De vacaciones con mis suegros, me la folle a ella parte 2
El silencio se había vuelto una caricia de la piel y hasta el sonido de la lluvia era un eco de lo que iba a suceder.
—No deberíamos… —murmuró Teresa, inmóvil.
—Lo sé —dije.
—Pero tampoco quiero renunciar a vivirlo.
Aunque no podía ver sus ojos, sabía que me estaban mirando. Me tocó la mejilla con una caricia tan suave como hambrienta. Su pulgar rozó mis labios. Y ese primer roce, tan simple y a la vez profundo, dijo mucho más que cualquier palabra.
Muy despacio, acercó también sus labios y entonces, ya no hubo vuelta atrás. Fue el pistoletazo de salida. Nos besamos mientras las manos dejaron de comportarse. Recorrieron los caminos que yo había imaginado tantas veces, deteniéndose en cada curva, en cada duda, como si el deseo fuera un idioma que recordábamos del pasado.
Teresa comenzó a ser ella, deseo abierto en carne viva, fuego contenido durante años. Su ropa cayó al suelo despacio, como una ofrenda. Y la mía detrás. Nuestros cuerpos se encontraron sin miedo, sin máscaras. Se buscaron, se reconocieron, se abrazaron como quien regresa a casa después de haberse extraviado demasiado tiempo.
La cabaña, la tormenta, la noche… Todo desapareció salvo nosotros. Cuando la penetré, hicimos el amor despacio, como si quisiéramos memorizar cada gesto, cada sonido, cada mirada. Abrazadísimos los dos, acariciándonos, sintiéndonos la piel. Ella no paraba de gemir mientras se entregaba y yo la cubría con mis brazos y con mi boca, como si así pudiera protegerla del mundo entero.
Fue una noche de entrega plena, sin palabras innecesarias, sin vergüenza. Solo miradas que se buscaban en la oscuridad, manos que curaban, bocas que recordaban que aún estábamos vivos.
Cuando todo se calmó y el silencio volvió, Teresa me abrazó por la espalda, con su respiración acompasada a la mía. Sentí su mano sobre mi pecho y supe que esa noche no la olvidaríamos jamás. No sabíamos qué pasaría al amanecer, pero en ese instante, la tormenta había pasado. Dentro y fuera.
Al día siguiente de esa primera noche, a la que nos lanzamos sin red de seguridad, sin saber que pensaríamos después, desperté amodorrado por el sueño, recostado sobre la cama deshecha, esforzándome en recordar los últimos momentos de la noche.
Abrí los ojos lentamente y la vi a mi lado, con el cabello revuelto sobre la almohada, la sábana cubriéndole apenas la cintura y los rayos de sol que entraban por los ventanales proyectados sobre su cara, que me inspiraba, no solo ternura, sino también, vértigo.
El sonido del mar golpeando suavemente en la orilla tras la tormenta y el olor a sal que traía la brisa cálida que se filtraba por las ventanas, me animaron a salir al exterior para no despertarla. La vista desde allí después de pasada la tormenta era espectacular. El azul del mar en calma no tenía nada que ver con el mar bravo de ayer. Regresé a despertarla.
Ella abrió los ojos poco a poco, con cara extrañada al verme. Se cubrió con la sábana y se incorporó lentamente. Nos sentamos frente a frente, sin tocarnos. Como si nuestros cuerpos necesitaran un espacio para ponerle palabras.
—¿Fue real o he soñado? —murmuró.
Podía decirle que no había ocurrido y regresar con Ignacio y Clara como si nada. Pero también quería decirle que nos dimos lo que necesitábamos el uno y el otro, sin plantearnos si fue un error. Sin seguridad de saber que quería escuchar, le sonreí y acaricié su cara.
—Si quieres, podemos fingir que no sucedió. Pero no me arrepiento —dije, sin rodeos.
Ella me devolvió la sonrisa con una ternura que la hacía aún más hermosa. Se alzó, se sentó en la cama y me atrajo hacia ella.
— Ni yo —respondió ella, bajando los ojos un instante—, salvo que para ti haya sido solo un polvo aprovechando la tormenta.
Al escucharla, volví a desearla con toda mi alma.
—¡Nooo!
Comenzamos a besarnos, con urgencia, con nuevo olor a piel sin necesidad de promesas no pronunciadas, hasta que la llamada en la puerta de la habitación interrumpió nuestros juegos.
—Saldremos en una hora —avisaron desde el exterior.
—El destino juega en contra —dijo ella retozando.
—Voy a traerte algo para desayunar. Espérame.
Con el escenario aclarado entre nosotros, salí a buscar un café. Tomé de unas bandejas piezas de fruta y en una bandeja serví dos cafés y unos vasos de zumo de maracuyá.
En una mesita de la cabaña coloqué la bandeja y procedimos a alimentar el estómago hambriento después de tanto ejercicio nocturno.
Ella estaba en camisa, la misma que había llevado la noche anterior, desabotonada hasta el cuarto botón y cada vez que se movía, la tela se abría para mostrar bajo ella el contorno de sus operados y preciosos pechos. Sus piernas desnudas escondían el santo grial que tan enconadamente perseguí anoche.
—Me has hecho sentir viva. No como madre, ni como esposa… sino como mujer. Como nunca en toda mi vida. Pero…
La expresión de su cara durante la pausa no anunciaba nada bueno para mí. Respiró hondo, como si le doliera lo que iba a decir.
—Debe quedarse aquí —añadió con calma—. Lo que fuimos anoche solo puede existir en esta isla, bajo la tormenta. Podría asumir mi castigo, pero no quiero que esto se convierta en una grieta en la vida de Clara ni en la tuya.
—¿Y si yo quisiera asumir mi castigo? —pregunté—. ¿Y si, sin quererlo, esta noche cambió algo y no quiero volver a mi vida anterior?
Teresa me miró con esa honestidad suya que siempre había admirado.
—¡Claro que ha cambiado algo! ¡Para los dos! Pero a veces basta con saberlo. No todo tiene que traducirse en actos, ¿no crees?
Sonreí cínicamente.
—Entonces volveremos —dije—. Al hotel, al campeonato de golf, a los desayunos con Clara e Ignacio. Y nadie sabrá lo que vivimos.
—Lo sabremos nosotros —dijo ella, alargando la mano para rozar la mía, fugazmente.
—¿Sabes lo único que lamento? —pregunté sin necesidad de escuchar su respuesta—. ¡Que la tormenta no durase tres días más!
Nos duchamos rápidos para incorporarnos al grupo. Antes de salir me dio una última instrucción
—Vamos a mantener las apariencias en el grupo como si nada hubiese ocurrido —se inclinó hacia mí, rozando apenas mis labios con los suyos.
Nos vestimos despacio. Cada uno con una calma medida, como quien cierra un capítulo precioso y lo guarda en el bolsillo interior del alma. Antes de salir, ella me miró una última vez.
—Gracias por recordarme que aún estoy viva —susurró.
—Gracias por atreverte a tanto, sin edad y sin miedo.
Y salimos al claro, donde el Jeep ya esperaba para devolvernos al mundo.
A medio día el coche del hotel que nos recogió en el pantalán donde nos desembarcó el catamarán, nos llevó a los bungalows, justo cuando Clara e Ignacio salían en ropa de golf, con sus viseras impolutas, polos de marca y una energía radiante que olía a competición que contrastaba con nuestro cansancio.
—Que alegría que ya estéis aquí ¿Todo bien? —preguntó Clara, sin signos de preocupación.
—El diluvio universal, pero la isla era preciosa —dijo Teresa con una sonrisa forzada.
—Nosotros nos hemos clasificado para la final —anunció Ignacio, casi sin mirar—. Jugamos en una hora.
—Enhorabuena —dije, con un tono burlesco incapaz de ser reconocido.
—Sí, enhorabuena —añadió Teresa.
Nadie preguntó más qué nos había pasado, si habíamos dormido bien, si habíamos pasado miedo o frío. Su mundo estaba en otro lugar y eso, involuntariamente, nos arrastró a unirnos aún más.
Clara se despidió con un beso protocolario en los labios. Ignacio pidió a Teresa que le alcanzara la crema solar que había olvidado. Y luego se fueron, envueltos en su propia euforia.
Nos quedamos nuevamente solos. Ella sonrió.
—¡A Dios pongo por testigo que vine con la mejor intención…! —exclamó declamando como si fuera Escarlata O´Hara jurando en nombre de la tierra de Tara en Lo que el viento se llevó.
—Es como si supiesen que no nos había dado tiempo a despedirnos de verdad en la isla —sonreí.
—¿En tu bungalows o en el mío? —sugirió Teresa, casi sin mirarme.
—Tenemos tiempo para usar los dos —respondí.
—Así me gustan los hombres. Con poderío —remarcó aprobando mi idea.
Entramos en su bungalows. Esta vez no hubo necesidad de tormenta. La verdadera tormenta se desató en el interior. Nos desnudamos sin urgencias, con la noble intención de prolongar la noche anterior y hacerla interminable.
Teresa se veía aún más hermosa a la luz del día. No había necesidad de hablar, porque ya estaba todo dicho. Era una mezcla de placer y afirmación mutua. No había palabras, solo jadeos, suspiros y una imagen imborrable de dos cuerpos que se acariciaban intentado que la inseguridad se diluyera entre las caricias.
Tumbados sobre las sábanas, nos besamos otra vez, con la confianza de habernos confesado. Le quité su camisa con lentitud, como si estuviera descubriendo cada centímetro de su piel. Ella me despojó de la camiseta que llevaba, besando mis hombros al hacerlo. Acarició mi polla liberada y bajó a besarla.
—Me voy a acostumbrar a la fruta. ¡Mmm que rico el plátano!
La retiré rápidamente por miedo a caer derrotado antes de plantear batalla. La cubrí con mis brazos, oliendo ese perfume que se había mimetizado con su piel. Olía a mujer madura liberada del castillo donde se hallaba encerrada.
Desnudos los dos, extendió brazos y piernas. La besé por todos los rincones de su cuello y hombros, bajando al pecho sin detenerme y subiendo hasta encontrarme con su boca, abierta a mis besos que se alargaban interminablemente.
—¡Nunca he sentido así! —exclamó con su mente abierta al placer
Bajé a comerle su coñito y cuando la vi a punto de desbordarse, subí a sus pechos para darle un respiro. Cuando mis deditos aceleraron sobre su coñito, tras varias incursiones de mi boca, alcanzó su límite.
—¡Fóllame cariño, no puedo aguantar más!
A plena luz del día, abrió su sexo a mi polla como antes había abierto su boca a mis labios. Me subí sobre ella y con un ritmo pausado y continuo, fui entrando y saliendo de ella a la vez que sus gemidos iban subiendo de intensidad.
No tenía ninguna prisa en terminar, me sentía excitadísimo. No era un polvo de aquí te pillo, ya lo habíamos hablado, era un polvo fruto del deseo mutuo.
Cuando sentí que ya estaba llegando, salí de su interior y la acabé con mi lengua para poder reservarme. Si iba a ser nuestro último polvo quería dejarle un recuerdo imborrable y necesitaba mi herramienta disciplinada.
Cuando comprobó que mi polla seguía en pie, sonrió.
—Que gusto verla aún viva —exclamó al ver la erección que seguía intacta.
—Me he reservado para follarte también en mi cama. Quiero tener tu imagen cuando Clara se decida a hacer de esposa.
Medio me vestí para ir a mi bungalows al que todavía no había entrado. Estaba ordenado, en eso Clara era especialista. Abrí la colcha y sin darme tiempo a más, me abrazó por la espalda y me tiró sobre la cama.
—Túmbate. Ahora me toca a mí.
Se sentó encima de mí, se la introdujo entera y comenzó un ligero balanceo, que fue incrementando paulatinamente hasta volverse loca cuando le vino en muy poco tiempo el segundo orgasmo.
—No llego a bajar del todo, me dejas arriba en cada orgasmo.
—¿Preparada para otro? Porque esto no ha terminado.
—¡No quiero que termine nunca! ¡Me siento en el cielo!
Se alzó de su posición y se colocó frente a mí. Se subió encima, se enredó el pelo con las dos manos, cambiando ese peinado lacio por uno más asalvajado, cogió mi polla con sus manos y se la volvió a meter dentro. Ya estaba liberada, había dejado atrás todos los prejuicios que le pudieran quedar.
Empezó a cabalgarme despacio, a cámara lenta, moviendo su pelvis hacia adelante y hacia atrás, comprimiendo mi polla en su dilatada vagina, tratando de alargar el momento mientras fuéramos capaces.
—¿Te gusta cómo te folla tu suegra?
—Follas mejor que Clara.
Mi aprobación de su manera de follar, le dio alas, y comenzó una galopada salvaje, desmelenada.
—….ella se lo pierde… —exclamó.
Conseguí aguantar como pude hasta que la vi tensarse…y entonces descargué…y ella gritó…«me corro». Se quedó echada sobre mí un tiempo hasta que se hizo a un lado.
—Uff cariño. Ni cuando era joven, disfruté tanto.
—El morbo es afrodisíaco —apunté consciente de que a mí me ocurría igual.
Desnudos, envueltos en las sábanas blancas, con la tranquilidad de saber que un campo de 18 hoyos durante un campeonato no se hacía en menos de 5 horas, disfrutamos de la conversación íntima de dos amantes.
—A lo mejor no tenemos que renunciar a esto —dejó caer en voz baja sin esperar que respondiera.
—¿Les inscribimos en todos los torneos de golf? —Sonreí.
—Yo tengo partida de cartas todos los jueves —dijo esbozando un plan—. Podríamos vernos después de la partida…
—Yo podría organizar partido de pádel ese día….
Nos abrazamos conscientes de que ninguno de los dos quería renunciar a lo que habíamos conquistado. Después nos duchamos juntos, riendo en voz baja como si fuéramos cómplices en una travesura de verano. Y nos arreglamos para ir a ver el final del torneo.
Ellos estaban ya en el hoyo 17, concentrados, dando órdenes a su caddie. Teresa y yo nos sentamos en una de las terrazas con sombra, brindando con dos mojitos muy fríos, como si nada hubiese ocurrido.
—Parece que pueden ganar —dije.
—Mejor, así no estarán pendientes de nosotros en su celebración —respondió Teresa, divertida.
—Pues yo me siento ganador. He metido todas mis bolas en el hoyo —dije antes de recibir un manotazo de ella por grosero pero muerta de la risa.
—Y todas con el mismo palo —añadió sin dejar de reír—. Moldeable como uno de madera y duro como uno de hierro.
Por la noche, el hotel organizó una cena en la terraza del restaurante para entregar los premios. Acabaron ganando, empatados con otra pareja, un señor de unos 45 años y su mujer.
Teresa apareció con un vestido negro de tela ligera cuya falda se movía con la brisa del mar, ajustado en la cintura, resaltando sus curvas. Llevaba el cabello suelto, con ondas suaves cayéndole sobre los hombros. Estaba preciosa.
Clara apenas se vistió con un traje de verano normal, dado que ella no era muy de trapitos. La cena fue increíble. Mariscos frescos, vino blanco, las mesas iluminadas por luces colgantes que se confundían con las estrellas como si fueran caer sobre nosotros.
A los postres Teresa e Ignacio se tomaron una copa de ron del Caribe. Clara y yo brindamos con dos copas de vino que quedaban de la botella de la cena. Parecíamos una familia perfecta de dos padres con sus hijos. Sino perfecta, para mí era mi familia y me sentía ahora mucho más integrado.
Al final el ambiente era muy distendido y mientras Clara comentaba algo con su padre, Teresa, por debajo de la mesa, levantó un pie para acariciar mi entrepierna. Nadie lo notó. Pero la sonrisa de Teresa dejaba claro que nuestra historia no había terminado.
Después de la cena, la música se apoderó de la terraza, abusando de ritmos caribeños de bachata y merengue, que solo nos animaron a Teresa y a mí. En un momento dado, la otra pareja ganadora que bailaba a nuestro lado propuso intercambiar parejas y acabé bailando con una americana de 1,72 con un tipo ligeramente de caballo.
Mientras bailábamos, el grupo de personas se fue ampliando excepto Ignacio y Clara que comentaban sentados cualquier cosa mientras Teresa y yo no dejábamos de buscarnos con la mirada. Antes de las doce, dijeron de retirarse y Teresa se negó.
—Eres un aburrido, quiero seguir bailando.
—No dejaré que te quedes aquí sola —farfulló su marido.
—Cariño ¿puedes quedarte un rato más con ella? Yo estoy molida del partido —me pidió Clara que trataba de contentar a sus padres, sin saber que también me contentaba a mí.
Me despidió con un beso por ser bueno.
—Gracias por cuidar de mamá. Te estás portando muy bien.
En la medianoche, los fuegos artificiales iluminaron el cielo, estallando en un festival de colores sobre el mar. Y cuando la fiesta llegó a su punto más alto, cuando la música se convirtió en una explosión colectiva de la gente, rodeó mi cuello con los brazos y me susurró al oído:
—¿Que tal un paseo por la playa?
Nos dimos la mano paseando bajo un cielo de estrellas. Su cara reflejaba una paz que hacía mucho no experimentaba, como si por fin hubiera roto una barrera que ni siquiera sabía que existía.
—¿En qué piensas? —le pregunté.
Sin desviar la vista del oscuro horizonte, alzó su mirada hacia mí, con una sonrisa cómplice.
—Había olvidado sentir… Contigo, ha sido…distinto, nuevo, mágico.
Le sostuve la mirada, con mis ojos húmedos de emoción.
—Para mí también lo ha sido. No voy a mentirte, he estado con algunas mujeres antes de estar con Clara. Pero, con ninguna he sentido lo que siento contigo.
Sonrió, sintiendo en su corazón la sinceridad de mis palabras.
—Suceda lo que suceda al llegar a Madrid —exclamó, apoyando su mano en la mía—, ha valido la pena.
El murmullo del mar nos abrazó como si el mundo entero hubiera quedado reducido a esa playa. Con un tono de incertidumbre en mi voz, añadí.
—¿Y ahora?
Su rostro recuperó la lascivia en su expresión.
—Ahora, vivamos el momento. Me han dejado a tu cuidado…cuídame.
La miré sorprendido. Mi suegra se había convertido en una mujer capaz de vivir el presente con una intensidad brutal. Su edad, la edad con la que llegó al resort, se desdibujaba bajo la luz de la luna. Era como si hubiera estado en el planeta de Platoon donde no se envejecía.
Nos alejamos de la fiesta caminando descalzos por la arena, sin mirar atrás. Solo el murmullo del mar que venía a lamer la orilla y retrocedía, como nos pasaba a nosotros que avanzábamos y retrocedíamos según estuvieran presentes Clara e Ignacio.
La noche estaba iluminada por una luna inmensa que flotaba sobre el horizonte como un faro sobre el mar. No había nadie en la playa.
Nos refugiamos tras unas embarcaciones que estaban varadas en la arena. La marea subía y bajaba dos veces al día. A la mañana siguiente esas barcas estarían en el mar de nuevo.
Dejó caer su precioso vestido negro en el borde de la arena dejando al desnudo su rejuvenecido cuerpo. Sus ojos resplandecían con la luz plateada de la luna.
Me desnudé a su lado. Nos abrazamos, dejando nuestros cuerpos enredados en ese abrazo del que no queríamos soltarnos. Nos besamos como si fuéramos náufragos y estuviéramos respirándonos, insuflando aire el uno al otro. Cada beso era un juramento, una declaración sin palabras.
Sentí sus manos buscándome, encontrándome. Mis manos se deslizaron lentamente por su espalda, explorando cada centímetro de su cuerpo desnudo y luego treparon por su piel, suave como el terciopelo, buscando el manjar de sus pechos, sintiendo el temblor de su cuerpo.
Me encontraba incómodo en el lugar. No estaba a la vista pero tampoco estaba cerrado. Ella tendió su vestido a lo largo y se montó sobre mí, abrazándome con sus piernas. Sus pechos botaban ante mis ojos. En ese momento me olvidé de donde estábamos, no existía el tiempo ni el lugar, solo ella y yo, unidos como nunca, libres de juicios.
El mundo exterior desapareció dejándonos abandonados desnudos en esa playa caribeña, sin más testigos que las estrellas que nos observaban desde arriba, bajo el sonido rítmico del agua rompiendo en la orilla y el calor que transmitían nuestros propios cuerpos encallados en la arena cual náufragos, hasta que la marea nos arrojara de nuevo al mar.
Teresa con su melena asalvajada sobre la cara, ya había perdido la elegancia con la que inició la noche pero el brillo de sus ojos le confería una provocadora expresión a su rostro, una imagen de sensualidad salvaje que ella desconocía y que le permitía expresar con la mirada lo que ya no hacía falta decir con palabras.
Las caricias se volvieron más intensas, nuestras bocas se encontraron con más pasión, sedientas de besos hasta que el fuego prendió sobre la arena y armó mi polla que siguió creciendo cuando sus piernas me envolvieron.
Envalentonado, me precipité al vacío de su coñito sobre el duro colchón de la arena, moviendo nuestros cuerpos a un ritmo lento y cadencioso, como si la bóveda de estrellas nos hubiese dado permiso para amarnos sin medida, suegra y yerno, aunque solo fuera una vez más.
Sus temblores se volvieron más urgentes y mis movimientos más continuos hasta que alcanzó su punto más alto y el grito se extendió en la noche, desvaneciéndose el eco lentamente en el horizonte.
Satisfecha y generosa, renuncio a un segundo orgasmo a cambio de hacerme una mamada que acabó con su boquita llena de leche.
—De todas formas Clara ya estará dormida, no tienes que cumplir.
Cuando regresamos a la fiesta nadie nos había echado a faltar. Cansados de tanto ejercicio, nos retiramos con nuestras respectivas parejas que dormían plácidamente, al menos Clara.
Los últimos dos días en el Caribe pasaron con una normalidad casi irreal. Las sonrisas, las charlas triviales, las actividades en grupo los cuatro. Recuperé el sexo con Clara. Podría decir que con más interés por su parte y más actividad por el mío, que la follaba con la imagen de su madre en mi cabeza. Cada caricia que me hacía, yo sentía los dedos de Teresa deslizarse por mi piel. No era su culpa, ni mala intención por mi parte, sino que la huella que me había dejado Teresa se negaba a borrarse.
Yo seguía sin saber qué pasaría al volver a casa, pero era consciente de que si no llevábamos cuidado, nuestra relación podría reventar lo que hasta entonces era una familia.
De vuelta en Madrid, la rutina nos esperaba con sus brazos fríos pero nosotros le teníamos reservada una sorpresa. Con cautela y discreción fuimos tejiendo una red de llamadas en clave, mensajes que eliminábamos, pequeñas escapadas a cafés, una forma sutil de estar juntos sin romper la vida que teníamos.
Una de esas tardes, yo jugaba al pádel con unos amigos a los que Clara apenas conocía. Era mi espacio, mi forma de mantener una frontera, entre mi vida pública y mi vida oculta con Teresa. A la vez, ella jugaba con sus amigas a las cartas, entre risas, vino y confidencias.
A las 20:05 vibró el móvil en mi bolsillo, mientras me secaba el sudor con la toalla después del partido, cerveza en mano, bromeando con el grupo. Lo miré sin disimulo.
—Resérvate un poco. Tienes que meter alguna bola en mi cancha —me saludó Teresa.
Sonreí. Me encantaba su punto ácido en los mensajes. Con ese tono de mujer que se sabe deseada y le gusta participar del juego.
—Ok nos vemos. Y te recuerdo que en esa cancha me siento el campeón del mundo.
Me despedí de los amigos con la excusa de una cena pendiente. Fui a su encuentro con la misma emoción de cada cita, un momento mágico entre lo permitido y lo prohibido.
Cuando abrí la puerta de la habitación del hotel, estaba semi a oscuras y ella esperándome, de espaldas con una bata de seda, mirando por la ventana. Se giró al oír la puerta, con una sonrisa y una visión que me dejó transpuesto.
Dejó deslizar la bata por sus hombros, despacio, sin dejar de mover su cintura, mostrando poco a poco su cuerpo embutido en el conjunto de ropa interior más sexy que yo hubiese visto nunca.
—¿Te gusta?
—Guau, estás increíble suegra.
—Pues estás viendo solo el envoltorio —añadió con una pose provocadora y avanzando hacia mí, ladeando las caderas, silueteando su cuerpo entre la penumbra de la luz que entraba por las rendijas de la persiana.
—Muéstrame el interior entonces —respondí.
Subió una pierna a la cama y desabrochó un cierre del tirante que unía la media al body. Deslizó la media despacio por su pierna hasta que una vez en su mano, la arrojó contra mí.
Me desnudé sin tanta ceremonia, y le mostré mi polla erecta. Dio un par de vueltas como si desfilara sobre una pasarela y regresó al punto inicial, donde subió la otra pierna, repitiendo la escena. Desabrochó el cierre del liguero, deslizó la media despacio, la pasó por su nariz y en un gesto de indiferencia, me la arrojó. Yo repetí su gesto y la olí, impregnada de su perfume de Hermes.
Tomó el cinturón del que habían colgado las pinzas que sujetaban las medias. Se acercó a mí y amagó con azotarme, antes de arrojarlo al suelo girándose de espaldas.
Se sentó en el pie de la cama, bajó despacio cada uno de los tirantes de su sujetador que sostenía el cuerpo del body. Bajó la cremallera de uno de los laterales y seguidamente la otra, moviendo en el aire esa pieza sin dejar de mirarme.
Mi erección era ya superlativa, estaba para follársela, que putona parecía. Sin el respaldo del body, se abrió una parte del sujetador mostrando un pecho. Con suma lentitud se deshizo del sujetador y me lo lanzó como si fuera un torero brindando un toro.
Con una seguridad en ella misma que crecía a cada encuentro, en la penumbra de la habitación, comenzamos el enésimo juego de caricias recorriendo su cuerpo con el tacto de mis dedos, dejándose ella acariciar, gimiendo, jadeando con una sensualidad ya consolidada, sin prisa, según nuestro protocolo habitual de caricias, susurros halagadores y calentamientos previos a penetrarla.
Se acercó ofreciéndome sus pechos a la altura de mi boca que sediento me lancé a probar pero la cabrona de mi suegra estaba jugando conmigo. Dio un paso atrás, solo unos centímetros, justo para provocar que yo tuviera que adelantarme siguiendo sus pechos. Repitió ese movimiento otra vez y cuando me iba a lanzar sobre ella, sonrió y restregó su pecho contra mí.
—¿Te gustan?
—Estás increíble, no te había visto nunca así.
—Me estimulas. No sabes lo que supone para mí pensar en estos encuentros que me permiten luchar contra la rutina.
—Tú haces que desee estos encuentros furtivos, vistiendo tu lencería sexy o cuando quedamos en el cine y te corres con mi mano. Estoy deseando follarte ya —dije bajándole el tanga sin miramientos.
—Y yo quiero que lo hagas —dije tomando con cuidado pero con firmeza, mi polla que estallaba—, pero antes quiero jugar contigo.
Me besó en los labios, acariciando mi polla, pajeándola, con una mirada lasciva que no escondía sus intenciones. Con sus ojos brillando de lujuria, bajó su cabeza, para alcanzar mi polla con su boca, succionando a la vez que la introducía y la sacaba alternativamente de su boca en un claro efecto de follarme la polla con su boca mientras yo iba pasando mi lengua por todas las partes a mi alcance.
Mientras bebía de sus pechos, mis dedos se adelantaron a tomar la temperatura de su ardiente y húmedo coño y ella comprobó que mi polla estaba preparada para meter las bolas en su cancha.
Me tendió sobre el colchón. Desnuda de cuerpo, se giró, acercó su culo a mi cara, agitándolo como una coctelera. Luego se sentó sobre mí, jugueteando con mi polla como si le perteneciera.
Mi erección se mantenía firme sin rendirse a sus provocaciones aunque no sabía hasta donde sería capaz de aguantar de lo excitado que estaba con la situación. Cuando presentó su coñito a la altura de mi lengua, me embriagué.
—Tu olor a sexo me vuelve loco —susurré.
Desplegué mi lengua alrededor de su coño, acompañándola de mis dedos acariciándole el clítoris. Su boca no dejaba de gemir mientras le comía el coñito. Cuando creí por sus jadeos que estaba a punto de correrse, se la metí de un empujón, abrió sus piernas a la pasión, insertándola en su dilatado coñito. Bien insertada, me abrazó desplegando una lujuria cada vez más suelta, me ofreció su pecho medio oculto debajo de su enredada melena para que me lo comiera mientras la follaba. Gemía de placer al pasarle mi lengua por sus pezones y acariciárselos.
Aceleré mis movimientos hasta que recibí su rendición con un chorro de líquido que satisfizo mi orgullo masculino de haber sido capaz de que se corriera sin haber desperdiciado aún ninguna bala de mi revólver. No pudo contener un coro de gritos y gemidos saliendo de su boca.
—Quiero más —me susurró salvaje, con los ojos cargados, jadeante.
Si quería más, se lo iba a dar.
—Vamos suegra, demuéstrame hasta donde puedes llegar —la reté.
—Fóllame con todas tus ganas cabrón —me pidió completamente entregada.
Con la erección al máximo, mi polla se deslizaba por su vagina como si fuera una autopista.
—¡Como me gusta tu coñito cuando está preparado!
Se retorcía de placer con mis acelerones. No dejaba de de botar sobre mi polla, que entraba y salía de su vagina sin descanso, alcanzando la última profundidad de su coño hasta que llegó a la cima del placer. Entonces me arrastró a una galopada desmelenada, agitándose entera, como si estuviera poseída.
En esa posición me sentía muy seguro, con mi arma en alto, controlando la eyaculación mientras subía y bajaba del tobogán de su vagina por el que se deslizaba mi polla, mientras ella se mordía el labio, tratando de controlarse hasta que le llegara el siguiente espasmo de su maltrecho cuerpo.
—Córrete ya cariño —suplicó.
Pero yo no estaba dispuesto a que la confrontación terminara todavía. Llevé mis manos recorrer su clítoris, acariciándola con devoción, como si cada centímetro de su piel fuera un territorio nuevo a conquistar, volvió a conectar con el placer, arqueó su espalda, entregándose por completo a las sensaciones que recorrían su cuerpo, sintiendo una mezcla de deseo, poder y libertad, una afirmación de su propia vida.
Cuando llegó al límite, no al límite que ella había conocido hasta entonces, sino al límite que había descubierto conmigo, desencadenó un vendaval de movimientos de su pelvis que destrozó la estabilidad de mi polla y nos fuimos juntos, mezclándose nuestras fluidos y nuestros jadeos.
Sin sacar mi polla del refugio de su ilustre coñito, me quedé abrazado a ella recuperándome del enorme esfuerzo.
—¡Dios mío suegra, te superas! —confesé entre jadeos, apretándome contra su cuerpo mientras seguía descargando dentro de ella.
La metamorfosis que se había producido en ella había sido total. Si seguía así, ni siquiera mis 28 años podrían seguir su ritmo.
Nos quedamos unos minutos abrazados, con la respiración entrecortada, sintiendo el calor de los cuerpos hasta que el último temblor desapareció. Pero por brutal que hubiera sido, los encuentros con mi suegra eran mucho más que sexo. Una mezcla de deseo, cariño, vértigo, transgresión, liberación….Lo peor de esos encuentros es que no nos permitían recrearnos en el post polvo.
Nos vestimos sin urgencias. La acompañé hasta su coche, ningún beso de despedida en la calle. Entonces nos miramos a los ojos y por un momento, la conexión fue absoluta, disfrutando del presente, sin pensar en el mañana.
Luego cada uno volvió al lugar al que pertenece cuando no está con el otro

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