso. "Relájate", susurré contra su piel, y volví a lamerla, esta vez más lento, trazando círculos, probando su sabor. Era extrañamente limpio. Ella empezó a gemir, un sonido rítmico, y sentí cómo se relajaba bajo mi boca.

"Lubrícame", jadeó. "Con tu saliva. Mucha".

Obedecí. Mojé mis dedos en mi boca y los llevé a su entrada. Estaba apretada. Empecé a masajearla suavemente, sintiendo el músculo ceder un poco. Metí la punta de mi dedo, y ella soltó un siseo. "Sí… así… despacio…", suplicó. Seguí, empujando lentamente, hasta que mi dedo estuvo dentro. Luego metí un segundo, estirándola, preparándola para mí.

"Ahora…", jadeó. "Ahora, papi. Rómpeme el culo. Despacio".

Saqué mis dedos, brillantes de saliva y de ella. Me acomodé detrás de ella de nuevo, mis manos aferradas a sus caderas. Guié la punta de mi verga, húmeda por su propia saliva, hasta esa entrada apretada. Y empujé.

Sentí una resistencia increíble. Una barrera apretada, muscular, que se negaba a ceder. Era como intentar atravesar una pared.

"Ah… mierda… joder…", gimió ella, un siseo de dolor.

"¿Paro?", pregunté, el pánico mezclándose con la calentura.

"No te atrevas, pendejo", gruñó contra la alfombra. "Sigue. Quiero sentir cómo me estiras. Quiero sentir cómo me rompes".

Y con un último empujón, la resistencia se rompió. Y entré.

"¡JODER!", gritó, un grito ahogado que fue puro éxtasis y dolor.

Estaba adentro. Completamente. Era una sensación que no se parecía a nada. Era una estrechez irreal, un calor seco que me abrazaba la verga como un puto puño. Cada centímetro de mí estaba siendo apretado, masajeado. Si cogerla por el coño era el cielo, esto era un puto infierno glorioso.

Empecé a moverme, muy despacio, y cada embestida era una tortura perfecta. El placer era tan intenso, tan concentrado, que era casi doloroso.

"Sí…", jadeaba ella. "Así. Cógeme el culo, papi. Dime que es tuyo".

"Es mío", gruñí, y empecé a embestirla más rápido, más fuerte. El sonido de mis caderas chocando contra sus nalgas era un putazo sordo y húmedo. Mis manos se apoderaron de su culo, estrujándolo, marcándolo. "Este culo es mío. Y voy a hacer lo que quiera con él".

La cogí así, en el suelo del estudio de mi padre, como un puto animal, hasta que sentí que ya no podía más. La sensación era demasiado. Y con un grito ronco que no pude contener, me vine dentro de ella, en una explosión que pareció durar una eternidad.

Nos quedamos ahí, temblando, en el suelo. El silencio solo roto por nuestras respiraciones agitadas.

"Eso", susurró ella después de un minuto, su voz exhausta, casi inaudible contra la alfombra.

Nos quedamos ahí, temblando, en el suelo del estudio de mi padre. El silencio solo roto por nuestras respiraciones agitadas. Yo seguía sobre ella, mi verga todavía lánguida y tibia dentro de su culo, mi cara hundida en su pelo. El olor a nosotros, a sudor, a sexo y a ese olor íntimo y animal de lo que acabábamos de hacer, era tan espeso que casi podía saborearlo.

Fue ella quien se movió primero. Se apartó de mí lentamente, saliendo de mi pito con un sonido húmedo que me hizo estremecer. Se levantó, con una gracia que desmentía la brutalidad de lo que acababa de pasar. No se tapó. No mostró vergüenza. Simplemente se quedó de pie, su silueta perfecta contra la luz de la tarde que entraba por el ventanal. Vi las marcas rojas de mis manos en sus nalgas, una firma de propiedad que me puso la verga dura de nuevo.

Con una lentitud tortuosa, se agachó y recogió su hilo dental y sus pantalones del suelo. Se los puso, cada movimiento un espectáculo deliberado para mí, que seguía tirado en la alfombra como un puto animal noqueado.

Se acercó a donde yo estaba. Se inclinó, su pelo cayendo y haciéndome cosquillas en la cara. Y me besó. No fue un beso salvaje como los de antes. Fue un beso corto, profundo, posesivo. Un beso que no pedía, sino que tomaba. Sabía a ella, a sudor y a una victoria absoluta.

Se separó y me miró. Sus ojos, en la penumbra, brillaban con un fuego oscuro, depredador. Y me sonrió. Una sonrisa lenta, coqueta, maliciosa. La sonrisa de una reina que acaba de ver a su nuevo súbdito arrodillarse por primera vez.

Y sin decir una palabra, se giró, quitó el seguro de la puerta y salió del estudio, cerrando la puerta detrás de ella.

Me quedé solo.

Tirado en el suelo, desnudo, pegajoso. El silencio del cuarto era ensordecedor. Estaba aturdido, mi cerebro era un zumbido, incapaz de procesar nada más allá de las sensaciones. Podía sentir el fantasma de su estrechez alrededor de mi verga. Podía olerla en el aire, en mi piel. En mi cabeza, la película se repetía en un bucle sin fin: su voz suplicando "¡Rómpemelo!", el sonido de mi mano contra su nalga, el grito que soltó cuando entré, su culo perfecto levantado para mí…

Estaba perplejo. No, perplejo es una palabra demasiado simple. Estaba jodidamente trascendido. A mis 22 años, creía que ya sabía de sexo por lo de Valeria. Qué pendejo. Lo de Valeria aunque algo muy bueno, no se comparaba con el nivel de sensaciones que estaba teniendo en este momento.

Esto… esto fue un puto abismo. Y Claudia me había enseñado a caer. Me había mostrado una oscuridad, una mezcla de dolor y sumisión, de poder y perversión, que no sabía que existía. Y me encantaba. Era una droga mil veces más potente.

Me levanté como un zombi. Me subí los pantalones, mis manos temblando. El olor a nosotros, a sudor, a sexo crudo, era denso en el aire del estudio. Estaba en mi piel, pegajoso. No era desagrado. Era… demasiado. Necesitaba despejarme, sentir el agua caliente en mi espalda, estar cómodo en mi propia piel otra vez antes de que mi cabeza terminara de explotar.

Subí a mi cuarto y me metí directamente a la regadera. Dejé que el agua caliente me golpeara la espalda, los hombros, intentando que el vapor se llevara la tensión de los músculos, que el sonido del agua ahogara el eco de sus gemidos en mi cabeza. Pero no funcionó. No del todo.

Cerré los ojos y la vi. Vi su culo perfecto levantado para mí en el estudio de mi padre. Vi la curva de su espalda, la línea oscura entre sus nalgas. Volví a sentir el fantasma de su estrechez irreal, ese calor seco apretándome como un puto puño. El agua se llevaba nuestros fluidos, pero la memoria, la puta memoria, se me había quemado por dentro.

Salí del baño envuelto en vapor. Me vestí con ropa limpia. Por un segundo, la casa estaba en silencio de nuevo. Un silencio normal. Casi podía engañarme a mí mismo, pensar que nada había pasado.

Y entonces, el puto teléfono sonó, un chillido agudo que reventó la calma y me hizo saltar.

Oí la voz de Claudia desde la planta baja, contestando. Era su voz normal, la voz de la esposa de mi padre. Dulce, tranquila, melódica. El contraste con la puta salvaje que había gritado que la rompiera hacía menos de una hora era tan jodido que me mareó.

Bajé las escaleras lentamente. Ella colgó el teléfono justo cuando yo llegaba al último escalón. Se giró y me miró. En sus ojos no quedaba rastro de la lujuria ni del dolor. Solo esa calma depredadora.

"Era tu tía Andrea", dijo, su voz perfectamente modulada. "…Ya vienen para acá. Tu padre y ella. Van a traer algo para cenar".

Nos quedamos viendo un segundo en el silencio de la sala. La miré, y en sus ojos no vi a la mujer que me había suplicado que le pegara, que se había venido en mi boca. Vi a la dueña del castillo, a la señora de la casa, lista para recibir a su marido.

El juego, por ahora, se había terminado. Teníamos que ponernos las máscaras.

No tardaron en llegar. El sonido de la llave en la puerta fue la señal. Claudia y yo nos recompusimos al instante, dos actores tomando sus posiciones en el escenario. Entraron mi tía Andrea y mi padre, que ya venía con una sonrisa floja y el aliento apestando a más alcohol. Traían pizzas.

Y entonces tuvimos que fingir de nuevo.

La cena fue un puto infierno de hipocresía. Nos sentamos a la mesa, los cuatro. Mi tía hablaba, mi padre hacía chistes malos, actuando como si la pelea de la mañana nunca hubiera sucedido. Como si no hubiera llegado a casa apestando a otra mujer. Como si todo estuviera bien. Era el rey de la negación.

Y Claudia… Claudia era la puta reina del engaño. Le reía las gracias, le servía vino, actuaba como la esposa perfecta. Mientras, yo estaba sentado frente a ella, mudo, apenas probando la comida. Cada vez que levantaba la vista, sus ojos se encontraban con los míos por una fracción de segundo. Y en esa mirada veía el eco de lo que habíamos hecho en el estudio. Veía a la mujer que había gritado que la rompiera.

Y entonces, debajo de la mesa, sentí su pie.

Descalzo. Rozando mi tobillo. Lentamente, su pie subió por mi espinilla, por debajo de mis jeans, una caricia clandestina, una descarga eléctrica que me hizo apretar la mandíbula. El pie siguió subiendo, hasta que sus dedos encontraron el bulto de mi verga, que reaccionó al instante. Apretó suavemente, una promesa, un recordatorio. Y todo esto, mientras le preguntaba a mi padre cómo le había ido con las cajas.

Retiró el pie. Y la cena continuó.

Después de que mi tía se fue, me disculpé, dije que tenía que estudiar, pero Claudia me detuvo. "No seas aguafiestas, Leo. Quédate a ver una película con nosotros". Y la forma en que lo dijo, frente a mi padre, fue una orden.

Nos quedamos los tres en la sala. El plan era "ver una película en familia". Mi padre se dejó caer en su reposet de cuero, con otro whisky en la mano. Claudia y yo nos sentamos en el sofá grande, dejando un espacio prudente entre nosotros.

La película empezó, una mierda de acción que ninguno de los tres estaba viendo. A los veinte minutos, los ronquidos de mi padre se unieron a la banda sonora. Estaba noqueado, la cabeza echada para atrás, la boca abierta, el vaso de whisky peligrosamente inclinado en su mano.

El silencio en la sala cambió. Ya no era tenso. Era expectante.

Sentí a Claudia moverse a mi lado. Se estiró, como un gato, y luego se acostó en el sofá, dándome la espalda, su cabeza en un cojín en el otro extremo. Y yo me quedé ahí, como un imbécil.

Entonces, se movió de nuevo, un pequeño ajuste "para estar más cómoda". Se echó un poco para atrás. Y sentí su culo contra mi pierna.

Me quedé congelado. Yo también estaba en pijama, unos pantalones de algodón delgados y sin nada debajo. El calor de sus nalgas, a través de las finas telas, fue como una descarga eléctrica. Empezó a moverse, un vaivén suave, restregándose contra mi ingle. Mi verga reaccionó al instante, dura como una piedra, tensando la tela.

Y ella lo sintió. Sentí el momento exacto en que su culo rozó la punta de mi erección. Se detuvo un segundo. Y luego presionó hacia atrás con firmeza, moliéndose contra mí.

Se inclinó, como si fuera a susurrarme algo sobre la película. Su aliento caliente en mi oído.

"Dame más pito, papi", susurró, su voz un veneno dulce y sucio.

Y sin esperar respuesta, sentí cómo sus manos bajaban por su propia espalda. Escuché el suave siseo de la tela y vi cómo bajaba sus pantalones de pijama y sus calzones hasta las rodillas, su culo perfecto ahora desnudo bajo la manta.

Volvió a presionar hacia atrás. Ahora era piel contra tela. La suavidad de sus nalgas desnudas contra mi verga dura era una puta tortura.

"Bájatelos", ordenó en un susurro.

Con el corazón en la garganta, obedecí. Me bajé los pantalones y el bóxer, mi pito saltando, libre y palpitante en la oscuridad del sofá.

Ella guio mi verga con la mano, pintándola con su humedad, y la acomodó en la entrada de su coño. Y sin dejar de mirar la pantalla de la tele, como si nada pasara, se empujó hacia atrás.

Y entró. Un deslizamiento húmedo y silencioso que me robó el aliento.

Y empezamos a coger. Ahí. En el puto sofá de la sala, a dos metros de su marido, de mi padre, que roncaba borracho en su reposet. Era una locura. Era el acto más jodido y excitante de mi vida.

No era el sexo salvaje de antes. Era un bombeo lento, profundo, silencioso. Un ritmo controlado, casi insoportable. Cada empujón era un riesgo. Cada gemido ahogado en un beso era una victoria. Podía sentir sus músculos internos apretándome, ordeñándome. Podía olerla, sentir el calor de su piel.

"¿Te gusta, puta?", le susurré en la nuca. "¿Coger frente a tu marido?".

"Sí…", gimió contra el cojín. "Sí, papi… no pares… lléname de tu leche…".

Y con esas palabras, con el sonido de los ronquidos de mi padre como banda sonora, con la luz parpadeante de la tele iluminando nuestros cuerpos sudados, el mundo se redujo a ese movimiento lento, profundo y silencioso. Estaba a punto de venirme. El placer mezclado con el terror era tan agudo que casi dolía.

Pero justo cuando sentí que me iba, ella paró.

Se quedó quieta, todavía dentro de mí, su culo desnudo pegado a mi pelvis. Sentí cómo se estremecía, una risa silenciosa sacudiendo su cuerpo. Lentamente, se salió de mí, dejándome con una sensación de vacío frío y una verga dura y goteando.

Se giró en el sofá, su silueta una sombra contra la luz parpadeante de la tele. Se arrodilló en el cojín, frente a mí.

"Todavía no, papi", susurró, su voz un veneno dulce. "Todavía no te he dado tu postre".

Y sin darme tiempo a reaccionar, su boca me cubrió. Fue una chupada diferente a la de la cocina y a la de la mañana. No era una declaración de guerra, era una puta obra de arte. Lenta, húmeda, su lengua jugando, sus labios succionando suavemente. Era una tortura. Veía su cabeza subiendo y bajando en la penumbra, el sonido húmedo mezclándose con los ronquidos de mi padre. El placer era tan intenso que tuve que morderme el puño para no hacer ruido.

Paró de nuevo, dejándome al borde del puto abismo.

"Siéntate", ordenó en un susurro.

Obedecí sin más. Me senté en el sofá, con la espalda contra el respaldo, mi verga dura apuntando hacia ella como un arma.

Ella sonrió, esa sonrisa depredadora que me jodía la cabeza. Y se montó. Se subió encima de mí, a horcajadas, y tomó mi pito con la mano, pintándolo con su propia humedad antes de guiarlo. Se dejó caer sobre mí lentamente, y la sensación de ella tragándome de nuevo, caliente y estrecha, fue tan buena que solté un gemido.

"Shh", dijo, poniendo un dedo en mis labios.

Y empezó a cabalgarme. Lento. Silencioso. Un vaivén suave, profundo, diseñado para no hacer ruido. Sus tetas pesadas, libres bajo su pijama, se balanceaban frente a mi cara. No pude resistirme. Me incliné y tomé un pezón en mi boca. Era duro, grande. Lo chupé con fuerza, y ella gimió contra mi boca, un sonido gutural, animal.

"Sí, papi…", jadeó, su ritmo volviéndose más urgente. "Cómeme las tetas. Chúpamelas mientras me coges".

Mientras mi boca adoraba sus pechos, ella no paraba de moverse, de susurrarme al oído. "Me encanta ser tu puta, Leo. Me encanta que me cojas mientras él duerme. ¿Te pone duro, papi? ¿Saber que soy suya, pero que mi coño es tuyo?".

"Sí", gruñí contra su piel, mi verga hundiéndose en ella con cada palabra.

"Quiero que me rompas", suplicó, su voz rompiéndose. "Quiero que me dejes adolorida. Quiero sentirte mañana cuando me siente a desayunar con él".

Y el control se fue a la mierda. Empezó a moverse más rápido, más duro, cabalgándome con una furia silenciosa. Estábamos en un puto trance, dos animales cogiendo con la tele parpadeando, adictos a la adrenalina y al placer. La sentí empezar a tembrar.

"Me voy a venir, Leo… me voy a venir…", jadeó.

"¡Vente para mí, puta!", ordené en un susurro ronco, y con las manos tapándonos la boca al mismo tiempo, nos vinimos. Ella con un espasmo silencioso que la hizo derrumbarse sobre mí, su coño apretándome como un puto puño. Y yo, obedeciendo su última orden silenciosa, sentí la explosión venir.

"¡Lléname, papi!", gimió contra mi mano. "¡Lléname de tu leche!".

Y con un último empujón, profundo, me vacié dentro de ella, en un torrente ahogado y caliente que nos selló como cómplices para siempre.

Nos quedamos así, temblando, por no más de diez segundos, ella desplomada sobre mí, yo hundido en el sofá. El olor a nosotros, a sudor y a sexo crudo, era denso en el aire. La película seguía parpadeando en la pantalla, un ruido sin sentido.

Fue ella quien se movió primero. Con una eficiencia que me dejó helado, se quitó de encima de mí. En la penumbra, la vi subirse los calzones y los pantalones de pijama, cada movimiento rápido, silencioso, como si estuviera borrando la evidencia de un crimen. Se arregló la blusa, se pasó una mano por el pelo revuelto. Y en menos de un minuto, volvió a ser Claudia, la esposa de mi padre.

Me miró, una última chispa de perversión en sus ojos. Se llevó un dedo a los labios, una orden silenciosa. Y se fue a la cocina.

Me quedé ahí, solo en el sofá. Un puto desastre. Tenía la verga lánguida y pegajosa, mi semen y el de ella mezclados, enfriándose en la delgada tela de mi pijama. El olor a nosotros estaba en mí, en el cojín, en el aire. Me subí los pantalones a toda prisa, con el corazón todavía martillándome en el pecho, sintiéndome sucio y jodidamente vivo.

Y entonces, lo oí.

Un gruñido. Un quejido sordo que venía del reposet.

Mi padre se estaba despertando.

Me quedé congelado, mi sangre helada. Lo vi moverse, estirarse como un animal viejo. Se frotó la cara, parpadeando contra la luz de la tele. Su mirada, nublada por el alcohol, recorrió la habitación y se posó en mí.

"¿Leo…?", murmuró, su voz pastosa.

Justo en ese momento, Claudia volvió de la cocina, con un vaso de agua en la mano, tan tranquila como si viniera de rezar un rosario.

"Aquí estoy, mi amor", dijo, su voz toda dulzura. Se acercó y le dio el vaso. "Te quedaste dormido".

Él bebió un poco, torpemente. La miró, y en sus ojos vi una culpa patética. "Perdón", dijo.

Luego me miró a mí, que seguía de pie junto al sofá como un puto fantasma. Se esforzó por levantarse del reposet, apoyándose en los brazos del sillón. Caminó hasta donde estaba yo, tropezando un poco. Puso una mano en mi hombro, su aliento apestando a whisky y a derrota.

"Ya… ya voy a dormir, hijo", dijo, arrastrando las palabras. Se me quedó viendo un segundo, y sus ojos se llenaron de una tristeza borracha que me revolvió el estómago. "Te quiero, ¿sabes? Mucho".

No supe qué decir. Solo asentí.

"Y… perdóname", continuó, su voz un susurro ronco. "Por todo esto. Por lo de Claudia. Sé que ha sido difícil para ti. Y yo… yo no la he tratado bien. He sido un pendejo".

Y me abrazó. Un abrazo torpe, de borracho, que olía a traición.

Me quedé ahí, rígido, recibiendo el abrazo de mi padre, el hombre al que acababa de traicionar de la forma más brutal posible. Y mientras me abrazaba, por encima de su hombro, vi a Claudia. Estaba de pie junto a la barra de la cocina, mirándonos. No había triunfo en su cara. No había burla. Solo una calma helada, expectante.

Y en ese puto instante, lo entendí.

Esto era el infierno. No la adrenalina. No el sexo a escondidas. Esto. Estar aquí, atrapado entre la culpa patética de mi padre y el poder silencioso de su esposa, mi puta. Y darme cuenta de que el monstruo más grande en esta casa, el que más estaba disfrutando de toda esta mierda… era yo.

Mi padre se fue a dormir. Claudia se fue a su cuarto. Y yo me quedé solo en la oscuridad, con el eco de esa revelación rebotando en mi cabeza. Me sentía sucio. Y jodidamente vivo.

Me fui a mi cama, pero sabía que no iba a dormir. La culpa estaba ahí, sí, una pequeña brasa en el fondo de mi estómago, pero no era mortificante. No me sentía miserable. Me sentía… lleno. Satisfecho de una forma que no sabía que era posible, mi cuerpo vibrando con el eco de cada orgasmo, cada roce, cada palabra sucia. Y en esa extraña calma, con el olor de ella todavía en mi piel, caí en un sueño profundo.

La puerta de mi cuarto se abrió a eso de las tres de la mañana. Fue un sonido tan suave que pensé que lo había imaginado. Pero no. Su silueta se recortó contra la luz del pasillo. Entró y cerró la puerta sin hacer ruido.

"Una última vez", susurró en la oscuridad. Y no fue una pregunta.

No fue como las otras veces. No hubo furia ni rabia. Fue la culminación. Fue la calma depredadora de dos monstruos que sabían que el juego estaba a punto de terminar y querían saborear la última matanza. Se metió en mi cama y, sin decir una palabra, se quitó el camisón. Me quitó el bóxer. No hubo besos preliminares. Solo la cruda necesidad.

Se acostó boca arriba y abrió las piernas. Una invitación. Una orden.

Me acomodé entre ellas, arrodillado. La vista era irreal. Podía ver todo. Su coño, hinchado, rojo, brillante de nosotros. Me incliné y la besé, mientras mi verga, dura como una piedra, encontraba la entrada de su vagina. Entré en ella con una lentitud casi dolorosa.

"Ah…", gimió ella, un sonido bajo, gutural.

Empecé a moverme, un ritmo silencioso, controlado, casi insoportable. Un vaivén lento y profundo, diseñado para no hacer ruido. Podía ver su cara de cerca, a centímetros de la mía, sus ojos cerrados, sus labios entreabiertos ahogando cada jadeo.

"Mírame", le dije, con la voz hecha un gruñido.

Abrió los ojos. Y la cogí. La cogí de verdad. Mis manos se deslizaron por debajo de su espalda baja y le agarré las nalgas. Llenaban mis manos. Carne suave, firme, todavía sensible por los putazos de la noche anterior. Usé mis manos para levantarla hacia mí, para controlar el ritmo, para empalarla en mi verga con cada embestida.

"Sí, papi…", jadeó, su ritmo volviéndose más urgente. "Así. Agárrame el culo mientras me coges. Dime de quién soy".

"Eres mía", gruñí contra su boca, mi verga hundiéndose en ella. "Completamente mía. Dilo".

"Soy tuya, Leo", suplicó, su voz rompiéndose. "Soy tu puta. Tu puta personal".

"Sí, lo eres", le dije, y aumenté el ritmo. El sonido de nuestros cuerpos, un plac-plac-plac húmedo y pesado, llenó la habitación. Ella enredó sus piernas en mi cintura, jalándome aún más adentro. Ya no éramos torpes. Éramos puro instinto. "Y me encanta cómo te abres para mí. Me encanta sentir tu coño apretándome, puta".

"Quiero que me rompas", suplicó, su voz rota por el placer. "Quiero que me dejes adolorida. Lléname de tu leche, papi. Lléname".

Y con esas palabras, con la imagen de sus ojos vidriosos clavados en los míos, con la sensación de sus nalgas en mis manos, el control se fue a la mierda. La sentí empezar a temblar debajo de mí, sus músculos internos apretándome como un puto puño. Y con las manos tapándonos la boca al mismo tiempo, para ahogar cualquier sonido, nos vinimos. Ella con un espasmo silencioso que la hizo arquear la espalda contra mí, su cuerpo convulsionando. Yo con un torrente ahogado y caliente que se perdió en lo más profundo de ella.

Se quedó a mi lado. Me abrazó. Y por primera vez en toda nuestra jodida historia, dormimos.

Cuando desperté, ya no estaba. La primera luz del amanecer se colaba por la ventana, y el lugar a mi lado en la cama estaba frío. Por un segundo, pensé que todo había sido un sueño. Una puta pesadilla erótica.

Bajé las escaleras. Y lo vi. Mi padre. Estaba sentado en el sillón de la sala, completamente vestido, sobrio. Tenía la cara pálida y en sus manos sostenía un pedazo de papel. Estaba temblando.

"Se fue", dijo, sin mirarme. Su voz era un susurro roto.

Me acerqué. Sobre la mesa de centro, vi la nota. Era corta. Decía que no podía más. Que el alcohol, las mentiras, la infidelidad… que lo sentía, pero que ella merecía algo más que las ruinas de un hombre. Y que él merecía la oportunidad de reconstruirse solo.

No hubo gritos. No hubo platos rotos. Solo ese silencio, el silencio de la derrota final. Mi padre no dijo nada más. Simplemente se quedó ahí, mirando la nota, un hombre que lo había perdido todo por segunda vez.

Yo no supe qué sentir. ¿Alivio? ¿Culpa? ¿Tristeza? Era una mezcla de todo, un cóctel nauseabundo que me revolvía el estómago. La guerra había terminado. Y no había ganadores. Solo sobrevivientes.

Las semanas que siguieron fueron un infierno diferente. Mi padre tocó fondo, y fui yo quien lo llevó a una clínica de rehabilitación. Y me quedé solo, de verdad solo, por primera vez, en esa casa enorme y silenciosa.

Con Valeria, había aprendido sobre el fuego, sobre la obsesión juvenil. Pero con Claudia… con Claudia había aprendido sobre el abismo. Me enseñó que el deseo no siempre nace del amor o la atracción. A veces, nace del dolor, de la venganza, de la soledad. Me enseñó que el sexo podía ser un arma, un consuelo y una forma de poder, todo al mismo tiempo. Fue una lección brutal, una que me dejó marcado para siempre.

Pero la casa no se quedó vacía por mucho tiempo. Unas semanas después de que mi padre se internara, llegó mi tía Andrea, con dos maletas y una determinación de acero. "No te vas a quedar aquí solo, Leo", dijo, su voz sin dejar lugar a réplica. "Tu padre me necesita cerca. Y tú también".

Y así, la casa, que había sido el santuario de mi madre y luego el refugio temporal de Claudia, se convirtió en el territorio de mi tía. Intentó devolverle la vida. Limpiaba, cocinaba, ponía flores. Abrió las ventanas que habían estado cerradas por meses, dejando que entrara el aire, como si quisiera barrer los fantasmas. Intentaba llenar el silencio con pláticas triviales. Y para mí, su presencia fue… un ancla por lo menos hasta cierto momento. Después del caos de Claudia, la normalidad de mi tía, su cuidado maternal y sin segundas intenciones, era exactamente lo que necesitaba para no ahogarme.

La vida siguió. Mi padre salió de rehabilitación, un hombre diferente, más callado, más humilde. Volvió a la casa, y los tres aprendimos a vivir juntos en una especie de paz frágil. Mi tía se quedó, cuidando de su hermano, cuidando de mí. Nuestra relación nunca volvió a ser la misma, pero encontramos una nueva normalidad. Yo terminé la universidad, conseguí un trabajo. Y con el tiempo, con un sueldo propio y la necesidad de tener mi propio espacio, me mudé. Dejé esa casa, no huyendo, sino simplemente continuando. La dejé con sus fantasmas, con sus silencios, para que ellos encontraran su propia paz.

Y una noche, casi diez años después, estaba en mi departamento, revisando Facebook. Y vi la notificación. "Claudia R. te ha enviado una solicitud de amistad".

Me quedé helado. El corazón me empezó a latir con esa vieja y familiar violencia. Dudé un segundo, diez, un minuto. Y le di a "Aceptar".

Su perfil no decía mucho. Vivía en Madrid. Estaba casada de nuevo. Y tenía fotos. Fotos en el Parque del Retiro, en la Gran Vía. Fotos con su nuevo marido, un tipo que se veía normal, sonriente. Y una foto de ella, con una niña de unos seis o siete años en los hombros. Su hija. Se veía… feliz. No la felicidad depredadora que yo conocí. Se veía en paz. La mujer que había gritado que era mi puta ahora era la mamá de alguien.

Mientras miraba sus fotos, una burbuja de chat apareció en la esquina de la pantalla.

Claudia: Leo. Cuánto tiempo. Me sorprendió que aceptaras.

Me quedé viendo el mensaje, las manos temblándome un poco.

Leo: Claudia. A mí también me sorprendió. Te ves bien. Feliz.

La respuesta tardó un minuto. Claudia: Lo soy. Y veo que tú también.

Leo: Sí. Lo somos.

Hubo una pausa más larga. Podía ver los tres puntos que indicaban que estaba escribiendo, luego desaparecían. Finalmente, llegó el último mensaje.

Claudia: Cuídate mucho, Leo. Me dio gusto saber de ti.

  1. Raul dice:

    Un final muy triste y dolor para mi

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