En las vacaciones en la playa termino cogiendo con la hermana de mi mujer
No fue idea mía. La que propuso que su hermana se uniera al viaje fue Silvia, a última hora, cuando ya teníamos el maletero medio cargado y los planes cerrados. “Así le da el aire, le vendrá bien”, dijo, como si no fuera un pequeño terremoto meter a una tercera persona en nuestras vacaciones de pareja.
El coche iba cargado hasta arriba. Maletas, bolsas con comida, una sombrilla que parecía más vieja que yo y que Silvia insistía en llevar porque “todavía aguanta un verano más”. Yo conducía con el codo apoyado en la ventanilla, la carretera deslizándose recta entre campos amarillentos, y Silvia a mi lado hojeaba el móvil como si revisara el destino con lupa, aunque ya habíamos estado allí otras veces.
—¿Y tú estás seguro de que no te molesta que venga Lorena? —preguntó de repente, sin mirarme.
—Seguro —respondí, aunque en realidad no lo estaba tanto. Lo habría preferido de otra manera: los dos solos, con tiempo para leer, para beber vino barato al atardecer, para hablar sin prisas. Unos días de pareja. Pero Silvia tenía ese gesto en la cara, mezcla de ilusión y ternura, que siempre me desarma.
—Últimamente está… rara —añadió ella—. Muy a la suya, como desconectada de todo. Le vendrá bien estar con nosotros.
“Rara” era la palabra que Silvia utilizaba para describir prácticamente cualquier estado de ánimo ajeno al suyo. Yo asentí.
La recogimos en la estación del bus: Lorena bajó las escaleras con una mochila pequeña, unas gafas de sol enormes y un vestido ligero que parecía recién comprado. Cuando la vi aparecer no pude evitar reírme: parecía recién salida de un anuncio de cerveza. Venía con esa energía despreocupada de los veintipocos, un desparpajo que contrastaba con la rutina de Silvia. Nos saludó agitando la mano como una niña, y se subió al asiento de atrás sin dejar de hablar.
—¡Qué calor, madre mía! ¿Tenéis aire? Porque si no, me muero aquí mismo. —Soltó la mochila a un lado, se descalzó y puso los pies en el asiento, sin pedir permiso.
—Sí, claro, siéntete como en tu casa —ironizó Silvia.
—Ya lo hago —contestó Lorena con una sonrisa traviesa.
La carretera al mar se llenó de su voz. Tenía esa energía que a veces es agotadora pero que también arrastra. Preguntaba, se reía, ponía canciones con su móvil, se quejaba de la cobertura. Silvia la reprendía de vez en cuando, pero en el fondo se le notaba contenta.
Yo iba escuchando todo a medias, concentrado en no salirme de la carretera estrecha, aunque por el retrovisor veía reflejos de Lorena: el pelo castaño desordenado, la piel tostada de alguien que ya había estado tomando sol en la ciudad, las piernas largas cruzadas descuidadamente. Parecía una versión más joven y desinhibida de Silvia, aunque menos pulida, menos formal.
Llegamos a la casa de veraneo a media tarde. Era el viejo capricho de mis padres, su gran orgullo. Un apartamento en primera línea de playa, modesto pero funcional, en unos de los pueblos turísticos menos masificados de la costa mediterránea. El aire olía a sal y a madera vieja. Lorena entró la primera y recorrió las habitaciones como una exploradora, abriendo puertas, asomándose a la terraza, probando el colchón de la cama de invitados con un salto.
—Me quedo aquí, ¿vale? —dijo.
—Como si tuvieras otra opción —respondió Silvia, divertida.
Pasamos el resto de la tarde en la playa. Yo llevaba meses sin hundir los pies en la arena, y la sensación fue casi infantil, recordando aquellos veranos hacía ya tantos años, con mi familia. Lorena se metió en el agua de golpe, gritando, mientras Silvia y yo avanzábamos poco a poco. Cuando salimos, Lorena ya estaba tumbada en la toalla, con una cerveza en la mano que no sabía de dónde había sacado.
—He traído un par en el bolso. Previsión, se llama —explicó, dándonos una.
La primera noche fue ligera, sin complicaciones. Pasta con tomate, vino sin pretensiones y música en el altavoz del móvil. Lorena no paraba de contar anécdotas de su piso compartido en Madrid, de un vecino que tocaba la trompeta a medianoche, de una profesora insoportable. Silvia la escuchaba con paciencia y le llevaba la contraria en cada detalle. Yo me limitaba a reír, aunque más de una vez terminé atrapado en su ritmo, contestándole, bromeando también.
En la terraza, con el sonido de las olas de fondo, la conversación se alargó hasta que el sueño nos venció. Lorena se levantó la primera.
—Mañana os despierto yo —anunció con un bostezo.
Cuando nos quedamos solos, Silvia apoyó la cabeza en mi hombro.
—Ya verás —murmuró—, va a ser divertido.
No contesté. No porque no lo creyera, sino porque en ese momento lo único que quería era silencio, el rumor del mar y el peso cálido de su cabeza.
La convivencia a tres no parecía tan mala idea. Al menos, no todavía.
*
El sol entraba por las persianas a rayas, dibujando franjas doradas sobre el suelo del dormitorio. Me desperté con el rumor de la cafetera italiana en la cocina y una voz tarareando algo desafinado. Al asomarme, vi a Lorena en pantaloncito corto y camiseta de tirantes, bailando de espaldas frente al fogón mientras removía la leche. Silvia, en cambio, aún dormía como una piedra, boca abajo, con el pelo cubriéndole la cara y una pierna fuera de la sábana.
Desayunamos los tres en la terraza, las tazas de café calientes y el pan de molde aún crujiente. La brisa traía olor a algas y salitre. Lorena hablaba sin parar, como si ya llevara tres cafés encima, y Silvia la mandaba callar cada cinco minutos, aunque no podía evitar reírse.
—Hoy toca playa desde temprano, ¿eh? —dijo Lorena, señalándome con la cuchara como si diera una orden—. Nada de quedarse leyendo en la hamaca.
—Ya veremos —respondí.
—Ya veremos no vale. Si hemos venido, es a meternos en el agua.
Y tenía razón. La mañana terminó convertida en agua, arena y sol abrasador. Silvia llevaba su bikini negro, sobrio, elegante, de tiras anchas, que resaltaba su piel morena y sus caderas generosas. A su lado, Lorena había elegido uno azul eléctrico, con triángulos mínimos que parecían no poder contenerla. Ella tenía menos pecho que su hermana, pero un vientre plano y unas piernas interminables que usaba con inconsciencia, plantándose en la orilla con las manos en la cintura, riendo cuando las olas le golpeaban los muslos.
Jugamos como críos: carreras hasta la boya, chapuzones, lanzarse agua en la cara. Silvia era menos osada, se quedaba más en la orilla, disfrutando tranquila. Lorena, en cambio, me agarraba de la muñeca y tiraba hacia dentro, arrastrándome con una energía implacable. El agua parecía caliente como el caldo, pero al salir el sol caía a plomo sobre la piel mojada y uno echaba de menos el frescor salado.
Por la tarde, después de comer, ocurrió lo del bikini. Fue una de esas escenas absurdas que empiezan con una broma y acaban convirtiéndose en un momento incómodo.
—¡Se me ha roto el tirante! —gritó Lorena desde el baño.
Silvia y yo estábamos en el salón, medio adormilados. Ella se levantó, resoplando.
—Siempre igual…
Volvió al rato con su hermana, que salía envuelta en una toalla.
—Voy a dejarle el mío —me dijo Silvia, buscando en su maleta.
Y de pronto, allí estaban las dos, probándose bikinis en el salón como si yo no existiera. Silvia se colocó uno rojo, que no recordaba haberle visto nunca. Lorena se puso el negro clásico de Silvia. Y entonces, inevitablemente, me miraron a mí.
—¿A quién le queda mejor? —preguntó Lorena con una sonrisa torcida.
Me reí, incómodo.
—No voy a entrar en ese juego. No puedo ganar.
—Anda ya —insistió Lorena—. Venga, juez imparcial.
—Imparcial, dice —bufó Silvia, ajustándose las copas del sujetador.
Las observé, obligado por la situación. Silvia era voluptuosa: el rojo le marcaba las curvas con descaro, el pecho abundante, las caderas redondeadas, la piel tersa con un brillo natural. Siempre había sentido orgullo al verla caminar en bikini, con esa mezcla de seguridad y cierto pudor que la hacía más atractiva todavía.
Lorena era otra cosa: más ligera, más juvenil, más despreocupada. El negro le quedaba casi demasiado grande, pero eso realzaba su aire desordenado, su cintura estrecha y la forma firme de sus pechos pequeños. Su piel tenía un tono más claro que el de Silvia, y el contraste con la tela oscura la hacía parecer más brillante. Sus caderas eran más verticales, pero tenía un trasero más firme.
Me quedé callado demasiado tiempo.
—¿Ves? —dijo Silvia—, ni se atreve.
—Eso significa que me queda mejor a mí —sentenció Lorena, victoriosa, alzando los brazos.
Y el momento se deshizo entre risas. Pero mientras ellas se cambiaban de nuevo, yo notaba en el pecho ese cosquilleo extraño, como un pequeño vértigo, como si me hubieran empujado a un terreno del que prefería no ser consciente.
La tarde terminó con más playa y unas partidas a juegos de mesa en la terraza. El vino corría, las palabras también. Lorena se levantaba cada dos por tres a buscar algo, a reírse, a contar otra historia. Silvia me miraba de reojo con esa sonrisa de complicidad que siempre me había unido a ella. Y yo, entre ambas, notaba cómo algo empezaba a tensarse, sin que ninguno lo hubiera decidido.
*
Me desperté antes que Silvia. El sol apenas filtraba una claridad blanca entre las persianas y el aire olía a ropa húmeda y sal. Me giré hacia ella. Dormía de lado, con una pierna doblada, el pelo revuelto y la boca entreabierta. La sábana apenas cubría su cadera, dejando al descubierto el arco de su cintura, sus nalgas rotundas, la curva de su pecho. Esa visión bastó para que me creciera el deseo, casi inmediato, animal.
Me acerqué, acariciando su espalda, despacio, como tanteando el terreno. Silvia se revolvió, murmuró algo ininteligible y sonrió con los ojos cerrados. Deslizó la mano hacia mi cuello y tiró de mí, invitándome a besarle la boca. Sus labios estaban tibios, húmedos, todavía impregnados del sabor metálico del sueño.
—Ya empiezas temprano… —susurró, ronca.
—No podía dormir.
Nos reímos en silencio, con la boca pegada. La besé más hondo, notando cómo su lengua buscaba la mía con hambre. El cuerpo de Silvia siempre había tenido esa mezcla de firmeza y suavidad que me enloquecía: las tetas grandes, de pezones oscuros que se endurecían apenas rozarlos; las caderas amplias contra las que me gustaba empujar hasta perderme.
La penetré despacio al principio,...fin del primer capitulo....
Capitulo 2
sintiendo el calor estrecho y húmedo de su coño, la forma en que su cuerpo me recibía con un pulso eléctrico que me recorría entero. Ella me apretaba contra sí, con las uñas en mi costado, con gemidos sordos que contenía mordiéndose el labio. La fui colocando boca abajo, sin dejar de follarla, y ella se fue soltando, más ruidosa, moviéndose debajo mí con fuerza, con esa manera suya de tomar las riendas incluso cuando parecía rendida, empujando con las caderas hacia arriba siguiendo mis embestidas.
—Más fuerte —me dijo, jadeando—. No pares.
Y yo obedecí, marcando un ritmo más duro, más seco, escuchando el chocar de nuestros cuerpos, el jadeo cada vez más alto. La follé con la intensidad que me pedía, perdido en el olor de su piel sudada, en el roce húmedo que me envolvía, en la opresión de su coño empapado. Cuando ella se corrió lo hizo arqueando la espalda, gritando mi nombre en un hilo de voz rota. Yo la seguí enseguida, con un estallido que me vació y me dejó sin aliento, aplastado contra ella, con el corazón latiendo desbocado.
El silencio posterior duró unos segundos, hasta que sonaron tres golpes en la pared y la voz de Lorena, risueña y burlona:
—¡Ya está bien, que una quiere dormir!
Silvia soltó una carcajada, tapándose la cara con la almohada. Yo no pude evitar reírme también, aunque con un punto de incomodidad. La complicidad de nuestra intimidad acababa de chocar con la presencia inevitable de su hermana al otro lado de la pared.
*
El día se deslizó perezoso hacia la playa. El agua estaba perfecta, tan azul que parecía de película, y Lorena nos arrastró de nuevo al mar con su energía implacable. El sol golpeaba con un ardor de justicia, y la arena abrasaba bajo los pies descalzos.
Al mediodía, caminamos hasta una cala que en tiempos de mi infancia era escondida, pero que ahora era un secreto a voces y en la que un chiringuito recomendado urbi et orbi servía como especialidad arroz con langosta. El sitio era rudimentario: mesas de madera decrépita, manteles a cuadros, el humo del fuego de leña colándose en el aire, más gente que el primer día de rebajas. Pero al césar lo que es del césar, el arroz llegó humeante, en su punto, caldoso, con el rojo brillante de las cáscaras, un aroma intenso a mar y un sabor que resucitaba a los muertos.
Fue allí donde conocimos a Pol. Amigo del dueño del chiringuito, apareció con la piel curtida por el sol, una camiseta sin mangas y el pelo aclarado por la sal. Saludó como si nos conociera de toda la vida y terminó sentado a nuestra mesa, bebiendo cerveza y hablando de calas secretas, de fiestas en barcos, de la vida en el pueblo, con una desenvoltura que desarmaba.
Lorena se animó enseguida, riéndose a carcajadas con cada ocurrencia de Pol. Silvia lo escuchaba con interés, pero más en silencio. Yo me limité a observar, con la sensación de que aquel chico podía convertirse en parte del paisaje de nuestros días allí.
*
Esa noche, después de cenar en la terraza, decidimos bajar a caminar por la playa. La luna colgaba redonda sobre el mar, iluminando la arena con un resplandor plateado. Íbamos los tres descalzos, dejando huellas húmedas junto a la orilla.
Silvia me tomó de la mano, apoyando la cabeza en mi hombro. La sentía tranquila, feliz, con ese aire sereno que siempre me había atraído de ella. Lorena caminaba unos pasos detrás, arrastrando los pies en el agua, lanzándonos piedrecillas a la espalda.
—Sois unos pesados —se quejó en un tono burlón—. Siempre de la manita, como si yo no existiera.
—Eres la sujetavelas oficial —le dijo Silvia, riendo.
—Pues vaya papelón —contestó Lorena—. A ver si Pol me saca de aquí mañana, porque esto es un coñazo.
Reímos todos, y seguimos caminando bajo la luna.
*
Pol apareció al mediodía con su moto vieja y su sonrisa confiada. Había prometido enseñarnos una de esas maravillas escondidas que no salían en las guías: un río subterráneo que atravesaba la roca caliza y desembocaba en una cala diminuta, casi secreta, apenas a media hora en coche.
Aceptamos sin dudarlo. El calor era insoportable, la playa rebosaba de turistas y la idea de un lugar fresco y apartado nos tentaba a todos. Metimos toallas y agua en las mochilas y tras conducir unos buenos tres cuartos de hora seguimos a Pol por un sendero de tierra que se adentraba entre pinos y romeros.
El aire olía a resina y a polvo caliente. Silvia iba delante, con el pelo recogido y la piel perlada de sudor bajo la camiseta blanca que se le pegaba al cuerpo. Lorena caminaba a mi lado, hablando sin parar, su voz llena de ironías que arrancaban risas de Pol. Yo trataba de mantener el paso, atento al paisaje y al rumor constante de las cigarras.
Llegamos a una grieta en la roca, de la que manaba un aire frío, húmedo, como el aliento de un gigante dormido. Pol nos explicó que el río corría bajo tierra durante cien o ciento cincuenta metros y que podíamos atravesarlo siguiendo una senda de piedras resbaladizas hasta una salida oculta.
Entramos, bajando por una escalera natural hacia en interior de una fruta.. La penumbra nos envolvió de inmediato, y el frescor fue un alivio. El agua nos cubría hasta las rodillas, helada al tacto, cantarina. Las paredes rezumaban humedad y las voces resonaban en ecos extraños. Silvia me cogió del brazo, riéndose nerviosa. Lorena iba detrás de Pol, alumbrando con el móvil, salpicando el agua con los pies como si estuviera en un juego infantil.
El trayecto fue breve pero intenso: la oscuridad, el roce accidental de cuerpos en la estrechez del pasadizo, la risa nerviosa cada vez que alguien tropezaba. Yo sentía la mano de Silvia aferrada a la mía, pero también la proximidad del cuerpo de Lorena, su voz siempre demasiado cerca, su risa golpeándome en la espalda. Las luces de los móviles iluminaban una larga bóveda excavada en la roca, con formas caprichosas, y parecía adentrarse en las entrañas de la tierra.
Pero al salir de nuevo a la luz, la visión fue de postal: una cala diminuta, de arena dorada y agua transparente, encerrada entre acantilados. El sol se filtraba como una cortina de oro. Nos tumbamos exhaustos en la arena, y Pol abrió unas cervezas que llevaba en la mochila.
Lorena bebió a morro, dejando espuma en sus labios, y se tumbó boca abajo, apoyando la barbilla en las manos. Sus nalgas redondeadas se marcaban en el bikini, brillantes de agua y arena. Traté de apartar la mirada, y en ese instante ella levantó los ojos y me sonrió como si hubiera pillado el desliz.
*
La vuelta fue silenciosa, cada uno abstraído en sus pensamientos. El sol caía bajo, tiñendo de cobre las copas de los pinos.
Esa noche, Silvia y yo nos refugiamos en la ducha. El agua caliente resbalaba sobre nuestros cuerpos cansados, llevándose la sal y la arena. Ella se arrodilló de pronto, sin decir palabra, y se metió mi polla en la boca. Su lengua jugueteaba con precisión, alternando suavidad y firmeza, mientras el agua caía sobre su pelo y me corría por los muslos.
Apoyé la mano en la pared, jadeando, tratando de contenerme, pero Silvia me miraba con esos ojos traviesos, como si disfrutara de tenerme a su merced. No tardé en correrme con un placer que me hizo temblar entero. Ella recibió mi orgasmo con calma, tragando sin apartar la vista.
Y justo entonces: golpes en la puerta.
—¡Venga ya, pesados! —la voz de Lorena, burlona—. Vais a gastar el agua caliente. ¡Se oye todo! ¿Qué hacéis ahí dentro?
Silvia se echó a reír, limpiándose con la mano, y yo apenas pude contener la carcajada nerviosa. El mundo parecía empeñado en recordarnos que la intimidad tenía espectadores al otro lado de la pared.
*
De madrugada me desperté, con la garganta seca. Bajé a la cocina por un vaso de agua y, al volver, pasé frente a la habitación de Lorena. La puerta estaba entornada y, sin querer, mis ojos se detuvieron.
Ella estaba en la cama, tendida de espaldas, desnuda. Una mano entre las piernas, la otra aferrada a la sábana. Se movía despacio, con un ritmo contenido pero cargado de deseo. Su respiración era irregular, apenas un suspiro, y en la penumbra podía ver cómo arqueaba la espalda con cada oleada de placer.
Me quedé paralizado, atrapado entre el impulso de apartarme y la fascinación de la escena. El corazón me golpeaba en el pecho. Ella no me había visto. No podía verme.
Tragué saliva, cerré la puerta con el mayor sigilo posible y me metí de nuevo en la cama junto a Silvia, con la imagen de Lorena grabada a fuego en la retina, latiendo en mi interior como un secreto prohibido.
*
La tarde se nos escapó entre baños y siestas. El sol había caído ya cuando Pol apareció de nuevo en la casa, esta vez con una bolsa de la compra colgando de cada mano y una sonrisa de pillo.
—He pensado que os debía invitar yo hoy. —Dijo entrando como si fuera de la familia—. Traigo pescado de roca, algo de marisco, vino blanco y hasta postre.
Silvia se rio, encantada de la sorpresa. Lorena, en cambio, puso los ojos en blanco.
—¿Tú qué eres, guía turístico o chef personal?
—Ambas cosas, señorita —contestó él, inclinándose teatralmente—. Pero solo porque tú me lo pides.
Yo los observaba desde la mesa de la terraza mientras ponía platos y vasos. El aire era tibio, la brisa olía a mar y a jazmín. Las luces de la costa titilaban a lo lejos. La escena parecía sacada de un verano perfecto, casi ficticio, pero había algo en la energía de Lorena, en esa chispa que soltaba cada vez que Pol le respondía, que me mantenía alerta.
Mientras él cocinaba en la pequeña cocina una caldereta de pescado, Silvia descorchó el vino y me pasó la primera copa. Estaba guapísima con un vestido ligero de tirantes, sencillo pero que dejaba ver la curva de los hombros y el bronceado reciente. Se sentó junto a mí, pegada, con esa complicidad que se había ido reafirmando en los últimos días.
Lorena apareció al rato con un bikini debajo de una camisa anudada en la cintura. Llevaba el pelo todavía húmedo y los labios ligeramente pintados. Se dejó caer en la silla frente a nosotros, con un suspiro exagerado.
—A ver si este chef improvisado sabe lo que hace —provocó.
—Soy un artista, no un cocinero —dijo Pol sin inmutarse—. Y los artistas necesitamos musas.
La miró descaradamente mientras picaba los ingredientes de la ensalada. Ella aguantó la mirada un segundo más de lo necesario, antes de beber un trago largo de vino.
La cena fue un festival de anécdotas, chistes y réplicas rápidas. Pol hablaba con ese desparpajo de los locales que no temen exagerar ni un ápice: que si había surfeado una ola de cinco metros en enero, que si una vez durmió en una cueva durante una tormenta, que si conocía a todos los pescadores del puerto y cada uno tenía una historia surrealista que contar.
Silvia se reía a carcajadas. A ella le encantaban esas historias, aunque sospechara que la mitad eran inventadas. Yo, en cambio, le observaba con cautela, como si tratara de descifrar cuánto de encanto natural y cuánto de estrategia había en su manera de dominar la mesa.
Lorena entraba en el juego con naturalidad.
—Anda ya, eso no te lo crees ni tú —decía, pero con una sonrisa en los labios.
—Si quieres te lo demuestro mañana, princesa —replicaba Pol.
—Princesa, dice… —se burlaba ella, mientras jugueteaba con la copa.
Yo sentía el vaivén de las piernas de Silvia junto a las mías. De vez en cuando, me rozaba suavemente bajo la mesa, un gesto íntimo y discreto que me anclaba a ella.
Es justo decir que la cena estaba deliciosa. La carne del pescado jugosa, el sabor profundo del caldo, la delicadeza del punto de los moluscos, el toque justo de picante y verdura sofrita. Pol desgranaba la receta con la ferviente verborrea de un alquimista.
—Tienes que admitirlo —le dijo a Lorena—. Estoy a otro nivel.
Ella fingió pensarlo, mordiendo el labio inferior.
—Bah, no está mal. Un cinco raspado.
Pol puso cara de ofendido.
—Un cinco… ¡Me voy de esta casa ahora mismo!
—Oye, oye, que la casa es mía —intervine, riendo—. Si alguien se va, que sea con los platos fregados.
Las carcajadas llenaron la terraza. El vino corría, ligero, fresco, y el ambiente se fue cargando de ese calorcito dulce de las noches de verano en las que el tiempo parece diluirse.
Más tarde, ya con las velas encendidas y el postre casi terminado, la conversación derivó hacia los viajes. Silvia habló de su ilusión por visitar Islandia, Lorena confesó que nunca había salido de Europa y Pol contó cómo había vivido tres meses en Lisboa durmiendo en un sofá y tocando la guitarra en la calle.
—Pues yo también toco —dije, y en seguida sentí las miradas sobre mí.
—Ah, ¿sí? —preguntó Pol—. ¿Qué tocas?
—Guitarra. Con unos amigos tenemos un grupo de rock, aunque muy amateur. Hacemos casi todo versiones.
Silvia me miró con orgullo.
—No le creas, que no quiere presumir. Tiene un talento increíble.
Yo me encogí de hombros, un poco avergonzado. Lorena, sin embargo, sonrió de lado.
—Anda, pues mañana nos tienes que dar un concierto privado.
—Eso, eso —apoyó Pol, levantando la copa—. Ya está decidido.
La idea quedó flotando, envuelta en promesas entre bromas y risas.
*
Cuando terminamos de cenar, yo me quedé unos minutos más en la terraza, recogiendo vasos. Desde dentro llegaba la voz de Silvia llamándome, y escuché también a Lorena reírse de algo que había dicho Pol.
Me apoyé en la barandilla, mirando el mar negro. El rumor de las olas llegaba apagado, mezclado con las voces de la casa. Sentí el vino en la sangre, la calidez del verano, y también una punzada extraña: ese equilibrio frágil en el que todo parecía perfecto, pero bastaba un gesto de más, una mirada demasiado larga, para que se resquebrajara.
Me pregunté cuánto duraría esa armonía, y si yo sería capaz de mantenerla.
*
La sobremesa se prolongó más de lo previsto. Los licores corrieron generoso, las palabras también. La terraza se había convertido en un refugio cálido, rodeado por la penumbra y el murmullo del mar, lejano pero constante, como un animal en reposo.
Silvia reía, con la mejilla encendida y los ojos brillantes. Lorena apoyaba la barbilla en la palma de la mano, observándonos a todos con esa mezcla de ironía y dulzura que tenía, interviniendo con frases breves, certeras, como si supiera elegir siempre la palabra exacta para mantenernos pendientes de ella. Pol, en cambio, hablaba sin medida, y lo hacía bien, contagiando su desparpajo, inventando anécdotas que nos hacían doblarnos de risa.
Pasada la medianoche, Silvia empezó a cabecear. Sus risas se fueron volviendo más suaves, hasta que se dejó caer en el sofá con un suspiro que olía a vino y mar.
—Yo aquí me quedo —murmuró, acomodándose.
Pol se levantó con un gesto resuelto.
—Mañana más, gente. —Me estrechó la mano con firmeza—. Buenas noches, maestro.
Cuando salió, la casa quedó súbitamente en silencio. Solo Lorena y yo recogíamos los vasos y platos vacíos. Me pasó una copa por el tallo, y al rozar sus dedos con los míos, sentí un chispazo inmediato. Ella lo notó: me sostuvo la mirada apenas un segundo, con los labios apretados, como reprimiendo una sonrisa.
—Vas a acabar peor que yo —dijo, en un murmullo algo pastoso.
—Ya estoy peor que tú —respondí, más serio de lo que pretendía.
Su risa fue breve, seca, como una burla íntima, y desapareció hacia el pasillo con paso vacilante. Me quedé de pie, sosteniendo la copa vacía, escuchando el eco de su risa.
*
Silvia me arrastró temprano a la playa. Yo caminaba tras ella, hipnotizado por la forma en que el sol le prendía destellos en la espalda húmeda. Nadamos, bebimos cerveza, jugamos como si nada existiera más allá de nosotros. Pero Lorena había quedado en la casa, durmiendox y esa ausencia se me clavaba como una espina invisible.
Al regresar, la casa parecía desierta. Abrí la puerta del baño y la encontré allí: Lorena, de pie, apenas cubierta por una toalla. El vapor del agua llenaba el aire. Se giró, sorprendida, sujetando la tela contra el pecho. El movimiento le dejó al descubierto un hombro húmedo, la gota lenta que descendía hasta perderse en el escote improvisado.
—Perdón —murmuré, sin apartar la vista demasiado rápido.
—Tranquilo —contestó ella, firme, aunque apretaba la toalla con más fuerza.
No me moví de inmediato. Ella tampoco. Durante un segundo entero el aire estuvo cargado de algo que no se parecía a la sorpresa ni al pudor. Después aparté la mirada y salí a trompicones, con el corazón golpeándome en las costillas.
*
Esa noche busqué a Silvia con hambre. Ella lo percibió en cuanto la tomé entre mis brazos.
—Estás distinto… —susurró, arqueando la espalda.
No respondí. La besé con furia, con una necesidad que me quemaba la boca. Mis manos recorrieron su cuerpo con una impaciencia feroz, clavándose en sus caderas, en sus muslos, en su vientre. Ella gimió contra mi cuello, sorprendida por la violencia de mi deseo, pero se abrió a él, recibiéndolo con una entrega que me volvió aún más salvaje.
Su piel olía a sal y a vino. La lamí con hambre, desde el cuello hasta el vientre, hundiéndome en su entrepierna con la lengua, con los labios, con la respiración entrecortada. Sentí cómo se estremecía, cómo me apretaba la cabeza con las manos, exigiendo más, más profundo, más brusco.
—Dios… —jadeó, arqueándose—. No pares.
Y no paré. La levanté en brazos, la tomé con fuerza, penetrándola con una brutalidad controlada, la piel contra la piel, el sudor mezclándose, los gemidos resonando en la habitación como golpes sordos. Ella me arañaba la espalda, me mordía el hombro, me respondía con la misma ferocidad con la que yo la poseía.
No era solo sexo: era la descarga de todo lo que había callado, de todo lo que estaba conteniendo. Cada embestida era un grito sin voz, una confesión muda.
Cuando nos corrimos, lo hicimos juntos, pegados, convulsionando, con un gemido compartido que parecía arrancado del fondo de la garganta. Después caímos sobre las sábanas empapados, jadeando, riendo con un alivio casi animal.
Silvia me acarició el pelo, todavía con la respiración desbocada.
—¿De dónde ha salido todo eso? —preguntó, con una sonrisa exhausta.
—No lo sé —mentí, enterrando la cara en su cuello.
*
Más tarde apareció Pol, como si nada. Llevaba dos guitarras viejas al hombro y el mismo descaro de siempre.
—He pensado que esto se animaba con un poco de música. ¿Quién se apunta?
Nos sentamos en la terraza. Lorena y Silvia, descalzas, se acomodaron con las piernas dobladas sobre las sillas. Pol arrancó con unos acordes flamencos, rápidos, juguetones. Yo le seguí con algo más melódico, improvisando sobre su base.
Las risas se apagaron poco a poco. Quedó solo la música: el roce de los dedos sobre las cuerdas, el murmullo rítmico de las guitarras que se respondían entre sí. Pol me lanzaba desafíos con la mirada, y yo replicaba, como en un duelo amistoso, y hasta nos atrevimos a cantar.
Las chicas nos miraban en silencio. Lorena, en especial, tenía la barbilla apoyada en la rodilla, los ojos fijos en mí, como si quisiera escuchar algo más allá de la música, como si cada nota dijera lo que ninguno de los dos podía pronunciar.
El calor de la noche se mezclaba con el calor de la sangre. Sentí que tocaba no para Pol, ni siquiera para Silvia, sino para ella, para esa mirada que no se apartaba de mí.
Cuando terminamos, hubo un aplauso tímido.
—Menudo concierto improvisado —dijo Lorena, con una sonrisa que tenía filo.
Y el silencio volvió a la terraza, más pesado, más afilado que antes.
*
La mañana amaneció lenta, cargada de calor. Silvia dormía todavía, enroscada entre las sábanas, cuando me levanté y salí a la terraza. El mar brillaba al fondo, y el eco del concierto improvisado de la noche anterior aún me resonaba en las manos, en los oídos, como si no se hubiera acabado del todo.
Lorena apareció descalza, con un café en la mano, el pelo desordenado, una camiseta amplia que le caía sobre un hombro. Caminaba como si la casa le perteneciera, con esa naturalidad insolente que siempre la hacía parecer más libre que los demás.
—No has dormido mucho, ¿no? —me dijo, mirándome de reojo mientras se sentaba frente a mí.
—No —admití.
—Yo tampoco. —Sopló sobre la taza, sorbió un poco y dejó que un silencio incómodo se instalara entre los dos.
Me sostuvo la mirada más de lo necesario. Sentí que no había nada casual en ese gesto: era una invitación muda, una prueba. El aire se espesó entre nosotros.
—Lo de anoche… —empezó a decir, jugueteando con el borde de la taza.
—¿El concierto? —intenté mantenerme en terreno seguro.
—Sí. —Sonrió, pero su sonrisa tenía otra cosa detrás, algo que no era simple admiración—. Tocabas distinto. Con rabia. Con… deseo.
No supe qué responder. Bajé la vista a mis manos, como si las cuerdas aún estuvieran allí, vibrando.
*
Más tarde, en la playa, Silvia se tumbó al sol con un libro sobre el pecho y se quedó dormida enseguida. Yo me quedé a su lado, fingiendo leer, pero en realidad observaba a Lorena, que entraba en el agua. Caminaba despacio, dejando que las olas le golpearan los muslos, el vientre, hasta sumergirse del todo. Cuando salió, el bikini se le pegaba al cuerpo y cada movimiento parecía calculado para torturarme, aunque seguramente era solo su manera natural de estar.
Se sacudió el pelo y me miró desde la orilla, con una media sonrisa que duró apenas un instante, suficiente para dejarme en carne viva.
*
Por la tarde, la casa se llenó de sombra. Silvia dormía la siesta, desnuda bajo la sábana ligera. Yo salí al pasillo buscando aire. La puerta del cuarto de Lorena estaba entreabierta. Dudé un segundo y pasé por delante. Ella estaba sentada en el suelo, con la espalda contra la cama, escuchando música con los auriculares.
Me vio. Se quitó uno.
—¿Quieres? —dijo, tendiéndome el otro.
Entré. Me senté frente a ella, a menos de un metro. Compartimos el auricular. La canción era lenta, casi hipnótica. El calor hacía que la piel nos brillara. Ella se estiró hacia mí para alcanzar el teléfono y cambiar de tema, y en ese gesto su rodilla rozó la mía. No se apartó. Yo tampoco.
El roce permaneció, leve, eléctrico.
—Me gusta más así —murmuró, como si se refiriera a la canción, aunque su mirada decía otra cosa.
No contesté. El silencio era más elocuente que cualquier palabra.
*
Cuando ya se ponía el sol, Pol volvió a aparecer, siempre con su energía bullente. Propuso unas copas y un juego de cartas. La terraza se iluminó con velas y risas. Silvia estaba animada, todavía medio adormecida por la siesta, y se pegaba a mí con cariño. Lorena jugaba con los naipes, barajando con dedos ágiles de tahúr, lanzándome miradas fugaces que parecían cuchillos escondidos.
El ambiente era alegre, ligero, pero debajo latía otra cosa: cada roce de sus dedos al darme una carta, cada cruce de ojos, cada sonrisa breve, era como un hilo más tensando la cuerda.
Al final de la partida, Pol bromeó:
—Esto hay que celebrarlo con otra sesión musical.
Sacó las guitarras. Tocamos. Esta vez, mientras Silvia y Pol reían, yo no dejaba de sentir los ojos de Lorena clavados en mí. Una mirada fija, intensa, que atravesaba cada nota y la volvía otra cosa.
Sentí que todo el deseo que había callado hasta ahora estaba a un paso de desbordarse. Y, sin embargo, nada pasó. Nada salvo esas miradas. Suficiente para saber que la suerte estaba echada.
*
El día amaneció limpio, con esa claridad intensa que solo tienen los pueblos al borde del mar. Pol apareció temprano, golpeando la puerta con un entusiasmo inagotable. Traía un plan trazado con la soltura de quien conoce cada esquina, cada rincón secreto.
—Hoy os llevo de excursión —anunció—. Nada de playa ni siestas. Vamos a ver la ciudad como Dios manda.
*
Recorrimos el casco histórico a pie, bajo la sombra de los balcones estrechos y las buganvillas que trepaban por las paredes encaladas. Silvia caminaba a mi lado, entrelazando sus dedos con los míos, y a veces se detenía para señalar algún detalle mínimo: una reja de hierro forjado, un azulejo roto en la fachada, un niño que jugaba en la plaza.
Lorena y Pol iban un poco más adelante, charlando con esa naturalidad que yo no tenía con ella. Sus risas resonaban en las callejuelas estrechas, mezclándose con el olor a café recién molido y pan caliente.
Me sorprendió lo fácil que era mirarlos como pareja. No lo eran, pero la manera en que Lorena le respondía a cada broma, inclinando apenas la cabeza hacia él, y la forma en que Pol la guiaba entre la gente como si fuera instintivo, los hacía parecer hechos el uno para el otro.
Silvia lo notó.
—Mira a tu cuñada —me susurró al oído, con una sonrisa traviesa—. Está en su salsa.
Yo me limité a asentir, guardando silencio.
*
Pol nos llevó a un restaurante escondido detrás de una puerta sin letrero, casi clandestino. El interior era oscuro y fresco, con mesas bajas de madera y paredes cubiertas de botellas de vino. El dueño le saludó como a un viejo compinche y nos instaló en un rincón apartado.
La comida llegó en una sucesión de platos sencillos y extraordinarios: unas verduras al horno de sabor intenso, almejas enormes en una salsa de personalidad desbordante, pescado fresco apenas marcado a la plancha, pan casero crujiente, aceite de oliva que sabía a sol, quesos artesanos que bailaban en la lengua y un vino blanco frío que se deslizaba como agua.
Silvia me acariciaba el muslo por debajo de la mesa. Yo bebía su contacto como bebía el vino: con hambre. Lorena reía con la boca llena, y Pol la miraba con una admiración abierta, sin disimulo.
—Aquí siempre pasa lo mismo —dijo él—. Vienen turistas, creen que lo han visto todo, y luego se topan con este sitio y entienden lo que es comer de verdad.
—Pues ya tienes razón —contestó Lorena, lamiéndose un dedo manchado de aceite—. Esto es otra liga.
Sentí un estremecimiento al verla hacer ese gesto. Lo aparté con un sorbo más de vino.
*
Después, Pol nos condujo a un local pequeño, escondido tras un callejón. Dentro, un grupo tocaba en directo: guitarras, contrabajo, una voz ronca que llenaba el aire de humo y nostalgia. El lugar estaba repleto de gente joven, bohemia, con botellas de cerveza en las manos y ojos brillantes en la penumbra.
Silvia se acurrucó contra mí. Su cabello olía a sal y a vino, y apoyó la cabeza en mi hombro. Lorena bailaba apenas, siguiendo el ritmo con los dedos sobre la mesa, mientras Pol la observaba como si todo lo demás no existiera.
Por un momento, la música me envolvió tanto que sentí que nada era real, que todo era una escena prestada de otra vida: la ciudad, el humo, el roce de Silvia en mi costado, la mirada de Lorena fija en Pol.
*
Terminamos el día en una terraza con vistas al puerto. El mar brillaba oscuro bajo la luna, las barcas ancladas parecían flotar suspendidas en un sueño. El aire era cálido, perfumado de verano.
Silvia y yo compartimos un helado, riendo como adolescentes. Lorena y Pol estaban en la barandilla, hablando bajo, tan cerca que las manos parecían rozarse sin necesidad de moverse.
Me sentí dividido: por un lado, la ternura infinita que me despertaba Silvia, su risa fácil, la manera en que se refugiaba en mí; por otro, la punzada aguda de ver a Lorena dejándose llevar por Pol, tan viva, tan joven, tan inalcanzable.
*
De vuelta en el apartamento, el cansancio se apoderó de todos. Silvia se dejó caer sobre la cama con un suspiro satisfecho. Me tumbé a su lado, pensando que el día terminaría en un sueño profundo.
Pero no.
Desde el cuarto contiguo comenzaron a escucharse ruidos: un gemido ahogado primero, luego el ritmo inconfundible de dos cuerpos encontrándose. Lorena. Pol.
Sentí un nudo en el estómago, una corriente de celos absurda, inmediata. Quise taparme los oídos, pero no podía. Cada jadeo, cada golpe de la cama contra la pared me atravesaba como una confesión brutal.
Silvia abrió los ojos y me miró con picardía.
—Pues vaya… —susurró—. ¿Les hacemos la competencia?
No esperó respuesta. Bajó las sábanas, me tomó con la boca con una avidez repentina, húmeda, profunda. El contraste entre su lengua ansiosa y los gemidos al otro lado de la pared era insoportable y excitante a la vez. Cerré los ojos, intentando entregarme solo a ella, pero no podía evitar escuchar a Lorena, tan cerca, tan presente.
Silvia se giró, y en un momento se puso a cuatro patas, ofreciéndose con una naturalidad feroz, con sus dos nalgas gemelas provocándome hasta lo indecible. Me hundí en ella con rabia contenida, con una violencia que me sorprendió a mí mismo.
Ella jadeaba, riendo entre dientes:
—Más fuerte… que vean quién gana…
Y yo obedecí. Cada emvite era un intento desesperado de olvidar lo que escuchaba, pero también un reflejo. Era como si hiciéramos el amor contra ellos, a través de ellos, en un duelo sin testigos.
Al corrernos, lo hicimos envueltos en un torbellino de jadeos propios y ajenos. Silvia cayó exhausta sobre las sábanas, aún riendo. Yo me quedé de pie, sudoroso, el oído atento a los sonidos que aún llegaban del cuarto vecino.
Y supe que no era solo celos lo que sentía. Era hambre.
*
La mañana empezó rara. Silvia se levantó con los ojos hinchados y una mueca de dolor.
—Me duele la cabeza a morir… —se quejó, refugiándose bajo las sábanas.
Le llevé agua, una pastilla, la acaricié la frente húmeda. Se encogió como una niña y me pidió que la dejara dormir.
Pol, por su parte, había recibido una llamada y desapareció casi al instante, con una excusa vaga. Algo de un amigo, un recado, un compromiso.
La casa quedó en silencio. Solo quedábamos Lorena y yo.
—Entonces… ¿qué hacemos nosotros? —preguntó, apoyada en el marco de la puerta, con un bikini negro que resaltaba su piel tostada.
No hubo respuesta explícita. La pregunta se respondió sola: bajamos a la playa.
*
El sol caía con una claridad líquida. La arena ardía bajo los pies, el mar resplandecía en calma. Nos instalamos cerca de la orilla, sin demasiada gente alrededor. Ella extendió la toalla y se tumbó boca abajo, apoyando la barbilla en los brazos cruzados.
Yo me senté a su lado, mirándola de reojo. Había algo distinto en ese silencio compartido, como si ambos supiéramos que el terreno era frágil.
—¿Sabes qué pasa? —dijo de pronto, sin mirarme—. Pol me gusta, sí. Pero no sé si es de verdad lo que necesito.
—¿Por qué lo dices? —pregunté, con cautela.
Giró la cara hacia mí. Tenía la arena pegada a la mejilla.
—Es como… demasiado perfecto. Todo en él parece sacado de un anuncio de viajes. Siempre sonríe, siempre tiene la respuesta ingeniosa, siempre parece que está en control. Y yo… —hizo una pausa—. Yo quiero algo más terrenal. Más auténtico.
No respondí enseguida. Sentí que esas palabras eran una provocación, aunque ella las hubiera dicho con naturalidad.
—A veces lo perfecto cansa —dije al fin.
—Exacto. —Sonrió.
*
Fuimos a comer a un chiringuito junto al mar. El suelo era de tablas gastadas, el aire olía a sardinas asadas y cerveza fría. Compartimos una ensalada, un plato de pescado. Ella bebía a sorbos largos, con la piel aún húmeda de mar.
—Me gusta estar contigo —me soltó, mirándome por encima del vaso.
—¿Por qué? —quise saber.
—Porque no finges. —Se encogió de hombros—. Contigo no tengo que estar jugando a nada.
Su sinceridad me dejó sin palabras. Me limité a asentir, sintiendo cómo algo se movía dentro de mí, lento, peligroso.
Después del almuerzo, paseamos por la arena. La marea había dejado charcos en los que se reflejaba el cielo. Ella caminaba descalza, recogiendo conchas, lanzándolas de nuevo al agua.
De repente me miró con esa mezcla de picardía y desafío que le era tan propia.
—¿Nos metemos otra vez?
El agua estaba tibia. Entramos poco a poco, riendo cuando una ola nos golpeaba en la cintura. Al principio fue un juego: ella se zambullía para mojarme, yo intentaba atraparla. Se me escapaba siempre, ágil, ligera.
Pero poco a poco, el juego cambió. La sujeté por la cintura, ella me empujó el pecho, fingiendo escapar, y nuestros cuerpos quedaron pegados, resbalando en el agua. Sus piernas rozaron las mías, su respiración se mezcló con la mía.
—¡Eh! —protestó, aunque su voz sonaba entre risas y jadeos.
No solté. La atraje un poco más, sintiendo el calor de su piel bajo el agua fría. Un instante suspendido, la tentación hecha carne.
Entonces ella se quedó quieta. Sus ojos se clavaron en los míos, grandes, oscuros, brillantes.
—¿Qué estás haciendo? —murmuró, apenas un suspiro.
No supe qué responder, y ella sintió mi erección contra su cuerpo.
—¿Estás loco? —añadió, con un temblor en la voz—. Eres el marido de mi hermana.
Y en ese mismo momento se soltó bruscamente, nadando hacia la orilla sin mirar atrás.
Me quedé en el agua, con el corazón golpeando, con la certeza de que habíamos cruzado una línea invisible aunque no hubiera ocurrido nada definitivo.
*
La tarde continuó como si nada. Ella habló de cosas banales, del calor, de la comida, del cielo. Yo la seguí, en silencio, sabiendo que algo había cambiado. Quizá para bien. Quizá para mal. Quizá para siempre.
Y esa noche, al volver al apartamento, cada vez que la miraba, sentía en mi piel el recuerdo de su cuerpo resbalando contra el mío bajo el agua.
*
Silvia amaneció mejor, pero decidió quedarse en el apartamento leyendo.
—Id vosotros —nos dijo, sonriendo desde la hamaca de la terraza—. Yo necesito un día tranquilo.
Lorena me miró con un gesto ambiguo.
—¿Qué? ¿Repetimos playa? —propuso, como si fuera lo más natural del mundo.
*
El día avanzó sin prisa. Caminamos juntos por la orilla, recogimos conchas, hablamos de cosas sin importancia. Cuando el sol empezaba a caer, tiñendo el agua de tonos dorados, nos sentamos en la toalla. Pero debajo de cada palabra flotaba otra conversación, muda, más espinosa.
Me sorprendí varias veces observándola sin disimulo: la manera en que el viento le enredaba el pelo, la curva de su espalda, los gestos pequeños con los que se secaba una gota de agua en la clavícula. Ella lo notaba. A veces sostenía mi mirada, otras apartaba los ojos bruscamente, como si se hubiera quemado.
*
De regreso, ya en la casa, Silvia dormía. Pol aún no daba señales de vida. El apartamento estaba en silencio, bañado por la luz rosada del crepúsculo.
Me encontré con Lorena en la cocina. Buscaba un vaso de agua. La nevera iluminó su silueta de golpe, perfilando sus piernas largas, la camiseta que apenas le cubría los muslos, sus pezones erectos arañando la tela.
Me acerqué demasiado al pasar por detrás. Fue un roce mínimo, inevitable. Pero ella se tensó.
—No deberías —dijo, sin girarse.
—¿No debería qué? —pregunté, sabiendo la respuesta.
Se volvió. Sus ojos tenían brillo de desafío.
—No deberías mirarme así. Ni rozarme. Ni pensar lo que estás pensando.
La tensión era insoportable. Sentí que si no hacía algo en ese instante, reventaría.
Ella lo notó y sonrió con amargura.
—Podría decírselo a Silvia ahora mismo —susurró, clavando las uñas en el vaso de cristal.
—¿Y por qué no lo haces? —repliqué, sin apartar la vista de sus labios.
Se quedó callada. El silencio era una respuesta. Después se apartó de golpe, como si recordara algo.
—Esto es una locura. Eres su marido. —Su voz temblaba—. ¿Qué clase de persona eres?
—La clase de persona que no puede dejar de pensar en ti —dije, sorprendido de escucharme a mí mismo con tanta honestidad brutal.
Ella me fulminó con la mirada, pero no retrocedió.
—Si me tocas… si das un paso más… no respondo.
La advertencia sonaba más como una invitación que como un freno.
*
El momento se rompió cuando Silvia apareció en el pasillo, somnolienta, preguntando por la cena. Cenamos los tres juntos, como si nada hubiera pasado. Pero las miradas cruzadas en la mesa eran cuchillos: cada sonrisa inocente de Silvia era un recordatorio cruel de lo que flotaba en el aire.
Más tarde, ya en la noche, salí a la terraza buscando aire. Lorena estaba allí, sentada en el suelo, abrazada a sus rodillas, bebiendo a hurtadillas.
—¿Otra cerveza? —le dije.
—No digas nada.
Me senté a su lado. No hablábamos. El pueblo al fondo parecía dormido. El mar respiraba bajo nosotros.
—No lo entiendo —murmuró de pronto—. No entiendo por qué me dejas que juegue contigo.
—No eres tú la que juega. Soy yo.
—No. —Negó con la cabeza—. Soy yo. Porque podría detenerlo. Podría decírselo.
Volvió a mirarme. Sus ojos estaban húmedos, brillantes.
—Y no lo hago.
El silencio nos devoró. No recuerdo bien quién se inclinó primero. Fue un roce mínimo, apenas un contacto de labios, como una chispa que salta sin querer. Nos separamos al instante, respirando con dificultad.
—¿Qué estás haciendo? —me susurró, con la voz rota.
—Lo que llevo días deseando.
Ella me golpeó el pecho con la palma abierta, débil, sin fuerza.
—Eres un cabrón.
—Lo sé.
Y entonces me besó de verdad. Feroz, contradictoria, desesperada. Se aferró a mi nuca como si quisiera hundirse en mí y borrarlo todo al mismo tiempo.
Cuando nuestras lenguas se encontraron, fue como romper un dique. El mundo alrededor desapareció: Silvia durmiendo, Pol en alguna parte, la culpa, el miedo. Todo se redujo a ese beso interminable, húmedo, salado, inevitable.
Al separarnos, ella estaba temblando.
—Tengo que parar —murmuró, apoyando la frente en mi hombro—. No puedo… no puedo hacerle esto a mi hermana.
La abracé, sin responder. La sentí vacilar, debatirse, como si la lucha estuviera arrancándole pedazos por dentro.
No hubo más palabras. Solo el peso del silencio, el recuerdo ardiente de su boca sobre la mía, y la certeza de que el límite ya estaba roto.
*
El día transcurrió lento, casi banal, como si el mundo quisiera dar tregua después de la tormenta de la noche anterior. Silvia amaneció con energía renovada y propuso un paseo por el mercado local. Reímos, probamos frutas, compramos pan y vino. Todo parecía ligero en la superficie.
Pero cada vez que cruzaba los ojos con Lorena, sentía el tirón invisible de lo prohibido. Ella evitaba sostener mi mirada demasiado tiempo, pero en los gestos pequeños —la manera en que me rozaba al pasar, la forma en que sonreía de lado cuando Silvia no miraba— había una tensión que lo llenaba todo.
*
Por la tarde, Silvia se quedó dormida leyendo en la hamaca. Yo entré al salón y encontré a Lorena en el sofá, tumbada boca arriba, con el móvil en las manos. Llevaba unos shorts diminutos y una camiseta floja. Parecía distraída, casi aburrida.
—¿Sabes? —dijo sin apartar los ojos de la pantalla—. Pol me ha escrito.
—¿Y qué dice?
—Que vendrá pasado mañana.
Hubo un silencio pesado. Ella suspiró, dejando el móvil sobre su vientre.
—No sé si quiero que venga.
La miré en silencio. Ella giró el rostro hacia mí, con un gesto que no era exactamente de súplica ni de burla, algo intermedio.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Porque cuando estoy con él… todo es fácil, divertido, brillante. Pero contigo… contigo es otra cosa.
Su frase quedó flotando en el aire, cargada de electricidad.
Me senté junto a ella. No la toqué, pero mi brazo rozaba el suyo. Ella se mordió el labio.
—Esto no puede ser —susurró, casi como si hablara consigo misma.
Y, sin embargo, deslizó la mano sobre la mía. La apretó un instante, con fuerza, como si buscara ancla. Después, con una lentitud que me hizo contener la respiración, dejó que sus dedos subieran por mi brazo, hasta el hombro, hasta el cuello.
Me incliné sin pensarlo. Su boca quedó a un suspiro de la mía, pero ella se apartó en el último momento.
—No —dijo, con una media sonrisa nerviosa—. No podemos.
Sus palabras eran un muro, pero sus ojos eran una invitación.
*
Más tarde, en la terraza, la encontré bebiendo sola, una copa de vino en la mano. La brisa marina agitaba su pelo, y el resplandor del farol hacía brillar sus pupilas.
—¿Me acompañas? —preguntó, sin mirarme directamente.
Me senté frente a ella. Durante un rato hablamos de banalidades: música, viajes, tonterías. Pero cada frase iba cargada de otra cosa, un doble fondo que ninguno de los dos nombraba.
Ella se inclinó hacia mí, de repente, con un gesto de complicidad.
—¿Quieres que te diga un secreto?
—Dime.
Su aliento tibio me rozó la oreja.
—A veces… cuando estoy sola… pienso en ti.
Un escalofrío me recorrió entero. Ella sonrió, satisfecha de mi reacción, y se dejó caer hacia atrás en la silla, bebiendo un trago largo.
—¿Ves? —dijo—. Esto es una locura.
Me incliné hacia ella, casi rozando su muslo bajo la mesa. Le hablé en voz baja:
—¿Y qué piensas exactamente?
Ella me sostuvo la mirada, larga, insolente, y después se rio con un destello nervioso.
—No te lo voy a decir. No debería ni habértelo confesado.
El silencio entre nosotros era insoportable. Me atreví a poner la mano sobre su rodilla. Ella no la apartó. Al contrario: dejó que subiera un poco, que rozara su piel caliente bajo el borde de los shorts. Su respiración se aceleró.
—Para —dijo al fin, sujetándome la muñeca. Pero lo dijo con tan poca convicción que era como si me pidiera lo contrario.
Se inclinó de nuevo, pegada a mi oído.
—Si me tocas más… no voy a poder parar.
El roce de sus labios al pronunciar esas palabras me desarmó. Ella se apartó enseguida, como asustada de su propia confesión.
Terminó la copa de un trago y se levantó.
—No, basta. No podemos seguir.
Avanzó hacia la puerta del pasillo. Antes de desaparecer, se giró. Sus ojos brillaban de un modo extraño, mezcla de deseo y culpa.
—Lo mejor para Silvia, para todos, es que no pase nada. ¿Me oyes? Nada.
Asentí, aunque sabía que ya estábamos demasiado lejos de esa promesa.
La vi alejarse hasta perderse en la penumbra. El eco de sus palabras me martilleaba, pero lo que me quemaba de verdad era el calor de su piel aún en mi mano, como una huella invisible.
Esa noche me quedé despierto, escuchando el silencio, deseando que la puerta del pasillo se abriera y al mismo tiempo temiendo que lo hiciera.
*
La noche cayó con un calor denso, después de un largo día de turismo y excursiones. Silvia se acostó temprano, cansada, rendida por el sol y el vino de la cena. Quedamos otra vez solos en la terraza, Lorena y yo, con las luces de la costa titilando como brasas en la oscuridad, y el mar ronroneando tan cerca que casi parecía romper contra nosotros.
Ella estaba inquieta. Movía el botellín de cerveza entre los dedos, jugueteaba con el pelo, se mordía el labio. Hablaba de cualquier cosa, un recuerdo de infancia, una anécdota de la universidad, pero en sus ojos había otra conversación, muda, incendiaria.
De vez en cuando el silencio se hacía tan gelatinoso que parecía que el aire podía cortarse. Y en esos silencios, nuestras miradas se encontraban y se sostenían demasiado tiempo.
—No deberíamos seguir con esto —murmuró al fin, casi sin voz.
—Lo sé.
—Si Silvia… si llegara a enterarse…
—Lo sé —repetí, aunque la mano me temblaba sobre el brazo de la silla.
Ella giró el rostro, como queriendo huir de sí misma.
—Entonces… ¿por qué no paramos?
No contesté. Simplemente me incliné y la besé.
*
Cuando nuestros labios se rozaron, todo lo acumulado en días se encendió como una hoguera. El beso fue un choque, torpe primero, después desesperado. Lorena gimió bajo mi boca, ahogando el sonido como si temiera despertar al mundo entero.
Entramos al salón sin pensar. Apenas cerramos la puerta, la tumbé en el sofá. La penumbra nos envolvía, rota solo por la tenue luz que se filtraba por las ventanas.
Me incliné sobre ella, recorriendo con la boca su cuello, su clavícula, la curva suave del hombro. Sentía su piel húmeda de sudor y sal, olía a cerveza y a mar. Ella me apretaba contra sí con las uñas, temblando.
—Esto está mal… —susurró, con un hilo de voz.
—Lo sé —murmuré, besándola más abajo.
—No puedo… no podemos…
—Shhh… no digas nada.
Le levanté la camiseta lentamente, como si estuviera abriendo un secreto, un regalo prohibido. Sus pechos quedaron desnudos, tensos, con los pezones pequeños duros bajo la brisa del nocturna. Me abalancé sobre ellos, succionándolos con una avidez que la hizo doblarse. Lorena gemía con la garganta, apretando los labios para no gritar.
Bajé más despacio, recorriéndola con la lengua. Su vientre temblaba bajo mi boca, sus muslos se abrían y se cerraban en un vaivén inconsciente.
Cuando aparté los shorts y la ropa interior, ella me detuvo un instante, sujetándome del cabello.
—No, no, espera… —su voz era un murmullo suplicante, pero sus caderas ya buscaban mi boca—. No deberías… no…
La ignoré. Hundí la cara en su coño bien depilado, lamiendo con lentitud, aspirando su olor intenso, su sabor salado e intenso. Ella dejó escapar un gemido ahogado y hundió las cara en el cojín.
—Dios… —jadeó—. No puedes… no…
Pero ya no tenía fuerza para apartarme. Movía las caderas contra mi lengua, desesperada, con un ritmo frenético. Sus suspiros se convertían en jadeos, en un murmullo roto apagado contra la tela.
Me concentré en cada pliegue, en cada vibración, dibujando círculos con la lengua, penetrando con ella su coñito estrecho, succionando su clítoris y pulsando lo con la lengua hasta hacerla perder el control. Lorena tapaba su boca con el cojín, sofocando los gemidos.
—No pares… —me pareció que mascullaba, apenas audible.
Su cuerpo se tensó de repente, y un orgasmo la recorrió entera. Se arqueó, mordiéndose el cojín, el gemido quedó atrapado en su garganta. La sentí temblar, convulsionar, hasta quedar desmadejada sobre el sofá, respirando a golpes.
Me incorporé, mirándola. Tenía los ojos vidriosos, el pelo pegado al rostro por el sudor.
—Eres preciosa —le dije, rozándole la cara.
Ella me miró como si quisiera insultarme, pero en lugar de eso me atrajo hacia sí y me besó con una furia desesperada, probándose en mis labios, probándose a sí misma en su sabor que yo llevaba en la boca.
*
Entonces ocurrió lo inevitable. Me desnudé con torpeza, riendo nervioso entre jadeos. La piel contra piel fue un estallido. La penetración, lenta, profunda, como si ambos quisiéramos grabar el instante para siempre, mi polla dura hasta casi dolerme perdiéndose en su coño empapado de flujo y de saliva.
Lorena se aferró a mí con fuerza, las uñas marcando mi espalda.
—Dios… —jadeó al sentirme dentro—. Es demasiado…
Comenzamos un ritmo lento, casi solemne. Cada vez que le enterraba mi verga era un golpe de realidad, de deseo cumplido y de culpa entrelazada. La sentía húmeda, resbaladiza, el calor de su interior envolviéndome por completo, tan mullida y ceñida y suave y babosa como una trampa de miel.
Ella mordía el mi hombro, sofocando los jadeos, pero sus caderas me buscaban sin pausa.
—Más… —susurró al oído, con una voz quebrada—. Más fuerte…
La giré, colocándola boca abajo, explayándome en la visión de su culo redondo, breve, precioso, sus nalgas turgentes. Busqué su coño entre sus muslos, y la penetré bien fuerte, aumentando el ritmo enseguida, , y su cuerpo se sacudió con un segundo orgasmo. Se retorcía debajo de mí, los muslos temblando, la piel ardiendo, las caderas exigiendo más profundo y más intenso.
Me incliné sobre ella, acariciando sus cachetes firmes, separándolas un poco, contemplando con morbo la visión de mi miembro entrando y saliendo de su coño, brillante de su humedad. El contraste del ano tenso, palpitante, me provocó un escalofrío de lujuria.
—Estas buenísima… —le susurré al oído.
Ella giró la cara de un tirón y me besó con violencia, como si quisiera callar mis palabras. Pero sus gemidos, sus sacudidas, decían lo contrario. Sus nalgas firmes, suaves, golpeaban contra mi vientre. El olor del sexo lo llenaba todo, mezclado con el sudor y la brisa marina que entraba por la ventana.
Lorena mordía el cojín para no gritar, pero sus ojos se cerraban, su espalda se arqueaba, y otro orgasmo la desbordó.
—No… no puedo más… —jadeó, temblando.
—Sí puedes… —la animé, sujetándola de las caderas—. Dame todo.
Y lo hizo. Su cuerpo se entregó en sacudidas intensas, húmedas, convulsas. Cada movimiento me arrastraba con ella hasta que yo también, incapaz de resistir, estallé dentro, con un gemido ahogado en su cuello, y noté como unas espinas hirvientes me recorrían desde los huevos hasta la punta de mi polla, escupiendo mientras sentía palpitar la cabeza de mi verga dentro de su coño casi dolorosamente.
*
Quedamos rendidos, sudados, pegados, respirando como peces arrastrados fuera del agua. Ella se giró, aún temblando, y apoyó la frente en mi pecho.
—¿Qué hemos hecho? —susurró, rota.
No respondí. Solo la abracé, acariciando su pelo. Sentía su piel caliente, el olor de su sexo aún impregnado en mí, la mezcla de culpa y placer que lo inundaba todo.
Sabíamos, sin necesidad de decirlo, que ya no había marcha atrás.
*
A la mañana siguiente, Lorena evitó mi mirada en todo momento. Se levantó temprano, con el pelo recogido en un moño improvisado y la cara seria, sin rastro de las risas habituales, y adecentó el salón antes del desayuno, que compartimos entre planes y charlas intrascendentes que Silvia iniciaba y que nosotros seguíamos a duras penas.
Cuando por fin quedamos a solas, en la cocina, ella me enfrentó sin rodeos.
—Esto no puede volver a pasar —dijo, con la voz baja pero firme.
—Lo sé.
—No, de verdad. Es una locura. Somos unos cabrones por hacerle esto a Silvia. —Sus ojos estaban húmedos, pero no lloraba—. Es mi hermana, joder. Tu mujer.
No intenté justificarme.
—Tienes razón —admití, bajando la mirada.
Se cruzó de brazos, respiró hondo.
—Pues ya está. Enterrado. Nadie lo sabrá. Seguimos como si nada. ¿Vale?
Asentí. Aunque los dos sabíamos que la memoria del cuerpo no entiende de pactos.
*
Pol reapareció esa misma tarde, como si nada hubiera ocurrido en su ausencia. Traía consigo una bolsa con cervezas y la idea de encender una hoguera en la playa. Silvia se entusiasmó enseguida, y la normalidad volvió a instalarse en el ambiente, aunque bajo esa superficie bullía un magma invisible.
La noche cayó sobre la costa con un cielo inmenso y estrellado. Bajamos los cuatro cargando leña, mantas, una guitarra. Pol encendió el fuego con maestría, y pronto las llamas crepitaron frente al mar oscuro. Charlamos, bebimos, reímos. La escena parecía sacada de una postal bohemia.
En algún momento, Silvia me tomó de la mano y tiró de mí hacia la penumbra.
—Vamos a dar un paseo —dijo, guiñando un ojo.
Nos alejamos por la arena húmeda, siguiendo el rumor del oleaje, hasta llegar al pie de un acantilado. Allí, en la sombra, el mundo parecía detenido.
Silvia me abrazó y me besó con una dulzura que pronto se volvió hambre. La recosté de bruces contra la roca fría, besándole el cuello, el pecho, bajando con lentitud. Cuando llegué entre sus muslos, ella abrió las piernas con un suspiro rendido, doblándose y abriendo las piernas.q
El sabor de su coño era penetrante, vivo, y me entregué a él con devoción. Pasaba la lengua con lentitud, subiendo y bajando, sintiendo cómo su cuerpo respondía. Ella gemía bajo el murmullo del mar.
Me aventuré más arriba, entre sus nalgas, dejando que mi boca rozara la piel más oculta, húmeda, tibia, de su ano diminuto y fruncido. Un beso negro breve, suave, que la hizo soltar un jadeo sorprendido.
—Eres un guarro… —susurró, riendo entre jadeos.
Me incorporé y la penetré desde atrás, pegándola contra la roca. Sus manos buscaban apoyo en la piedra mientras mis embestidas la sacudían. El contraste de su piel caliente contra el frío del acantilado la volvió más receptiva, más entregada.
—Así… —murmuraba, con la voz rota—. No pares, por favor…
Su placer me arrastró. La abracé fuerte, respirando en su cuello, mientras el ritmo nos llevaba a un vértigo compartido, y antes de que pudiera correrme dentro de ella se arrodilló frente a mí, con una decisión cómplice. Me tomó entre sus labios y me masturbó con energía, para que terminase a su boca, que me envolvía con una suavidad húmeda, un calor irresistible.
—Mírame —me pidió entre succión y caricia. Y lo hice.
El orgasmo estalló en su boca, largo, devastador. Ella lo recibió entero, sin apartarse, tragando con un gesto lento, mirándome con ternura y descaro.
*
Entonces, en un instante de lucidez, sentí un movimiento a pocos metros. Giré apenas el rostro, y en la penumbra distinguí una silueta inmóvil.
Lorena.
Estaba allí, oculta solo a medias, observándonos en silencio. Sus ojos brillaban en la sombra, fijos en nosotros. Vi cómo contenía la respiración cuando yo me corría en la boca de su hermana.
No hizo ruido. No dijo nada. Solo se giró y desapareció en la oscuridad, como un fantasma.
*
Regresamos a la hoguera con las manos entrelazadas. Pol tocaba la guitarra, Lorena lo acompañaba con palmas y sonrisas. Todo parecía normal. Pero yo llevaba aún en los labios el sabor de Silvia, y en la piel la certeza de aquella mirada ardiente que nos había espiado.
El fuego crepitaba. Las voces sonaban alegres. Nadie habría sospechado que bajo esa apariencia de fiesta inocente latía un secreto demasiado intenso para nombrarlo.
*
La mañana amaneció con ese aire ligero de verano en que todo parece posible. Pol fue el primero en llamar para proponer plan: una excursión por un tramo de costa que mezclaba senderos, calas escondidas y un puerto pesquero lleno de bares con mesas de madera y pescado recién bajado de los pesqueros. Silvia se entusiasmó. Lorena, aunque dijo que estaba cansada, no supo negarse del todo.
Yo observaba su modo de esquivar mi mirada mientras desayunábamos. Se reía de las bromas, respondía a Silvia con cariño, pero cada vez que nuestros ojos se cruzaban se producía un destello incómodo, como si lo que había visto la noche anterior ardiera aún en su memoria.
*
El sendero bordeaba acantilados cubiertos de matorrales y retama. El mar, abajo, brillaba con un azul implacable. Pol avanzaba delante, marcando el paso, contando anécdotas de cuando era crío y se lanzaba desde las rocas a escondidas de su madre. Silvia lo escuchaba fascinada, y en más de una ocasión se detuvo a darle un beso en la mejilla a modo de burla cariñosa hacia mí.
Yo la tomaba de la cintura, la besaba en el pelo. Quería demostrarle, a ella y a mí mismo, que todo seguía en su sitio. Pero detrás de esa fachada de pareja feliz, sentía el filo invisible de la mirada de Lorena. Caminaba a mi lado, a ratos silenciosa, a ratos irónica, pero nunca del todo relajada.
En una cala casi desierta nos bañamos los cuatro. Pol se lanzó de cabeza; Silvia lo siguió con un grito alegre. Yo me quedé flotando boca arriba, con el sol en la cara. Lorena nadaba cerca de mí. Sentí el roce de su mano bajo el agua, quizá accidental, quizá no. Ella me miró un instante, seria, y luego giró para alejarse nadando hasta la orilla.
*
Comimos en un bar diminuto en el puerto. Pulpo y calamares recién pescados a la brasa, pescado y marisco a los que no sabía poner nombre, vino blanco de la tierra, helado y afrutado, flanes de queso dulces como el pecado. El ambiente era festivo, con música suave y gente conversando en voz baja. Silvia se reía a carcajadas con una anécdota de Pol, y yo fingía reír también, pero mi atención se desviaba una y otra vez a Lorena.
Ella bebía despacio, con los labios húmedos, y de tanto en tanto dejaba caer frases ambiguas, medio en broma, medio en serio.
—Si Pol fuese menos perfecto, sería casi interesante —dijo, provocando la risa de Silvia y un gesto teatral de indignación de Pol.
Pero cuando nuestras miradas se cruzaron, vi que la frase iba dirigida a mí. Y que escondía algo más.
*
Volvimos al apartamento al caer la tarde, cansados y con la piel salada del mar. Silvia se tumbó en el sofá, somnolienta, con la copa de vino en la mano.
Lorena salió a la terraza con una botella. Me acerqué, como llevado por una fuerza inevitable.
Estaba descalza, apoyada en la barandilla, mirando al horizonte.
—Así que lo disfrutaste —dijo de pronto, sin girarse.
—¿El qué?
—Lo de anoche.
Me quedé en silencio. El rumor de las olas parecía amplificar cada segundo.
—Te vi —continuó—. A ti y a Silvia. Vi cómo terminabas en su boca. —Giró por fin el rostro hacia mí, con una mezcla de rabia y fascinación—. Y no pude dejar de mirarlo.
Me acerqué despacio.
—No deberías habernos espiado.
—Ya, pero lo hice. Y ahora no me lo saco de la cabeza.
Se hizo un silencio incómodo. Yo podía oír la respiración acelerada de ambos.
—Somos unos cabrones —dijo al fin, casi en un susurro—. Y lo peor es que… parte de mí… —Calló, mordiéndose el labio.
Me incliné apenas, lo suficiente para sentir su aliento.
—Parte de ti… ¿qué?
—Parte de mí lo está deseando—susurró.
Pero enseguida retrocedió, apretándose la frente con las manos.
—No, no, no. Es una locura. No podemos. Si Silvia lo supiera…
Me acerqué un poco más. Mis dedos rozaron los suyos, la piel caliente, temblorosa. Ella no los apartó.
—Dime que no quieres… —murmuré.
—Claro que quiero —dijo con los ojos húmedos—, pero por eso mismo tenemos que parar. No podemos seguir.
Nos quedamos así, pegados, con la tensión latiendo en cada músculo, como si un solo gesto bastara para que todo estallara de nuevo.
En ese momento, escuchamos la voz de Silvia desde dentro:
—¡Oye, abrid otra botella, que se acabó el vino!
Lorena se apartó de golpe, como si la hubieran sorprendido robando.
—Ve tú —dijo en voz baja, sin mirarme.
Yo obedecí. Entré al salón, abrí la botella, llené las copas. Cuando volví a la terraza, ella ya no estaba. Su puerta estaba cerrada, y la luz apagada.
Me quedé un rato mirando el mar oscuro, bebiendo a sorbos lentos. Sabía que la línea que separaba la apariencia de normalidad del abismo de lo prohibido era cada vez más delgada. Y que no tardaría en romperse.
*
Era ya mediada la madrugada y yo me revolvía en la cama, sin poder pegar ojo, con el calor pegajoso en la piel y la mente en llamas de imágenes imposibles de apagar.
Me levanté en silencio, con la excusa de tomar aire. Abrí la puerta del apartamento y dejé que la brisa marina me golpeara en la cara. Caminé por el pasillo exterior hasta la arena, descalzo, buscando refugio en el murmullo del oleaje.
No tardé en verla.
Lorena estaba allí, sentada en la arena húmeda, sobre una manta, las rodillas abrazadas contra el pecho, el cabello suelto agitándose con el viento. Parecía una figura dibujada por la luna.
Cuando me oyó acercarme, no se sobresaltó. Apenas giró la cabeza.
—No puedes dormir, ¿eh? —murmuró.
—Tampoco tú.
Sonrió sin alegría.
—Ya sabes por qué.
Me senté a su lado. El silencio entre nosotros era espeso, más fuerte que cualquier frase. El mar rompía a pocos metros, constante, como si llevara siglos escuchando confesiones similares.
—No deberías estar aquí —dijo al cabo, sin mirarme.
—Ni tú.
Una risa breve, amarga.
—Somos idiotas.
La miré, y esa sola mirada fue el inicio del derrumbe. Su piel brillaba bajo la luz pálida, el escote insinuado bajo la camiseta holgada, el temblor en sus labios.
De pronto nuestras bocas se encontraron. Fue un beso torpe, lleno de rabia contenida. Un choque más que un encuentro. Pero al instante se volvió hambre, necesidad.
—No… —susurró, intentando apartarse, con la frente contra la mía—. No deberíamos…
—Entonces dime que pare —le dije, con la voz rota.
No lo dijo. Me besó de nuevo, con la desesperación de quien se rinde al abismo.
*
La recosté sobre la manta, rodeados de arena, con el rumor del mar envolviéndonos. Mis manos recorrieron su cuerpo con una avidez casi reverente. Sentía la suavidad de su piel bajo la camiseta, el calor de su vientre, el temblor en sus muslos cuando mis dedos se atrevieron a rozar más abajo.
Ella jadeaba, intentando contenerse, pero cada caricia la arrancaba de sí misma.
—Eres un cabrón… —susurraba entre dientes—. Un cabrón…
La desnudé despacio. La camiseta quedó a un lado, el tanga se deslizó por sus caderas. La contemplé desnuda bajo la luna, el cuerpo joven y tenso, los pezones erguidos por el frío y la excitación.
Me incliné y la recorrí con la boca. Besé su cuello, sus pechos firmes, bajando en una lenta peregrinación hacia su vientre. Mis labios se detuvieron en cada rincón, como si quisiera memorizarla con el paladar.
Cuando llegué entre sus piernas, ella trató de cerrarlas en un último gesto de resistencia. Pero cedió al primer roce de mi lengua.
—Dios… me encanta como lo haces… —murmuró, echando la cabeza hacia atrás.
La saboreé otra vez sin prisa, dejando que mi lengua se hundiera en su humedad creciente, jugando con el ritmo, alternando lentitud y arrebatos, golpeando su clítoris y lamiendo la entrada de su coño, babeante, caliente. Lorena gemía, conteniéndose apenas para no gritar.
—No… no puedes… —jadeaba, pero su cadera me buscaba, insistente, hasta que se arqueó entera y el orgasmo la sacudió.
Quedó tumbada en la arena, el cabello pegado a la frente, el pecho agitado. Sus ojos, húmedos y brillantes, me miraban con una mezcla de miedo y fascinación.
—Qué me haces… —susurró.
No la dejé responder más. La follé con lentitud, con un gemido compartido que se perdió en la brisa marina. Su cuerpo me recibió húmedo, latiendo con ansia, como si hubiese estado esperando ese momento.
Nos movimos al compás del mar. Ella se aferraba a mis hombros, arañando la piel, gimiendo y diciéndome guarradas incoherentes al oído. Yo la sujetaba por las caderas, sintiendo el vaivén de sus nalgas, el calor de su interior envolviéndome.
La giré a cuatro patas, y la follé desde atrás, contemplando el movimiento de su cuerpo contra la arena, su espalda arqueada, su pelo cayendo en cascada. El sonido húmedo y rítmico de nuestras carnes era el metrónomo de la locura.
Ella alcanzó otro orgasmo mordiendo la manta, gimiendo contra la arena. Yo me incliné para besarle la espalda, el cuello, la nuca sudada.
—Sigue, joder, sigue…… —me suplicó.
Y lo hice. La follé con saña, con frenesí, agarrado a sus caderas hasta que la tensión me arrastró también a mí, un orgasmo brutal que nos dejó a los dos exhaustos, respirando con dificultad, abrazados en la arena húmeda.
Quedamos tumbados, en silencio, mirando el cielo estrellado. El mar seguía rompiendo como si nada hubiese ocurrido.
Lorena se cubrió con la camiseta y se acurrucó contra mí, apenas un instante.
—Esto nos va a destruir —murmuró, con la voz quebrada.
No supe qué responder. La abracé fuerte, como si con ese gesto pudiera mitigar la culpa y el arrepentimiento.
*
El día amaneció con un aire extraño, como si el propio verano supiera que empezaba a agotarse. Silvia, radiante, anunció en el desayuno que pronto tendríamos que ir pensando en hacer las maletas. Pol, que había traído dulces y bollos para desayunar, se rio, diciendo que odiaba las despedidas, y Lorena respondió con una broma ligera que ocultaba un cansancio que solo yo reconocía.
Para cualquiera, parecía una mañana como tantas: ensaimadas, tostadas, café, protector solar sobre la mesa. Pero para mí cada gesto era un campo minado. Cada vez que Lorena se pasaba la lengua por los labios, cada vez que su muslo rozaba la madera de la silla, me invadía la memoria de la noche en la arena.
Ella lo sabía. Me evitaba con un esmero casi teatral, demasiado aplicado para pasar inadvertido a mis ojos. No me miraba más de dos segundos seguidos. No me hablaba salvo lo imprescindible. Y, sin embargo, su cuerpo la traicionaba: un temblor mínimo en la voz, una sonrisa más lenta, el modo en que sus dedos jugueteaban con la cucharilla
*
La jornada transcurrió entre baños de mar y paseos por el malecón. Pol, siempre locuaz, proponía planes, contaba historias, alardeaba de amistades y conquistas. Silvia lo animaba, divertida, con esa fascinación inocente que parecía tener por su energía desbordante.
Yo la abrazaba, la besaba, jugábamos a ser la pareja perfecta de vacaciones. A ratos lo sentía sincero: Silvia me llenaba con su ternura, con su risa clara, con la complicidad de años compartidos. Pero en cuanto mi mirada se desviaba, el vértigo regresaba.
Lorena caminaba a unos pasos de distancia, hablando con Pol, dejándose arrastrar por su entusiasmo, aunque en su sonrisa se adivinaba un rastro de distracción. Cuando el viento le despeinaba el pelo y lo apartaba con un gesto, yo veía la imagen de su cuerpo arqueado contra la arena, los jadeos ahogados, el sabor de su piel aún en mi boca.
Ese mediodía, Pol nos llevó a un restaurante frente al puerto. Una fideuá de escándalo, bien vino, el rumor de los barcos amarrados. Conversamos, reímos, como si nada se hubiera quebrado. Silvia se apoyaba en mí con cariño, Lorena jugaba con la servilleta entre los dedos, Pol brindaba por volvernos a ver pronto.
Todo parecía normal. Y, sin embargo, yo sentía que el mantel ocultaba demasiado: las miradas que evitábamos, las palabras no dichas, el peso insoportable de lo prohibido.
Al volver al apartamento, el sol se ocultaba tras el mar, tiñendo de rojo el horizonte. Silvia se tumbó en el sofá, viendo un programa cualquiera en la televisión. Yo salí a la terraza.
Lorena estaba ya allí, de pie, apoyada en la barandilla. Llevaba un vestido ligero, el cabello aún húmedo por la ducha.
No me oyó acercarme. O quizá sí, y no quiso moverse.
Nos quedamos un instante en silencio, mirando ambos el mar, fingiendo indiferencia.
—Ya se acaba —dijo, como si hablara del verano, o de otra cosa.
—Sí. —Mi voz sonó ronca, como si hubiese dormido poco.
Giró apenas el rostro, lo suficiente para que nuestros ojos se encontraran. Fue solo un segundo, pero en ese segundo cabía todo: la culpa, el deseo, la certeza de haber cruzado una línea roja, y la incertidumbre del futuro.
Al otro lado de la puerta, Silvia reía con la tele. La normalidad seguía su curso.
Nosotros, en cambio, éramos un incendio en silencio.
*
La última noche cayó pesada, como si supiera que todo estaba a punto de terminar. Silvia se fue a dormir pronto, cansada tras hacer la maleta. La casa quedó en silencio, apenas interrumpido por el rumor lejano del mar.
Salí a la terraza buscando aire, pero Lorena estaba ya allí, con la mirada perdida.
—Mañana se acaba —dijo sin saludar, sin girarse.
—Sí —contesté, sabiendo que no hablaba solo de las vacaciones.
—Podríamos fingir que todo esto nunca ha pasado.
Su voz era un susurro.
—¿Quieres fingir eso?
—No. —Un silencio pesado—. Pero deberíamos. Debemos. Lo haremos.
Me acerqué. Ella retrocedió un paso, luego otro, hasta que su espalda chocó contra la pared. Nos miramos a centímetros, respirando el mismo aire cargado de deseo.
—No podemos… —balbuceó.
No acabó la frase. Me besó con furia, con la urgencia de lo irremediable.
*
La arrastré conmigo al cuarto vacío junto a la sala, que servía de trastero, despensa y almacén improvisados.
La desnudé con torpeza, con hambr,.de pie, mientras nos besábamos. Su vestido se deslizó por el suelo, dejando al descubierto su cuerpo tenso. Mis manos bajaron entre sus muslos. Metí los dedos en su coño, catando su humedad, primero uno, después dos, hundiéndolos en su blandura tibia mientras besaba su cuello.
Lorena tembló, apretando los dientes para no dejar escapar un gemido. La trabajé despacio, encontrando ese punto profundo que la hacía convulsionar contra mis dedos. Aceleré el ritmo, sintiendo cómo su cuerpo se encendía, cómo sus caderas respondían solas.
—Dios… —susurró, mordiéndose el labio—. Para… me voy a correr…
No paré. Seguí llevándola al límite, hasta que se retorció contra mi pecho, el orgasmo sacudiéndola en silencio, con los músculos crispados y los muslos temblorosos. Se abrazó a mí rendida, deshecha, con la respiración rota.
—Eres un enfermo… —jadeó entre risas y lágrimas.
*
La giré y la apoyé contra unas estanterías, y sin muchos preámbulos la penetré desde atrás, abriéndole las nalgas con las manos. Su coño aún latía, encharcado y desbocado, mientras mi polla se deslizaba dentro, entrando con un golpe sordo y húmedo.
Avancé con fuerza, domándola, viendo cómo sus pechos se mecían en el aire y cómo su culo se ofrecía, redondo, vibrante. Y entonces lo vi: su ano, pequeño, apretado, contrayéndose al compás de los empellones de mis caderas. El antojo me golpeó como un delirio.
Pasé mis dedos por la hendidura, tanteándola, y ella se estremeció.
—¡No…! —gimió—. ¿Qué haces…?
—Shhh… tranquila.
—¿Silvia…? —me preguntó sin preguntar, entre dientes, con un temblor en la voz.
—Nunca. —Mi voz fue grave, seca—. Y por eso lo quiero contigo.
Ella negó con la cabeza, pero no se apartó. Dejé caer saliva, apuntando a ese pliegue oscuro y minúsculo, lubricándolo aunque fuese de manera precaria, y con paciencia fui acariciando, rodeando el orificio con la punta de mi polla. Ella se tensaba, retrocedía, pero yo la calmaba con palabras suaves, con caricias en la espalda, con mi lengua recorriendo su piel sudada.
—Relájate… déjate… —susurré, mientras empujaba apenas, entrando solo un poco.
—Me duele un poco… —jadeó, apretando los puños aferrados a los estantes.
—Es normal… despacio… confía.
Poco a poco, con paciencia y presión constante, la fui domando. Su cuerpo resistía y cedía al mismo tiempo, hasta que la cabeza entró con un sonido húmedo. Ella soltó un gemido ahogado, mitad dolor, mitad rendición.
—Dios… Diooos… —gimió, temblando.
Dejé que se acostumbrara unos momentos, y en cuanto noté que aflojaba y se relajaba empujé con cuidado, entrando poco a poco, hasta que toda mi verga llenó su culo. El calor y la estrechez eran brutales, un abrazo imposible que me enloquecía. Lorena apretaba los dientes, el rostro crispado, pero no se apartaba.
Con más saliva, con las calma, la fui moviendo, abriéndola más. Su respiración cambió, del dolor inicial a un jadeo roto.
—Dios… se siente… tan sucio… —susurró, y ese temblor en su voz me hizo enloquecer.
Apreté más, embistiéndola fuerte, viendo cómo se arqueaba, cómo sus dedos arañaban la madera de mueble. El tabú, la prohibición, lo volvía todo más feroz.
—No pares… —acabó pidiéndome, con la voz deshecha.
Y no paré. La follé por el culo con toda la rabia contenida, viendo cómo alcanzaba un orgasmo desgarrador, apretando muy fuerte la boca para no gritar.
Cuando estallé dentro de ella, fue brutal, demoledor. Me dejé caer contra su espalda, sudado, exhausto, sintiendo aún cómo su ano me apretaba en oleadas, abrazándola desde atrás.
Ella permaneció unos momentos de pie, respirando como si viniera de correr una maratón, hasta que se desplomó de rodillas, con los ojos cerrados, el cuerpo tembloroso.
—Qué cabrón… —susurró, aún jadeando—. Qué cabrón eres…
La besé en la nuca, sabiendo que la había llevado más allá de todos los límites.
*
Nos despedimos de Pol con abrazos, antes de regresar a la casa con el coche lleno de arena en las alfombrillas, toallas aún húmedas y ese olor a sal que se aferra al aire como si no quisiera ser desalojado. Silvia iba dormida en el asiento de copiloto, con la cabeza apoyada en el cristal. Atrás, Lorena escuchaba música con los auriculares puestos, los ojos fijos en el paisaje que se deshacía por la ventanilla: montañas, túneles, carreteras infinitas.
Fingimos que todo era normal. Como si hubiéramos vuelto de unas vacaciones cualquiera. Como si lo que había sucedido entre esas paredes blancas, frente al mar, no nos hubiera transformado.
Unos horas después de llegar a casa, Lorena hizo la maleta y sus padres, mis suegros, vinieron a buscarla para llevarla a casa. Les ayudamos a cargar el coche y Silvia la abrazó como si fuera una niña que partía a un campamento. Yo la besé en la mejilla, rápido, delante de todos, y ella me devolvió la sonrisa más neutra del mundo. Pero cuando se giró para entrar en el coche, dejó que sus dedos rozaran apenas mi muñeca, como quien confirma que aquello había sido real, que no lo habíamos soñado.
El motor se encendió y se la llevó lejos.
*
Las aguas regresaron a su cauce. Retomamos el trabajo, las aficiones, la rutina, la vida. Silvia volvió a llenar la casa y mi existencia con su energía ordenada y luminosa. Yo me refugié en mi guitarra, en las tardes tibias, en los libros, en la escritura. Parecía como si todo el verano no hubiera sido más que un paréntesis.
Lorena se convirtió en una presencia intermitente: una voz en el teléfono cuando Silvia hablaba con ella, una risa compartida en algún cumpleaños, una visita rápida en la casa de los padres. Nada más.
Pero en esas ocasiones, cada mirada que intercambiábamos contenía un mundo entero. Podíamos estar rodeados de familia, de ruido, de conversaciones triviales… y sin embargo, al cruzar los ojos por un segundo, se desataba el huracán de la memoria.
Allí estaba de nuevo el mar, las noches clandestinas, la piel húmeda, el temblor de lo prohibido. Todo en un parpadeo, en un gesto imperceptible.
*
Silvia jamás lo ha sospechado. Quizá nunca lo hará.
Lorena y yo hemos aprendido a vivir con ese secreto suspendido, ese hierro candente que nos marcó para siempre, aunque la vida se haya encargado de alejarnos.
Cada vez que nos vemos, en una mesa familiar, con un plato en la mano y esa sonrisa despreocupada, sabemos que bastaría una sola palabra, un descuido, un gesto a destiempo, para que el verano volviera a encenderse.
Pero no decimos nada. No hacemos nada. Fingimos normalidad. Y en esa distancia cargada de palabras que no se dicen, se esconde nuestra verdad.

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