Le regalo mi vagina al papa de mi mejor amiga

Abroché los botones de la camisa a toda prisa, sin detenerme siquiera a mirar mi reflejo. Mi novio acababa de dejarme en casa y ya llegaba tarde a mi siguiente cita. Le había soltado la excusa de que al día siguiente tenía examen de Matemáticas.

No quería verlo. Lo odiaba. Cada mensaje suyo me revolvía el estómago. Llevaba días hostigándome: por el móvil, por redes, desde números y perfiles falsos. Lo había bloqueado mil veces, pero siempre regresaba, pegajoso, patético, como si no entendiera el significado de «vete a la mierda».

Cada mensaje era más atrevido que el anterior. En un par de ocasiones incluso me había enviado fotos, tomadas en el baño en ropa interior, sin mostrar el rostro. Me preguntaba, con descaro, si quería ver lo que escondía debajo de sus calzoncillos. Nunca respondí; solo lo bloqueaba de nuevo, intentando convencerme de que todo aquello no podía ser real. Pero lo era. Luis estaba casado, era mucho mayor… y, lo peor de todo, era el padre de mi mejor amiga.

Todo había empezado aquel maldito fin de semana en que Adriana insistió para que me quedara a dormir en su casa. Celebrábamos el cumpleaños de Marta y habíamos montado una fiesta por todo lo alto. Como yo vivía en una urbanización apartada de la ciudad, donde a ciertas horas ya no pasan autobuses, me pareció una idea perfecta. Lo que no imaginaba era que esa noche acabaría marcando un antes y un después en mi vida.

Llegamos a las tantas, riéndonos por todo y tambaleándonos un poco. Habíamos bebido más de la cuenta, y aún nos duraba la risa floja. Tuvimos que ponernos serias de golpe al entrar en casa, conteniendo la respiración para no hacer ruido y para que sus padres no se enteraran de la hora que era. El hogar se regía con reglas tan conservadoras que asfixiaban a Adriana y a sus hermanas, lo que las hacía vivir encapsuladas en una burbuja de decoro, una fachada tan pulcra que hacía que cualquier desliz fuera duramente castigado. Entrar allí era como entrar en un convento, pero con la embriaguez de una fiesta clandestina aún latiendo en las venas.

—Joder, me estoy meando y me muero de sed… —murmuré entre risas, en la habitación de Adriana, justo en el instante en que mi minifalda se deslizó por mis muslos y cayó al suelo, quedando enredada alrededor de mis tobillos.

Ella me miró con gesto cansado, los ojos entrecerrados y la piel algo pálida. Tenía mala cara, como si el mareo le hubiera caído encima de golpe. Se dejó caer sobre la cama sin siquiera molestarse en quitarse los pantalones, soltando un suspiro largo, resignado.

—Ve tú sola, pero no hagas ruido, ¿vale? Como se enteren mis padres de que hemos bebido, no me dejarán salir en un año… —balbuceó Adriana, medio enterrada entre las sábanas—. Joder, me da vueltas la cama…

Sabía que era cierto: el control de los padres de Adriana era tan estricto que muchos sábados le dejábamos ropa y se vestía en casa de Marta. Apenas la dejaban maquillarse.

Fui casi a tientas por el pasillo; conocía aquella casa desde que era una niña. Entré en el baño. No me molesté en volver a ponerme la falda. De hecho, me pareció un acto de astucia: si la madre de Adriana —siempre tan controladora— se levantaba, le resultaría más fácil creer que llevábamos un buen rato acostadas y que la noche había terminado mucho antes.

Tenía la garganta seca y necesitaba beber como fuera. No hizo falta encender la luz: las farolas de la calle bastaban para dibujar sombras suaves por toda la cocina, y mis ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra. Abrí el frigorífico para coger una botella de agua; la luz interior inundó la estancia con un resplandor blanquecino. Lo dejé abierto mientras buscaba un vaso en el armario donde sabía que estaba la vajilla.

Entonces lo vi aparecer de frente. Solo llevaba unos calzoncillos blancos, el torso desnudo, la mirada fija. Mi vista se detuvo, casi sin querer, en su pecho cubierto de un vello oscuro, con algunas canas que le daban un aire maduro, autoritario… y, sobre todo, inquietante.

—¿Tampoco puedes dormir? —preguntó, acercándose despacio, con esa calma perturbadora con la que un depredador estudia a su presa.

Sentí su mirada recorrerme, densa, viciosa, deteniéndose en mis muslos. Joder… no se cortaba un pelo. Instintivamente tiré de mi camiseta hacia abajo, intentando cubrir el tanga negro que apenas me tapaba. Jamás me había sentido tan expuesta. Dios… me daba asco la forma en que me miraba. Luis tenía la misma edad que mi padre.

—Tenía sed… —alcancé a decir por fin, pero mi voz salió débil, trémula, como si no fuera mía.

—Tranquila, yo te daré agua… —susurró, en un tono que no revelaba del todo su intención—. Estás temblando.

Se acercó a mí despacio, tanto que pude sentir el calor de su cuerpo, su olor a jabón y a noche. Entonces me quitó el vaso de las manos, rozando mis dedos un segundo más de lo necesario. Con una calma calculada, llenó el vaso de agua y me lo tendió. Al cogerlo, con ambas manos, tuve que soltar la camiseta, que subió traicionera unos centímetros, dejando al descubierto la curva de mi vientre.

Bajó la vista; se detuvo en mi ombligo…

—Bebe —ordenó con voz grave, segura, como si estuviera acostumbrado a que le obedecieran.

La luz blanca del frigorífico me envolvía como un foco, dejando mi piel al desnudo bajo su mirada. Bebí despacio, con los labios temblorosos, sintiendo el peso de sus ojos sobre mí. Había algo sucio en aquella quietud, en su silencio, en la forma en que me observaba. Sentía que estaba haciendo algo prohibido… y, de algún modo, que era todo culpa mía.

—Eres realmente hermosa —murmuró cuando separé el vaso de mis labios—. Sin duda, más mujer que Adriana… Se te nota en la forma de mirar, en cómo respiras. Volverías completamente loco a cualquiera.

Sus palabras me helaron y me encendieron al mismo tiempo. No supe qué hacer con las manos: si cubrirme o fingir que no había escuchado. El silencio se volvió espeso entre nosotros, roto solo por el zumbido del frigorífico y el latido acelerado de mi corazón. No podía entender que me comparara con su propia hija. No en un momento así.

Entonces lo hizo. Con el dedo índice rozó mis labios, todavía húmedos y fríos por el agua que acababa de beber. Su piel ardía al contacto, un contraste que me estremeció. Los delineó con una lentitud casi reverente, como si quisiera memorizar su forma, y después presionó con suavidad, tanteando el límite, buscando entrar no solo en mi boca, sino en mi entrega.

No sé por qué lo permití… o quizá sí lo sé. Fue una locura, una de esas que no puedo justificar con el alcohol de aquella noche. Era consciente de cada gesto, de cada roce. Pero algo en el aire —el morbo, el peligro, su voz, su mirada— me nubló la conciencia y apagó cualquier rastro de cordura.

Sin apartar la vista de la suya, abrí los labios y dejé que su dedo entrara. Lo recibí con un temblor apenas perceptible, sintiendo el roce tibio de su piel contra mi lengua. Lo chupé despacio, con una mezcla de miedo y deseo, mientras él me observaba en silencio, disfrutando de mi rendición muda.

Miré hacia abajo solo un instante, lo juro… pero fue suficiente para verlo: el bulto imponente que tensaba el algodón de sus calzoncillos. Una descarga me recorrió el cuerpo. Me sentí poderosa, dueña de algo que ni yo misma terminaba de entender: capaz de provocar aquello en un hombre maduro, en alguien como él.

Luis no era cualquier hombre. Era un empresario respetado, de esos que imponen con solo entrar en una habitación, con esa voz grave y esa mirada que acostumbra a mandar. Y allí estaba, excitado por mí… por una chica de dieciocho años, en su propia casa, mientras su esposa y sus hijas dormían a unos metros.

Él, siguiendo la trayectoria de mis ojos, lo percibió al instante, y decidió que era el momento justo de dar el siguiente paso.

—Eres realmente deliciosa —susurró, con esa sonrisa que sabía lo que provocaba. Sus manos ascendieron hasta mis hombros, deteniéndose un instante antes de apartar con suavidad mi melena, despejando el camino hasta mi cuello—. Una musa del deseo… una Venus hecha carne. Toda tú eres un capricho exquisito.

Sentí su aliento, caliente y denso, antes que su boca. Inhaló profundamente sobre la piel expuesta, y el aire que exhaló me hizo temblar de pies a cabeza, una reacción involuntaria que él notó de inmediato. Su presencia me envolvía, su olor —inequívoco, masculino, cercano— me llenó los sentidos. Entonces, me besó. Un beso húmedo y profundo justo debajo de mi oreja. Su boca succionó la piel de mi cuello con una fuerza contenida, como si intentara dejar una marca visible, y el sonido húmedo y obsceno resonó en el silencio de la casa. El deseo se disparó, sustituyendo la vergüenza por una necesidad urgente; sentí sus dedos recorriendo la delicada curva de mi garganta.

Sus ojos ardían, chispeantes, con esa determinación que anuncia lo inevitable. Supe que iba a hacerlo, que iba a atreverse a besarme… y yo, simplemente, lo permití.

Sus labios se apoderaron de los míos con una fuerza contenida, como si quisiera robarme el aliento. Sentí su lengua abrirse paso, buscándome, saboreando la humedad de mi boca mientras el tiempo parecía detenerse en aquella cocina.

Sentí cómo aquel bulto, que en ese momento parecía pertenecerme, buscaba el roce contra mi cuerpo. Me incliné hacia delante, buscando la fricción de su obscena erección contra la tela de mis braguitas. Su cercanía me envolvía, el calor que desprendía me subía por el vientre, y el beso, lejos de detenerse, se volvió más intenso, más profundo, más hambriento.

—Joder, princesa… qué boca tienes —murmuró, rozando mis labios antes de atraparlos entre los suyos con una suavidad que me desarmó—. Besas de maravilla.

Hizo una pausa, lo bastante larga para que el silencio pesara entre nosotros, y añadió con una media sonrisa:

—Seguro que ya tienes novio…

No lo preguntó. Lo afirmó, como quien está deseando compartir secretos.

Asentí en silencio. Sí, tenía novio. Sergio. Pero en ese instante su nombre carecía de peso, de sentido, de todo. Llevábamos un año juntos y nunca se me había pasado por la cabeza engañarlo… hasta aquella noche. Porque frente a Luis, bajo aquella luz tenue, todo el universo moral que había construido se resquebrajó, y en su lugar nació un deseo oscuro, vibrante, deliciosamente prohibido.

Sus manos descendieron desde mis hombros por encima de mi escasa ropa, firmes, seguras, cargadas de autoridad. Noté cómo sus dedos exploraban la curva de mis pechos, tanteando la frontera de lo que ya era mucho más que un beso. Luego bajó la mano, y entendí que pretendía levantarme la camiseta.

Fue entonces cuando reaccioné. Me aferré al borde de la tela con fuerza, deteniendo su avance. Mi corazón latía desbocado, el cuerpo me temblaba y, en medio de aquel torbellino, supe que aquello estaba yendo demasiado lejos. Ya había sobrepasado todos los límites. «¿Es que me estaba volviendo loca?».

—No, por favor, estate quieto —pedí, nerviosa, forcejeando un poco, buscando un hueco entre él y el frigorífico, aunque cada intento solo hacía que me rozara más.

—Tranquila, princesa —dijo con una calma que me heló la sangre. Su voz no temblaba; ni mis dudas parecían afectarle—. Solo será un momento, te lo juro. Sé buena conmigo y concédeme el capricho de verte las tetas. Después podrás irte a la habitación de Adriana. Mañana, cuando despiertes, todo esto habrá quedado en el olvido. Tú seguirás siendo esa novia fiel y perfecta… y yo, el hombre casado, volcado en su trabajo y su familia. Eso es lo que todos esperan de nosotros, ¿verdad? —Sus ojos se clavaron en los míos, inmóviles, mientras una sonrisa insolente, casi victoriosa, se dibujaba en su boca.

Bajé las manos despacio, como si mi cuerpo actuara por cuenta propia, traicionándome. Creí que ceder era la forma más rápida de poner fin a aquello, que el instante pasaría y todo volvería a su sitio. Pero el miedo y la culpa se entrelazaron, feroces, hasta confundirse. Y comprendí, con una punzada de horror, que yo lo había permitido.

Sus manos se alzaron de nuevo, lentas, seguras, levantando mi camiseta con una parsimonia cruel. Cada centímetro de piel que dejaba al descubierto era devorado por su mirada, cargada de vicio y de un morbo tan intenso que rozaba lo enfermizo.

—Joder… qué tetas más ricas tienes —gimió, alargando la frase como si saboreara cada palabra—. Son como dos bocaditos… —Y se lanzó a por ellas, con una ansia que me dejó sin aliento.

Sentí su boca como una avalancha de deseo y urgencia. Yo me quedé quieta, atrapada entre la culpa difusa y una curiosidad punzante que no me permitía protestar. Dejé que lo hiciera. Su lengua recorrió mi piel con un hambre cruda; su aliento, caliente y acelerado, me erizó por completo. Mientras me devoraba, miraba al techo, perdida en mis pensamientos, intentando descifrar el momento exacto en que la noche se había roto para convertirse en esta perversa e inevitable locura.

Cuando volví a la habitación, Adriana dormía con la luz encendida. Ni se imaginaba lo que acababa de pasar con su padre, ese cerdo salido. Me tumbé sin poder cerrar los ojos. La cabeza me daba vueltas. Luis, su mujer, Sergio, la pobre Adriana, mi madre… todo se mezclaba, un puto caos. Y por más que me odiara por dentro, no podía ignorarlo: mis bragas seguían húmedas. Siendo la prueba más asquerosa y real de que, al final, la traición me había gustado.

Y ahora, mientras me terminaba de vestir para aquella cita que no acababa de entender, las imágenes de aquella noche volvían con una nitidez insoportable: sus gestos, su voz, el vértigo, la culpa. Todo se mezclaba en mi cabeza, golpeándome sin descanso.

—¿Otra vez vas a salir? —preguntó mi madre desde el pasillo, con ese tono de reprimenda que usaba más para marcar territorio que por verdadera curiosidad. Era martes, y ya era tarde.

—Te lo dije antes, mamá, pero nunca me escuchas —mentí con naturalidad, intentando suavizar el momento—. He quedado con Marta para recoger unos apuntes en su casa; los necesito para un trabajo de clase.

Mi madre suspiró y encogió los hombros, resignada.

—Vale, pero no vuelvas tarde —repitió con su cantinela habitual, esa que parecía más costumbre que preocupación real.

Al escucharla hablar, una idea me atravesó como un cuchillo: ¿qué pensaría mamá si supiera lo que Luis, ese hombre que todos respetaban, me había hecho en la cocina de su casa?

Mientras aguardaba el autobús en la parada, me pregunté una y otra vez cómo había podido dejarme embaucar. Todo había comenzado con un mensaje privado en mis redes sociales. Luis me había escrito para comentar una foto en bikini, diciéndome que estaba “espectacular”.

Cayendo en su juego, le contesté al instante, llena de rabia. Le solté que me dejara en paz, que no quería volver a verle ni saber nada de él, que me arrepentía de aquella noche y de haber confiado en él. Incluso le amenacé con contárselo todo a mi padre, sabiendo lo que eso significaría.

Al principio pareció reaccionar: me pidió disculpas y prometió no volver a escribirme. Por un momento creí que la amenaza había funcionado. Pero me equivoqué.

El tono de su siguiente mensaje era distinto, más frío, más calculado. Dijo que si realmente quería que me dejara en paz, primero tenía que verle, hablar cara a cara para “cerrar el asunto”. Luego se atrevió a culparme: diciendo que yo le había provocado, que había ido buscándole por la casa en ropa interior. Mentira. Absoluta y repugnante mentira.

Y aun así, acepté. Quedamos en un bar del centro, un lugar neutral, lleno de gente. Me convencí de que allí no podría hacerme nada. Que solo tendría que hablar con él una última vez… así podría quitármelo de encima de una vez por todas.

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Segunda Parte

El bar era pequeño, de esos locales que intentan parecer modernos pero conservan un aire decadente. La iluminación era tenue, con bombillas cálidas que colgaban de cables vistos y dejaban zonas enteras en penumbra. Detrás de la barra, unas botellas alineadas reflejaban destellos ámbar, y el aire olía a una mezcla de café recalentado, ginebra y ambientador de lavanda.

Había pocas mesas ocupadas, parejas que hablaban en voz baja o miraban distraídas el móvil, algún tipo solitario apoyado en la barra y un camarero con cara de aburrimiento que secaba vasos sin prisa.

Lo vi sentado en una de las mesas junto a la ventana, esperándome. Enseguida me hizo un gesto con la mano para que me acercara. En cuanto lo vi, el estómago se me encogió. Sentí una mezcla extraña de ansiedad, temor y algo más oscuro que no quería nombrar.

Luis sonreía, pero no era una sonrisa amable. Era esa media sonrisa suya, ladeada, la que usaba cuando sabía que tenía el control. Me miraba sin prisa, como si analizara cada paso que daba hacia él.

Iba vestido con un polo oscuro, bien planchado, y unos vaqueros que le sentaban demasiado bien para su edad. Llevaba un reloj caro y el pelo perfectamente peinado hacia atrás, con ese aire de hombre seguro, acostumbrado a que nadie le contradiga. En su muñeca brillaba su anillo de casado, y yo solo podía pensar en lo irónico que resultaba: aquel hombre, tan correcto, tan respetado, era el mismo que me quitaba el sueño por las noches, el mismo que había cruzado una línea que nunca debió cruzar.

Se levantó en cuanto me tuvo lo bastante cerca y, con un gesto ensayado, retiró mi silla para que me sentara. Había algo en su manera de hacerlo —esa mezcla de cortesía y autoridad— que me resultó tan incómoda como familiar. Era el tipo de gesto que habría encantado a cualquier otra mujer, pero en sus manos sonaba a teatralidad, a dominio.

—Qué detalle —alcancé a decir, forzando una sonrisa que no sentía.

Él no respondió. Alzó apenas la mano y el camarero se acercó de inmediato, como si lo conociera de otras veces. Luis ni siquiera lo miró; simplemente hizo un leve movimiento con la cabeza, ordenando sin palabras. Yo lo observaba, sabiendo que esa forma de controlar incluso los pequeños gestos era justo lo que más me inquietaba… y lo que, de algún modo, me había atrapado desde aquella primera noche.

—Supongo que no les habrás dicho a tus padres que has quedado conmigo —dijo, rompiendo el silencio con una naturalidad que me incomodó—. Yo he tenido que decirle a Belén que tenía una reunión de trabajo.

—Tranquilo —respondí—, le he dicho a mi madre que iba a casa de una amiga.

Me miró despacio, de arriba abajo, sin disimular, como si cada centímetro de mi piel le perteneciera. En ese instante me arrepentí de no haberme puesto unos pantalones, algo que me hiciera pasar desapercibida, más invisible a su mirada.

—Chica lista… —sonrió, entornando los ojos—. Aprendes rápido el arte de disfrazar la verdad.

Su voz tenía ese tono ambiguo que no dejaba claro si hablaba en broma o en serio, y parecía disfrutar del simple hecho de saber que yo también había mentido.

—¿Sabes que siempre me has parecido la más atractiva de todas las amigas de Adriana? —dijo, con esa sonrisa suya que nunca sabías si era un cumplido o pura provocación.

—Qué honor… —respondí con sarcasmo—. Encima pretenderás que me tome algo así como un halago.

Su expresión no cambió. Al contrario, su sonrisa se acentuó.

—Me pareces una joven preciosa —replicó, inclinándose ligeramente hacia mí. Intentó cogerme la mano, la que tenía apoyada sobre la mesa, pero en cuanto noté el roce de sus dedos la aparté al instante, como si me quemara.

Él rio por lo bajo, sin apartar la mirada, y ese gesto —tan leve, tan controlado— me hizo sentir que el verdadero peligro no estaba en lo que hiciera, sino en lo que era capaz de provocar.

—Luis, he venido aquí para dejar las cosas claras —dije, intentando que mi voz sonara firme, aunque por dentro temblaba—. Lo que pasó en tu casa fue un error.

—No estoy de acuerdo. Llevo tiempo fijándome en ti, no creas que fue algo fortuito, solo esperaba mi oportunidad —alegó interrumpiéndome.

Alcé la mano impaciente.

—¿Tu oportunidad? ¿Quieres decir que ya habías planeado que… que tú y yo…? —No fui capaz de terminar la frase.

Él afirmó con la cabeza antes de hablar.

—¿Recuerdas el día del cumpleaños de tu madre?

Claro que lo recordaba. Mamá había organizado una fiesta en el jardín, invitando a la familia y a los amigos más cercanos. Fue a comienzos de julio, y yo había pasado la tarde con Adriana en la piscina, riendo y tomando el sol como si nada pudiera ensombrecer aquel día.

—Aquel día tú llevabas un bikini blanco. —La pausa de Luis fue deliberada, como si quisiera mostrar de una vez sus cartas—. Sentí cómo se me secaba la boca. El recuerdo de ese bikini, ajustado y minúsculo, era una puta provocación. Me pasé la tarde empalmado, aplaudiendo con los ojos cada vez que salías del agua. La tela se pegaba a tus tetas perfectas, remarcando los pezones. Y cuando te dabas la vuelta… joder. Cada vez que te veía de espaldas, el hilo de la braguita se perdía justo en medio de unas nalgas que me cortaban la respiración.

—Eres un cerdo —intenté cortar de raíz su alegato.

Luis soltó una risa gutural, sin inmutarse.

—Y tú estás tan condenadamente buena que es imposible no serlo, tesoro.

Me parecía increíble. Se había pasado la tarde con papá y con el tío Alberto, los tres sentados en una mesa junto a la piscina, con vasos de whisky en la mano. Podía imaginarlos hablando, como siempre, de política, de inversiones bursátiles y de fútbol. Tres hombres serios, correctos, representando la fachada perfecta de la respetabilidad.

Y mientras yo reía con Adriana, hablando de chicos, de series y de música, era completamente ajena a que el padre de mi amiga resultara ser un puto viejo verde.

Intenté coger aire; necesitaba alejarme de él cuanto antes, hacerle entender que lo que había ocurrido aquella noche en la cocina no volvería a repetirse ni en un millón de años.

—Aquella noche veníamos del cumpleaños de Marta —continué—. Habíamos comprado unas bebidas y Adriana estaba algo mareada; por eso se quedó tumbada en la cama. Yo solo quería un vaso de agua, nada más. Nunca imaginé que tú siguieras despierto… era muy tarde.

Sentí que me miraba como si cada palabra mía le resultara una excusa mal ensayada. Había algo en su expresión —una mezcla de burla y paciencia— que me hizo sentir de nuevo pequeña, acorralada, como aquella madrugada en su cocina, bajo la luz blanca del frigorífico.

—No digas bobadas. Sé que lo disfrutaste tanto como yo —susurró, inclinándose hacia mí, con esa voz grave que parecía deslizarse más que sonar—. Sentí cómo temblaban tus labios contra los míos. Cómo buscabas el roce contra mis calzoncillos… Lo que pasa es que eres una puta niñata, una calientapollas asustada.

CAPITULO 2

Sus palabras me atravesaron como un escalofrío. Quise contestarle, negarlo, decirle que estaba loco… pero no me salía la voz. Aquella forma de hablar, tan segura, tan cargada de insinuación, hacía que todo se volviera confuso: la rabia, el miedo, la vergüenza… y algo más, algo que odiaba reconocer incluso ante mí misma.

—Tengo que irme ya. El último autobús sale en quince minutos —dije, intentando levantarme, pero su mano cayó sobre mi hombro, firme, pesada, obligándome a quedarme en el sitio.

—Tranquila —dijo con calma, como si nada pasara—. Acábate, al menos, la Coca-Cola. Te acercaré a casa después. Prometo portarme bien; me conoces desde que eras pequeña.

De pronto su tono era tan aparentemente amable que resultaba aún más inquietante. No levantó la voz, no me sujetó con fuerza, pero la simple presión de su mano bastó para hacerme sentir atrapada, como si todo el bar se hubiera vuelto demasiado peligroso, como si la puerta estuviera mucho más lejos de lo que realmente estaba.

Un rato después estaba con él en el aparcamiento, dentro de su coche. El aire olía a cuero y a ambientador de manzana, un aroma denso y persistente que se mezclaba con su perfume. La conversación había tomado un tono inesperadamente normal. Me preguntó por las clases, por el nuevo trabajo de mi padre, por cómo le iba a Adriana.

Respondía con frases breves, mecánicas, intentando mantener la compostura, fingiendo calma, aunque por dentro no dejaba de repetirme que no debía estar allí. Cada palabra suya parecía cuidadosamente elegida, como si tejiera un hilo invisible para arrastrarme de nuevo hacia su terreno.

Y lo peor era que lo hacía con una serenidad tan calculada, tan convincente, que resultaba imposible distinguir dónde acababa su educación y empezaba su manipulación. Apreté las manos sobre mis rodillas, buscando anclarme a algo, mientras mi corazón seguía martilleando en el pecho, recordándome que aquella historia aún no había terminado.

Me confesó que llevaba años sin estar enamorado de su esposa, que seguía con ella solo por sus hijas y por mantener las apariencias.

—Belén y yo estamos juntos por rutina; me gustaría tener el valor de separarme, pero resulta todo tan complicado.

Sentí lástima por él y, al mismo tiempo, aquella confesión sobre su esposa me hizo sentir, por primera vez, una mujer distinta… mucho más adulta, más consciente de mí misma.

—La verdad es que nadie lo diría. Parecéis la pareja perfecta. Adriana siempre me cuenta que eres un hombre muy detallista con tu esposa, que siempre le traes algún regalo de tus viajes de negocios.

—Nada, pura fachada —respondió tajante—. Lo hago por mis hijas y por guardar las apariencias. Mi matrimonio es un disfraz, una pantomima. Ya ni siquiera me apetece follármela.

Su tono era sereno, casi íntimo, como si estuviera contándome una verdad trascendental. Pero yo sentí un nudo en el estómago. No era una confesión; era una declaración velada, una forma de justificar lo injustificable. Y aun así, había algo en su mirada —esa mezcla de vulnerabilidad fingida y deseo contenido— que me descolocó, como si estuviera intentando convencerme de que ambos estábamos atrapados en la misma mentira.

—¿Y tú no me cuentas nada? —me preguntó, dándome una palmadita en las rodillas; apenas fue un roce, algo que parecía inocente, pero que no lo era.

—¿Qué quieres que te cuente? —dije, encogiéndome de hombros—. Mi vida es la de siempre: las clases, mi novio, las amigas… ya sabes. Un bucle sin fin.

—No me creo que tu vida sea tan rutinaria como dices. Sin duda eres una chica muy interesante. ¿Cómo se llama tu novio? —preguntó, con ese tono que pretendía hacerse amigo.

—Sergio. Está estudiando Telecomunicaciones.

Luis silbó, como si aquello le hubiera sorprendido de verdad.

—Vaya… debe de ser un chico muy listo —dijo, mirándome con una sonrisa burlona—. Y no lo digo por lo que estudia, sino por estar contigo. ¿Y vais en serio?

—Sí —respondí—. Pronto hará un año. Es mi récord, nunca había estado tanto tiempo con nadie. Incluso me ha presentado a su familia y yo también le he presentado a mis padres. Papá dice que parece un buen chico —dije, orgullosa.

Él asintió despacio, sin apartar la vista de mí. Había algo en su mirada que no me gustaba nada: ese brillo calculador, entre la curiosidad y el deseo, como si cada palabra mía le sirviera para medir los límites que aún podía empujar.

—¿Y es… de los que saben tratarte bien? —dijo con una sonrisa ambigua que me heló la sangre—. Me refiero a… ¿sabe dónde apretar?

Sentí cómo el rubor me subía por el cuello, quemándome las mejillas. Aquella pregunta, tan directa y obscena, me dejó sin aire.

—No sé a qué te refieres —mentí, sintiendo el corazón desbocado.

Luis sonrió, despacio. Era la sonrisa del que sabe que ha ganado terreno, del que disfruta jugando con el desconcierto ajeno. Se inclinó hacia mí, acortando la distancia entre los dos, y su voz bajó hasta volverse casi un susurro:

—Me refiero a ti. ¿Te conoce de verdad? ¿Sabe cuándo te callas porque te aburres… o cuándo te callas porque estás a punto de estallar?

El silencio se hizo espeso, incómodo, como si el aire se hubiera detenido entre nosotros.

—Porque yo sí sé por qué te callas ahora mismo —concluyó sin apartar la mirada, mientras el coche parecía encogerse a nuestro alrededor, haciéndose más pequeño, más hermético… más peligroso.

—Eso no te importa —me atreví a decir—. Eres un imbécil.

Él se rio con fuerza, y su carcajada me aplastó. Me sentí ridícula, impotente; comprendí que nada de lo que dijera podría alcanzarle. Estaba por encima, como si mis palabras fueran simples zumbidos a su alrededor.

—Pues para ser un imbécil, bien que te has subido al coche conmigo —dijo, con esa voz grave, lenta, que parecía deslizarse por la piel—. Dime, ¿sabes por qué estás aquí?

Hizo una pausa calculada. Sus ojos descendieron hasta mi boca, deteniéndose allí un instante demasiado largo.

—Porque te excito más que tu novio —susurró—. Porque hay cosas en ti que un niñato de Ingeniería no podría despertar ni en sueños.

Me eché hacia atrás, buscando aire, como si el interior del coche se hubiera quedado sin oxígeno.

—¿Eres siempre tan… desagradable?

—Solo con la gente que de verdad me interesa —respondió, mientras su mano se deslizaba con calma hasta posarse sobre mis piernas.

Mi mente gritaba que lo apartara, que dijera algo, que hiciera cualquier cosa. Pero mi cuerpo no obedecía. Bajo la presión de su mano, la humedad entre mis piernas se volvió insoportable, revelando la verdad más humillante: una parte de mí lo estaba deseando.

—¿Ves? —susurró Luis, sin mover la cabeza, sin romper la tranquilidad de su postura; su voz era apenas audible—. Te callas porque lo que sientes es mucho más ruidoso que cualquier queja.

Acerqué la rodilla para presionar sutilmente su mano, pero el gesto fue de súplica, no de rechazo. Él lo entendió perfectamente. La presión se hizo más firme. La humedad debajo de la tela se extendió, caliente, incontrolable. En ese instante, su deseo era un espejo de mi absoluta y vergonzosa falta de voluntad.

De pronto, su mano dejó de estar quieta. Con una audacia que me cortó la respiración, se deslizó hacia arriba, rebasando el muslo. Sus dedos, grandes y firmes, rozaron el borde de mis bragas. El simple roce de la tela contra la piel ya tensada fue un martirio.

Cerré los ojos. El corazón me retumbaba en las sienes. El aire que respiraba olía a él y a una condena deliciosa.

—¿Quieres que pare? —preguntó, aunque su tono no sonaba a pregunta, sino a burla—. Te dije que hoy dejaríamos las cosas claras. Solo tienes que decirlo una vez y apartaré la mano de tus piernas. Te juro que no volveré a incomodarte jamás. Tú decides.

No… no pude hablar. No pude moverme. Mi silencio fue la respuesta más rotunda y la licencia más sucia que podía darle. Al no negarlo, lo estaba pidiendo. Y él lo supo. Su pulgar rozó la zona más sensible, y en ese contacto, sentí que la vergüenza desaparecía por completo, reemplazada por la urgente necesidad de más.

—¿Quieres que pare? —volvió a preguntar Luis, sin dejar de ejercer esa tortura lenta. Su voz era un hilo seductor.

—No… —La palabra se escapó de mi garganta, un gemido ronco, apenas audible. Fue la negación más honesta de mi vida.

Él sonrió, con esa mueca arrogante del que ya se siente vencedor, del que siempre consigue lo que quiere.

—Dilo bien. Dímelo mirándome. Dime que lo quieres dentro —exigió, apartando mis braguitas con los dedos y dejando que su piel rozara la mía en un roce apenas perceptible.

Las lágrimas de la humillación, o quizás del deseo, me picaron en los ojos. Me obligué a mirarlo.

—No… no pares, Luis —susurré, con el aliento roto—. Por favor.

Él no me dio tiempo a arrepentirme. En ese instante, su mano se hundió con firmeza bajo mis bragas. Mi gemido fue sordo, ahogado; un sonido gutural no solo de placer, sino de una total e incontrolable rendición.

—¡Ah…! ¡Joder…!

La presión de sus dedos se hizo más fuerte. Mi cuerpo se tensó, arqueándose contra el asiento de cuero, pero mi pelvis buscó el contacto con un instinto animal que me degradó. Sentí cómo la humedad se disparaba, empapando la tela.

—Esto es lo que querías, ¿verdad, zorrita? —gruñó Luis con la voz profunda y cortante, mientras sus dedos me penetraban sin ceremonia.

El dolor inicial se disolvió en una punzada eléctrica de placer. Su agarre era firme, sin delicadezas. Luché por contestar, por negar, pero solo el jadeo salía de mis labios, forzada a admitir con mis gemidos la verdad más sucia y absoluta.

—Dilo. Dime que quieres que te trate como a una verdadera zorra —insistió; la presión de sus dedos se hizo brutal—. Dime que te fuiste cachonda a la cama aquella noche en mi casa.

—Sí… sí, Luis —logré gemir, con un hilo de voz que me quemó la garganta—. Lo quería. Estaba muy mojada.

En ese instante, detuvo el coche justo frente a la puerta de mi casa. La urbanización estaba desierta, envuelta en un silencio casi artificial que gritaba discreción. Solo las farolas, alineadas frente a los jardines de los chalets, arrojaban su luz amarillenta sobre el asfalto húmedo, dibujando sombras largas y solitarias.

El motor siguió encendido, un murmullo ansioso. Ninguno de los dos se movió. Se inclinó y me besó. Un beso lento, de propiedad, que sellaba todo lo que acababa de suceder.

Al separarnos, noté mi respiración entrecortada y mis labios hinchados. El deseo me había devuelto la voz, pero esta vez con una intención distinta.

—No quiero que te marches —susurré, agarrándole la mano, con la urgencia dictando la orden.

Luis sonrió, triunfante. Su victoria era absoluta. Me tenía justo donde quería.

—¿Qué es lo que quieres? —me preguntó, la voz oscura, obligándome a verbalizar mi propia vergüenza.

Cerré los ojos, sintiendo el calor subiéndome al rostro.

—Quiero… quiero que me folles… —respondí, mordiéndome el labio. Jamás hubiera imaginado que podría decir algo tan crudo y tan cierto. Luis soltó una risa seca; disfrutaba de verme así—. Gira a la derecha. Hay un pequeño descampado justo después de la curva. Nadie pasa por ahí a estas horas. —Hice una pausa, saboreando la traición—. A veces mi novio y yo lo hacemos allí.

Luis no necesitó más. Puso la primera, y el coche dio un tirón. En dos minutos estábamos en el descampado: un espacio aún no construido, rodeado de pinos y silencio, un escondite perfecto para las mentiras. Apagó el motor, pero encendió la luz interior, creando un círculo luminoso que hacía nuestra intimidad todavía más deliciosa y prohibida.

—¿Quieres hacerlo aquí? ¿Donde tu novio te trae a follar? —gruñó Luis, con la burla clavada en cada palabra.

Me incliné hacia él. Su boca ya no me bastaba. Comencé a desabrocharle el cinturón, con una urgencia febril.

—No me hables de él —protesté, con la voz temblando—; no me siento orgullosa de hacer esto.

Luis soltó una carcajada ruidosa y me empujó contra el asiento del copiloto, echándolo hacia atrás con fuerza. No me creyó. No tenía por qué. Su mano no esperó; rompió el primer botón de mi camisa, un desgarro seco que me hizo jadear. La tela se rindió a su prisa, y en segundos, mi torso estaba desnudo y expuesto a la luz cruel del coche.

—No he dejado de pensar en estas tetas durante toda la semana —gruñó, hundiendo su cara entre mis pechos desnudos. Su aliento era caliente—. Vamos, zorra. Quítate las bragas. Ahora.

La orden fue absoluta, sin apelación. Mis manos temblaron, pero obedecieron de inmediato. Tiré de la tela húmeda, y las bragas cayeron al suelo del coche. No me detuve. Con la misma prisa ciega, desabroché el cierre de la falda y la deslicé hasta mis tobillos, abandonándola.

—Abre las piernas, quiero verte.

Obedecí, separé mis muslos, mostrándole ya sin ningún pudor mi desnudez más absoluta.

—¿Esto es lo que quieres ver? —pregunté, temblando de anticipación.

—Menuda cosita más tierna tienes aquí… —murmuró, rozándome con los dedos—. Es un coñito precioso. Me gusta así —añadió, acariciando mis labios hinchados—. Completamente depilado. Pasa detrás.

Obedecí, gateando sobre la piel fría de los asientos de cuero. Luis aprovechó mi postura para darme un azote en las nalgas que me arrancó un quejido, seguido de una risa ahogada.

Luis se bajó del coche y accedió al asiento trasero. Se bajó la cremallera con un ruido metálico y liberó su erección, dura, imponente. A su lado, la polla de mi novio parecía de juguete.

—Ven aquí —ordenó, agarrándome por la cintura y subiéndome sobre él, a horcajadas.

Me senté sobre su regazo, sintiendo la fricción de mi sexo ya mojado contra aquella dureza que pretendía meterme. Era una posición incómoda, casi violenta, perfecta para lo que venía.

—Mírame —ordenó—. Quiero ver cómo esa carita de niña buena se transforma con cada centímetro que te meta.

Y mientras yo lo miraba, con el rubor de la vergüenza y el placer ardiéndome, me agarró de las caderas y me hundió sobre él con una fuerza seca y precisa. El grito que solté fue amortiguado por mi propia mano. La penetración fue brutal, caliente; tan violenta que nunca me había sentido tan dilatada; el placer era un filo tan agudo que pensé, en un instante de pánico y éxtasis, que iba a partirme en dos.

—Eso es, putita. Siente cómo te lleno —gruñó Luis en mi oído, justo antes de hundirse por completo dentro de mí.

Sus manos me agarraron de las caderas con una fuerza posesiva y me obligaron a moverme. Sus labios, calientes y húmedos, subieron por mi pecho.

—Dime quién te folla, zorrita —exigió, y cada embestida era una orden.

—Tú… Luis… me estás follando tú —jadeé, forzada a decir su nombre en cada cumbre de placer.

El vicio era absoluto, la traición, perfecta. La brutalidad de su polla y la humedad de su boca se combinaron para desatar en mí un placer incontrolable, que me hacía olvidar que él era el papá de mi mejor amiga.

—Despacio —rogué—. Me duele un poco… —protesté por estar tan llena de hombre como jamás hubiera pensado que me podía sentir.

Poco a poco, el dolor inicial que me causaba el grosor de su polla fue cediendo, transformándose en una fricción intensa. El malestar se disolvió en un placer indescriptible, puro y vibrante. Era la sensación de estar completamente colmada de él, completamente llena, y de desearlo con la misma desesperación.

—¡Así! Muévete así, ¡putita! —gruñó Luis, sujetándome las caderas con firmeza y golpeándome desde abajo.

—¡Joder, qué bien la siento! ¡Más! —jadeé, cabalgándolo con un ritmo animal, obligando a su erección a entrar más hondo. La boca se me secó, y mi cuerpo se echó hacia atrás, buscando mayor contacto en la penetración. Él me besó el vientre, luego me subió el torso y me mordió los pezones.

—Eres jodidamente perfecta. Tienes un coño de esos que muerden…

La combinación de su dominio y la presión interna me lanzó al abismo. Mis músculos se contrajeron, y un gemido agudo y desesperado se escapó de mi boca mientras me deshacía en un clímax que me hizo temblar de pies a cabeza; jamás había sentido algo tan intenso.

—¡Hostia… cómo me corro…! ¡No puedo… no puedo aguantar más! —grité fuera de mí.

Mi cuerpo se arqueó con un espasmo incontrolable. Ya no era placer; era una avalancha eléctrica, brutal. Sentí las paredes de mi coño convulsionar con una furia inaudita, exprimiendo hasta el alma. La cabeza me latía, la vista se me nubló, y por un instante creí que mi conciencia se despegaba de mi cuerpo, dejándome allí, temblando y deshecha, completamente vencida por la intensidad de su embestida. Caí de nuevo sobre él, sin fuerzas, con la única certeza de que aquel había sido, con mucha diferencia, el orgasmo más intenso de toda mi vida. Tan potente que casi llegó a dolerme.

Me desplomé sobre él, intentando recuperar el aliento. Mientras él movía sus caderas desde abajo.

—Para… —susurré, con el miedo helándome el pecho—. Tienes que correrte fuera, Luis.

Él me miró, con la lujuria aún oscureciéndole los ojos.

—De eso nada, zorra. Quiero correrme en tu coño —me amenazó.

—No… Luis, por favor. ¡Me puedes dejar preñada! —imploré. Era la verdad, con Sergio siempre usábamos condón.

Él sonrió, con ese gesto depravado.

—Está bien… seré bueno —dijo, como si me hiciera un favor—. Entonces, chúpamela un poco.

Obedecí de inmediato, apartándome a un lado y sentándome sobre el asiento de cuero. Me incliné sobre él, agarrándolo con ambas manos, y comencé a chuparla con una urgencia que no reconocí. Quería sentirlo todo, quería ser castigada por la transgresión.

La brutalidad que había empleado conmigo —en su forma de hablarme, de tratarme— había encendido algo dentro de mí. Una excitación violenta que jamás hubiera imaginado. En ese momento, solo existía su polla en mi boca y el sentimiento de ser sometida por él. El castigo era el placer, y yo era la zorra adicta que bebía de él.

—Eso es… Menuda puta estás hecha —murmuró Luis, con la voz ahogada por la excitación; sujetó mi pelo con una mano, no para guiarme, sino para forzar mi cabeza a hundirse más entre sus piernas, manteniendo el ritmo—. Voy a correrme… así… Joder, qué boca de viciosa tienes… ¡Ah…! ¡Me corro! ¡Me corro!

Sentí el pulso frenético de su polla y la repentina oleada caliente. Me lo bebí todo, sintiendo un amargor espeso en la garganta; jamás había hecho una cosa así.

Un minuto después, me apartó de su regazo con un gesto brusco, casi indiferente, como quien ya ha cumplido con lo que vino a hacer.

—Vístete —ordenó, volviendo a la calma.

El mandato me golpeó con una ola de vergüenza fría. De pronto, la luz interior del coche me parecía hostil, exponiendo toda mi desnudez. Las imágenes se precipitaron: Sergio, mi novio, con su bondad ingenua, se superpuso al sabor del semen caliente y espeso aún en mi garganta. Pero el verdadero puñetazo fue Adriana, mi amiga de toda la vida. El simple hecho de pensar que acababa de follar con su padre en el asiento trasero me pareció un crimen que no tenía perdón.

Mis manos temblaron al recoger las bragas húmedas del suelo. Las subí con dificultad, sintiendo el roce de la tela en la carne sensible. Luego la falda, que no cerraba bien, y la camisa, cuyos botones rotos ahora parecían un estigma.

—Es tarde —dijo Luis, arrancando el coche—. Tus padres deben estar preguntándose dónde cojones andas a estas horas.

Miré mi móvil, tenía dos llamadas perdidas de mi madre. Un escalofrío me recorrió la espalda. Mientras intentaba abrocharme la camisa, le mandé un mensaje rápido: «Estoy llegando». Quería tranquilizarla, pero sabía que la calma era imposible.

El sabor metálico de su semen persistía en mi boca, y mi coño seguía dilatado, punzándome con leves pinchazos a cada movimiento.

Luis condujo calle abajo en dirección prohibida, con los faros apagados, deteniéndose a cien metros antes de llegar a la puerta de mi casa.

—Será mejor que te bajes aquí —dijo, con seriedad—. No sea que tus padres nos vean juntos. Se armaría un escándalo de cojones.

Abrí la puerta. No dije nada. El aire frío de la noche me golpeó el rostro. No podía asimilarlo. No podía mirarlo a la cara… Joder, era el padre de Adriana. Un puto cerdo, un salido… pero acababa de echarme el mejor polvo de toda mi vida. La verdad era que había sido tan intenso, tan brutal, que mis piernas aún temblaban bajo el peso de la falda, y mi cuerpo pedía, estúpidamente, una repetición.

—Ya te llamaré —me dijo.

Hizo una pausa, justo cuando mi mano iba a empujar la puerta para cerrarla.

—¿Mañana a qué hora sales de clase? —me preguntó.

—Tengo examen de Matemáticas, pero sobre las dos estaré fuera —respondí de inmediato, con una obediencia que me avergonzó.

—Bien. ¿Podrás darle esquinazo a Adriana? No sé… invéntate una excusa. Quiero llevarte a un sitio.

Mi garganta se secó.

—Sí —dije, sintiendo el peso de la mentira, pero sin poder evitar una sonrisa pequeña y morbosa—. Claro que podré.

—Buena chica… Lleva una minifalda de esas que sueles ponerte.

Asentí con la cabeza, sabiendo lo que eso significaba; no había sido solo una cita rápida y sucia en un descampado, me había convertido en su amante, en su puta. Y la idea me hizo sentir un vértigo delicioso. La línea entre lo correcto y lo prohibido se había borrado, y ahora solo sentía la adrenalina de volver a sentir su dominación. No había vuelta atrás.

—Bien… te llamaré para pasar a recogerte —dijo Luis, con la voz de quien da una orden irreversible—. Acércate y dame un beso.

Me arrodillé sobre el asiento del copiloto. Me acerqué, y nuestras bocas se fundieron en un beso que no tenía prisa en finalizar. Sentí sus manos acariciando mis piernas por debajo de la falda, rozando la piel que aún palpitaba por lo que acababa de hacer. Y en ese instante, en lugar de querer volver a casa, deseé con todas mis fuerzas que me pidiera subir otra vez al coche para seguir siendo su putita sumisa un rato más.

Vi cómo se alejaba su Audi, con las luces traseras devoradas por la oscuridad de la calle. Comencé a caminar hacia mi casa, sintiendo un fuerte escozor en mi sexo. La follada había sido salvaje.

Abrí la puerta del jardín y me apoyé en el muro, cogiendo bocanadas de aire helado. Miré el cielo, negro y vasto, sintiendo el peso de la traición sobre mí. No sabía qué sentiría cuando mirara a Adriana a los ojos… pero sí sabía que no podría alejarme de él.

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