De vacaciones con mis suegros, me la folle a ella

Conocí a Clara en un curso de urbanismo registral. Registradora brillante e inteligente. Yo asistía como abogado invitado, ella como ponente joven con su plaza recién ganada. Recuerdo que llegó tarde, entró con paso firme, y no se disculpó. No lo necesitaba. Tenía ese tipo de autoridad que no alza la voz, pero se impone.

Nos cruzamos de nuevo en un acto del colegio de abogados y sin planearlo, la invité a un café. Y desde esa tarde no dejamos de salir juntos.

Conocí pronto a su familia, en una cena en su casa. Clara me lo advirtió: Mi padre es impenetrable, nadie es suficiente para mí. A mi madre en cambio, sabrás enseguida si le gustas o no. Y lo supe. Teresa fue amable desde el principio. Me observó durante la cena como si quisiera analizarme a fondo, con una sonrisa abierta.

Mi suegro, en cambio, apenas me miró. Notario de los de antes, voz grave, trajes oscuros y una fe casi religiosa en su propio criterio, siempre ha marcado el ritmo de todo lo que ocurre en su casa.

Mi suegro me hizo tres preguntas el primer día. Dónde estudié, quién era mi padre y donde trabajaba. No le gustó ninguna de las respuestas. No había en ellas ni universidad elitista, ni un apellido con peso ni un trabajo de mérito. Asintió en silencio y antes de que termináramos los demás de cenar, se retiró a su despacho con un tenue adiós.

En esta casa, decir que uno es abogado sin oposición ni despacho propio sonaba a un mindundi. Clara me respetaba, me quería, incluso. Pero su padre habría preferido a otro que viniera ya vestido de éxito. Aunque es cierto que nunca se enfrentó abiertamente conmigo, sí me dejó claro que, para él, no reunía méritos para su hija.

Desde entonces supe que con él sería un examen constante. Clara nunca le ha discutido abiertamente. El lazo con su padre es demasiado fuerte. Una vez le di a ella la razón ante su padre y la mirada de este me fusiló. Y lo más curioso es que Clara no llevaba la razón. Pero era mi deber defenderla. Teresa en cambio trató de compensar a su marido. Cuando este se retiró de la mesa, me ofreció una copa de licor y me habló de cómo se conocieron en la notaría en la que trabajaba como auxiliar. Demostró su sabiduría. Sabe mucho más de lo que aparenta.

Con los meses acabamos desarrollando una especie de alianza tácita. A veces intercambiamos una mirada en mitad de una comida y sin decir nada decidíamos cambiar de tema para evitar que mi suegro lo monopolizara todo. Otras veces emitía un comentario para reforzar una idea de Clara. Era el ejemplo de los equilibrios que uno a veces tiene que hacer para sobrevivir a un carácter fuerte.

Durante los primeros meses, me limité a resistir. A no buscar su aprobación, pero tampoco a provocar. Lo comentaba con Clara con resignación compartida

–No vas a poder cambiarlo —me decía ella.

—Lo sé. Pero tampoco pienso bailarle el agua.

Con el tiempo, fui comprendiendo que las verdaderas alianzas no se hacen por la fuerza. Con Teresa empecé a construir una complicidad discreta. Me apoyaba con una frase aquí, un gesto allá. Sabía cuándo intervenir para que su marido no cargara contra Clara. Algunas noches me llamaba sin que Clara lo supiera:

—Solo para decirte que tengas paciencia. Lo importante para ti es Clara.

Era como una partida de ajedrez en la que todos participábamos y en la que mi suegro era el rey. Mi mujer era una torre, siempre apoyando al rey y mi suegra la reina, supeditada al rey.

A mi me habían dejado el juego del caballo, tenía que moverme en direcciones imprevistas para evitar sus embestidas.

Y sin embargo, después de un año de estar casados, habíamos conseguido un equilibrio armónico. Cada domingo comíamos en su casa y había aprendido a elegir mi reacción a cada jugada del rey: callar, ceder, aliarme….

Una tarde de primavera, estábamos comiendo los cuatro en casa de ellos. Clara se sentía agotada porque estaba haciendo una sustitución de una compañera además de llevar su Registro. Yo, callado, miraba el plato.

Y entonces mi suegro levantó la vista del café, se quitó las gafas, y con su voz seca y cortante dijo.

—Me han nombrado vocal de Consejo de notarios de España. Quiero celebrarlo, he reservado un viaje al Caribe los cuatro. Una semana.

Clara se sorprendió. Yo no supe qué decir. Teresa no levantó los ojos de su taza, pero por un segundo, vi que sonreía.

—¿En serio? —preguntó Clara—. ¿Tú quieres irte al Caribe? Si no te gusta viajar.

—Lo que no me gusta es la mediocridad. Vamos a un resort de lujo.

Nada más llegar al resort, supe que aquel no iba a ser un viaje de descanso convencional. Lo que no sabía entonces era que el viaje iba a alterar el sistema de alianzas que el resto de la familia habíamos forjado.

El hotel era un cinco estrellas diseñado para impresionar a europeos en busca de una idea de paraíso. Un lobby de mármol blanco, techos altos, camareros que no sabían decir que no, playas paradisíacas y un campo de golf que se integraba perfectamente en el ambiente del resort.

Mi suegro se entregó desde el primer minuto al programa que él mismo había aprobado con la meticulosidad de un notario redactando su propio testamento. A las nueve, desayuno. A las once, visita cultural. Por la tarde, entrenamiento libre o piscina. A las ocho, cóctel de bienvenida. Al día siguiente… Y así todo.

Mi suegra, sin embargo, llegó decidida a que ese viaje supusiera un cambio en su anodino estilo de vida. Se trajo un repertorio de vestidos de colores, faldas y hasta unos shorts que resaltaban un cuerpo muy bien modelado.

—Yo he venido a descansar y a vivir. Así que, quiero hacer excursiones, tomar el sol mientras me sirven fruta fresca y si me animo, tal vez me lance en parapente.

Mi suegro y mi mujer habían traído sus palos de golf. A mi mujer le brillaban los ojos cuando vio el cartel de un campeonato femenino amateur, categoría A. La idea de competir, aunque fuese de forma relajada, la activaba como pocas cosas. Su padre había elegido el hotel en parte por esa razón.

—¿Qué planes tienes tú? —me preguntó Clara, sonriendo como no la veía sonreír desde hacía tiempo.

—Yo prefiero el mar. Navegar, correr por la playa, bucear…

Pero, en ese entorno, todo lo espontáneo parecía sospechoso. Aquí todo era actividades organizadas. La primera noche cenamos en una de las terrazas del hotel, frente al mar. Mi suegro ya había logrado que el maître le llamase “Don Ignacio”. Por un momento pensé que el clima lo ablandaría. Al menos había eliminado su traje y la corbata.

A Clara hacía tiempo que la veía sonreír con tanta naturalidad. Como si entre la arena, la sal y los mojitos, volviera a ser la Clara que conocí antes de la hipoteca, la rutina y el poder de su padre.

—Te está sentando genial estar aquí —le dije.

—Me siento bien. ¿Y tú, como te sientes?

—Muy bien, tu padre parece transformado.

—Solo hay que saber llevarlo.

Mi suegro insistió en que Clara lo acompañara al día siguiente a recorrer el campo de golf. Había contratado a un caddie que conocía muy bien el recorrido y debían aprovecharlo.

—Papá, es el Caribe. ¿No podemos olvidarnos de agendas?

—Hay tiempo para todo. He visto que el recorrido de este campo nos viene muy bien. ¡Y tú puedes hacer un gran puesto!

Clara me lanzó una mirada de resignación. No quería discutir. Al final de la cena, mientras Clara y él preparaban su recorrido del día siguiente en el campo de golf, Teresa, se levantó y caminó descalza hasta la arena. Al llegar al mar, agitó su mano saludándome. Me acerqué hasta la orilla y la acompañé caminando un rato y comprobando lo feliz que se la veía. Una felicidad que la hacía aparecer mucho más atractiva de lo que la había visto nunca.

Esa noche, en la habitación, miraba a Clara en silencio mientras se desvestía. Me gustaba verla allí, lejos del despacho, con el pelo suelto.

—A mi padre le incomoda que no te hayas apuntado a ninguna actividad.

Sonreí para mis adentros. Tal vez era hora de que su padre se incomodara un poco más.

—Respeto tu decisión de jugar el campeonato de golf, déjame a mí libre para hacer lo que me apetezca.

—Solo quiero que estés bien.

—No te preocupes por mí. Ni tu padre tampoco.

.Al día siguiente mientras padre e hija se fueron al golf, yo salí a correr por una enorme playa de arena blanca. Luego tomé una tabla de wind surf y estuve una hora navegando en paralelo a la costa con vientos suaves.

Cuando regresaba, vi a mi suegra en la piscina de solo adultos, tumbada en una hamaca, tomando el sol con un bikini muy atrevido, sin la parte de arriba, unas gafas oscuras y una piña colada entre los dedos como si llevara años entrenando para ese momento. Estaba hablando con un monitor de piel mulata que gesticulaba mucho y se reía todavía más. Ella también reía, con los hombros al sol y la piel algo más bronceada que por la mañana.

Me acerqué para saludarla. Inmediatamente se puso el top.

—Por mí no te cortes. Me alegro de verte tan suelta.

— ¿Te han reclutado de espía?

—Sabes que soy de tu bando. Y si me lo pides, me uno a la revolución y abolimos el patriarcado esta misma noche —respondí.

—No caerá esa breva.

Nos reímos. Había algo travieso en su mirada, como si en ese lugar, por fin, pudiera ser quien fue antes de casarse. O quizá quien siempre había querido ser.

—¿Y tú? ¿No encuentras algo que te atraiga? —me preguntó mientras me ofrecía su cóctel para beber.

Podría haberle dicho que había encontrado algo que me atraía, con dos tetas preciosas al aire, pero no me pareció correcto.

—He corrido y navegado. Ahora iré a verlos al campo de golf. ¿Y tú?

—Una vez que has espantado a ese precioso monitor de la piscina que debió pensar que era una viudita rica solitaria, no sé. He pensado apuntarme a una excursión a una isla mañana.

De repente apareció mi suegro con Clara, riendo los dos. Nos saludaron y se dirigieron a los bungalows a ducharse. Mi suegra me miró y casi como un susurro, dijo.

—Les ha ido bien y hoy estará de buen humor, lo que nos dejará un punto de libertad.

Esa noche hubo cena en uno de los restaurantes temáticos. Todos íbamos vestidos de blanco, por protocolo del hotel. Clara y yo llegamos juntos, aún con restos de arena en los pies. Mi suegra apareció tarde, bellísima, con un vestido largo que parecía deslizarse sobre su piel. Había algo en sus ademanes, en su forma de andar, que sin ser provocador desprendía libertad. Y eso, con su marido al lado, con la imagen de un viejo general cansado, era una premonición de que sus tropas ya no le respondían ciegamente.

La cena transcurrió agradablemente. Brindamos todos. Ignacio por el golf, que le tenía fascinado. Teresa por el viaje que le estaba encantado. Clara por la familia, encantada de que estuviésemos los cuatro en armonía.

—Yo brindo por el mar. Y la libertad que se encuentra en él.

Teresa y yo cruzamos la mirada. Nuestra alianza era más fuerte que nunca. Sabíamos que bajo el cristal de las copas despertaba otros brindis: el del inicio de algo que aún no sabíamos catalogar.

Esa noche, me costó conciliar el sueño. No sé si por lo bebido durante la cena, o el calor, o esa sensación de estar en un lugar tan sugerente donde todo parece posible pero nada termina de suceder. Salí al porche del bungalowsdescalzo y me senté observando el cielo despejado. La noche era húmeda y el sonido del mar me producía un efecto balsámico.

Entonces la vi caminando por la orilla con los zapatos en la mano, la falda larga ondeando, el pelo suelto. Parecía que tarareaba una canción, como si el mar la hiciera de orquesta. Me dirigí a ella en silencio sin que me oyera llegar.

—¿Insomnio? —pregunté, sin alzar la voz.

Se giró despacio. No pareció sorprendida.

—¡Hola Nico, no te había visto! No es insomnio, son ganas de saborear esto, el mar, las estrellas, el silencio. Y tú, ¿no podías dormir?

—Tampoco. Debe ser el anti stress.

Teresa sonrió levemente, con una sonrisa de las que dan a entender que sabes de qué te están hablando. Caminamos juntos un rato, dejando nuestras huellas en la arena, que la marea se encargaba de borrar de inmediato.

—Este viaje me está retrocediendo al pasado —dijo ella, mirando al mar—. Hay momentos en los que me pregunto en qué momento me olvidé de vivir para mí y empecé a vivir para no incomodar a los demás.

—¿Querrías volver a empezar? —pregunté curioso.

—No lo sé —dijo—. Ignacio ha construido una vida perfecta. Clara le ha seguido sin saber bien que es lo que quería. Y tú… bueno, tú eres el único que ha entrado en la familia, sin estar obligado.

—Aún no sé si encajo del todo —dije—. Me siento como un satélite que gira a una velocidad diferente. A veces Clara y yo estamos muy bien. Otras veces no sé si somos una alianza frente a tu marido o yo soy su enemigo.

Ella asintió.

—Creo querido yerno, que tú y yo nos parecemos más de lo que crees.

Nos sentamos en la arena. La luna se reflejaba en las olas. Nos quedamos en silencio unos minutos, escuchando el lenguaje del mar, susurrándonos palabras con una delicadeza nueva, como si hubiésemos tenido los ojos cerrados y quisiéramos redescubrirnos. Sentí a su lado una química diferente, exenta de sexo. Cuando regresamos, en silencio, sonrientes, fui consciente de que algo había empezado a cambiar.

Al día siguiente, mientras desayunábamos en la terraza, Ignacio anunció que estaba muy animado respecto al torneo de golf. Clara trató de excusarse, alegando que al golf podía jugar en Madrid pero allí no podía ver selvas ni playas vírgenes. Finalmente, cedió al deseo de su padre.

—¿Pero no me ibas a acompañar a la excursión de la reserva natural en la isla? —le preguntó su madre.

—No insistas Teresa, Clara se queda jugando al golf —sentenció Ignacio.

Clara me miró. Lo entendí todo antes de que lo dijera.

—¿Podrías acompañarla tú? Y yo te acompaño a bucear mañana. Así me quedo más tranquila mientras jugamos.

Teresa sabía que pensaba bucear en unos corales que había a poca distancia del hotel. Me miró en silencio, tratando de no expresar nada. Imaginé un día con ella, retomando la conversación de anoche y no lo dudé.

—Por supuesto, Clara. Será un placer irme de excursión con mi suegra.

Teresa sonrió satisfecha con la idea. Ignacio tensó un poco la cuerda.

—Pobre Nicolás, menudo viaje le espera —respondió el señor notario, con una visible falta de respeto.

En una hora estábamos en el autobús de la excursión. Teresa iba con sombrero, gafas de sol y un pareo de lino blanco que le daba un aire juvenil. Llegamos al pantalán donde nos esperaba un catamarán, un precioso velero con una terraza amplia, con capacidad para 8 personas más dos tripulantes. Un grupo de delfines nos saludó danzando sobre el agua que vibraba por el reflejo del sol, como un espejo de cristal azul. Animada por la coreografía de delfines, sol y agua, Teresa se despojó de la ropa y se quedó en un preciso bikini comprado para el viaje, diferente al que le vi ayer.

Durante el trayecto, me hablaba de los animales que quería ver como si fuera una niña en una excursión del colegio. Y yo la admiraba de ver en ella una mujer ilusionada, redescubriéndose, sin pedir permiso.

Hicimos un montón de fotos, algunas muy sensuales. Con el sol, su pelo enredado de la sal del mar y el brillo apasionado de sus ojos, parecía una auténtica Kim Basinger, con la pena para mí que no podría disfrutar de ella durante 9 semanas y media.

Sin pretenderlo, iniciamos un juego de tocarnos buscando alguna excusa, de miradas de reojo que subían el fuego entre nosotros. Con el viento en el rostro y el sol tiñendo el mar de tonos naranjas, abrazados al mástil, me apoyé tras de ella.

—Gracias por acompañarme Nico.

Al oído, acercándome un poco más a ella, le susurré lo feliz que me sentía.

Una vez atracados en la isla, un Jeep nos llevó por un camino de tierra y hierba. Ella, con su gorra blanca y su mochila pequeña, parecía una adolescente entusiasta. Al llegar al punto de control, antes de entrar en la selva, nos proporcionaron unos buggys por parejas, que tardamos muy poco tiempo en dominar, aun habiendo sido avisados del peligro de volcar con ellos.

A través de un recorrido por una selva domesticada donde no teníamos que cortar lianas que se cruzaran a nuestro paso, ni enfrentarnos a peligrosos animales, nos detuvimos en una pequeña laguna con una cascada para tomar fotos como si quisiera retener el recuerdo de ese día.

Allí, bajo una caída de más de diez metros de agua, mojados, salvajes, vivos, como si recibiéramos el bautismo, nos abrazamos bajo el agua, con el cariño de quién se siente completamente libre. Éramos la nota de color de la excursión.

—Lo estoy pasando fenomenal —me dijo.

—Mucho más interesante que bucear —le respondí con sarcasmo.

Desde allí llegamos a un punto donde abandonamos los buggy y nos recogió un Jeep que nos dejó al pie de una montaña desde la que salía un sendero, entre manglares y pasarelas de madera. Mientras caminábamos, nos rozábamos sin evitarlo, permaneciendo en contacto como una ola que no termina de romper.

En la cima del mirador, con la selva a un lado y el mar al otro, ella se sentó en silencio, jadeando un poco por el esfuerzo de la subida.

—¡Esto es precioso!

—Tú también lo eres suegra. Sigues siendo una mujer muy atractiva —dije sin pensar.

Nos miramos unos segundos. Aflojamos la tensión con una sonrisa.

—Gracias por mirarme como si todavía fuera una mujer capaz de atraer —respondió al fin.

El camino de vuelta iba a ser diferente que el de ida. Enseguida, el cielo se fue apagando, como si alguien estuviera bajando el dimmer del cielo en el Caribe. El aire olía distinto, los pájaros se habían callado. Comenzó a caer una llovizna cálida, no muy fuerte, empapando la vegetación como si pretendiera lavar la selva.

Pero antes de alcanzar el puertecito donde nos aguardaba el catamarán, la lluvia se tornó en tormenta y comenzó a caer una manta de agua, algo habitual en la zona. Una llamada al refugio de la isla confirmó lo inevitable: la carretera estaba anegada, los accesos al puerto cortados. Y era imposible que el catamarán zarpara de la isla. Por suerte, el resort había previsto un plan B y habían reservado unas cabañas de madera, no lejos del embarcadero.

Teresa me miró. Estaba mojada, pero serena. Yo no sabía que pensaba ella, pero algo dentro de mí se alegró de este incidente inesperado.

—Es como si la isla se negara a devolvernos —añadió ella sin dramatismo.

Entramos al refugio con el resto del grupo, que se repartió por parejas. Nos reímos como adolescentes cuando vimos que tendríamos que compartir cuarto.

—Te prometo no roncar —le dije, fingiendo solemnidad.

—Y yo prometo no levantarme sonámbula.

La cabaña era sencilla, con dos camas, una lámpara tenue, un cuarto de baño con ducha y una ventana que no cerraba bien. Una vez secos y más cómodos, usamos el teléfono satelital del guía para llamar a Clara y a Ignacio. Fue una conversación corta.

—¿Estáis bien? —preguntó Clara.

—Sí, tranquilos —respondí—. Nos quedamos en un refugio esta noche.

No parecían preocupados, ni nos echaban de menos.

—Nos hemos clasificado para la final de mañana. ¡Papá está feliz!

Se puso él al teléfono.

—Esto es lo que pasa cuando uno no juega al golf —rió incontroladamente.

Cuando colgamos, nos quedamos los dos en silencio. Un silencio lleno de significado. Después de confirmar lo poco que se interesaron por nosotros, nuestro lazo se hizo aún más fuerte.

—Ni siquiera han preguntado si necesitamos algo —murmuró Teresa, sorprendida.

—A veces, cuando alguien está demasiado ocupado siendo el protagonista de su propia vida, se olvida de que los demás también están viviendo algo.

Ella asintió. Se levantó y abrió la ventana. La lluvia golpeaba las hojas con un ritmo continuo, casi musical. Nos quedamos, cada uno en su rincón, escuchando la tormenta que nos había llevado a ese lugar sin haberlo planeado.

—Es curioso —dijo ella—. Me siento más libre en este refugio que muchas noches en mi propia casa.

La frase salió de sus labios sin énfasis y quedó suspendida en el aire. Salimos a la zona común donde nos ofrecieron una cena ligera: fruta, pan, algo de queso y cerveza. El resto del grupo se lo había tomado también como algo exótico, una experiencia que añadir a la excursión.

Al regresar de la cena, encendimos una de las velas, que había en la cabaña por si fallaba la luz. La llama bailaba sobre la mesilla entre las dos camas, como una reproducción de lo que flotaba entre nosotros.

La tormenta seguía sin ceder del todo, pero dentro de la cabaña la noche se había vuelto cálida. Mientras seguía cayendo la lluvia, sin la posibilidad de salir fuera de nuestro refugio, le propuse jugar a algo.

—¿A qué se puede jugar cuando estás atrapado en una isla con tu suegra? —bromeó Teresa, con esa sonrisa suya que mezclaba inteligencia y picardía.

—Al juego de las preguntas —le dije.

—¿Como es? —preguntó curiosa.

—Nos hacemos preguntas personales, íntimas, cosas que nunca nos habíamos dicho. El que responde, pregunta al otro.

Aunque la idea podía parecer inofensiva en apariencia, yo sabía que no lo era del todo.

—¿Y si uno se niega a responder?

—Si no quieres responder tienes que pagar prenda.

Me miró directa. Sonrió. Era como una de esas trapecistas del circo que para dar más emoción mandaba quitar la red.

—No hace falta las prendas, diremos la verdad los dos, sin posibilidad de eludirla —aceptó con una sonrisa cómplice.

—¡Así me gusta suegra! Valiente.

—Espero que no te escandalices —respondió semi desnuda a mi lado, como si eso no fuera suficiente motivo de escándalo.

—¿Dónde es el lugar más extraño en el que has tenido una fantasía? —le pregunté para iniciar el juego.

Se quedó pensando. Y sonrió.

—Ni recuerdo cuando tenía fantasías. Puede que fuera en la universidad —dijo, mirándome de reojo—. Con el profesor de Historia.

—Amplíamelo, sin cortarte.

—Es que ni me acuerdo. Era un profesor muy atractivo y elegí su asignatura para hacer un trabajo. No ocurrió nada pero fantasee con él.

Reímos como si hubiera contado una travesura. La brisa nocturna se colaba por la terraza mientras Teresa y yo nos disponíamos a contarnos hechos desconocidos de nuestras vidas. Le tocaba a ella.

—¿Clara ha sido la primera mujer que has amado?

La pregunta me hizo reflexionar, debía ser cuidadoso ante la madre de Clara. Le hablé de una chica años atrás, cuando apenas tenía 18 años, mi primer amor. Aunque fui yo quien cortó, lloré mucho por ella.

—Eres demasiado sensible. Con Clara eso no funciona —dijo acariciándome el rostro.

Me tocaba preguntar.

—Dime lo que más te gusta de ti y lo que menos.

Me habló sin pudor de cosas que no le gustaban de su cuerpo.

—Antes de vuestra boda, me operé el pecho y reduje mis cartucheras. El gimnasio no me alcanzaba para reducirlas. Me gustan mis piernas. No me gustaba mi inseguridad a la hora de enfrentarme a los problemas, pero ahora —me miró sonriente—, me gusta la seguridad que está renaciendo en mi.

—Estás increíble Teresa —dije acariciándole los muslos y el vientre.

Ella me pidió que le contara un secreto que nunca hubiese dicho a nadie.

—Desde pequeño, siempre temo no estar a la altura. Cuando os conocí, temía decepcionaros a Ignacio y a ti.

—Conmigo no tienes que demostrar nada —susurró jugueteando a desenredar mi cabello con sus dedos—. Clara te acepta tal como eres. E Ignacio…no le hagas caso. Dalo por imposible.

Mencionar a mi suegro, hizo que mi conciencia se tambaleara. Sabía que jamás me perdonaría si ocurría algo esa noche. Cerré los ojos un segundo y dejé que la sensación de indiferencia absoluta me recorriera el cuerpo. Al abrirlos me encontré con la sonrisa de mi suegra. Acostumbrada a tantas noches en silencio soportando al ogro, se la notaba feliz.

—¿Eres feliz con Clara? —se acomodó en la cama, cruzando las piernas.

La pregunta me golpeó como la lluvia que cayó de repente. Me tomé un segundo.

—No lo sé —respondí con honestidad—. La quiero pero siento que cada uno vivimos nuestra vida por separado. Y a mí me gustaría que hubiera algo más. ¿Y tú? ¿Lo eres?

Teresa bajó la mirada disimulando su nerviosismo.

—Hace años que no me hago esa pregunta —Se giró hacia mí—. No. No lo soy. Me acostumbré a vivir en una jaula de oro y ahora ya no sé si me atrevería a volar aunque se abriera la puerta.

Su voz era casi un susurro. Su confesión me provocó una oleada de ternura que me llevó a abrazarla.

—¿Cuándo fue la última vez que te sentiste deseada? —le pregunté con su cabeza apoyada en mi hombro.

Ella se deshizo de mi abrazo. Sonrió como si esperara esa pregunta.

—Ni lo recuerdo. Ignacio siempre me miró como una posesión nunca como la mujer por la que se pierde el juicio.

La lluvia seguía cayendo con menos fuerza, golpeando el tejado. Nos miramos sin urgencia. Teresa jugaba con la base de la vela, pasando un dedo por el círculo de cera derretida.

—Nunca me he sentido mirada como tú lo haces ahora —añadió bajito—. Y tú, ¿Cuándo fue la última vez que te atrajo tanto una mujer como para plantearte serle infiel a Clara?

Su mirada directa era una invitación a la confesión. Seguía con la melena algo revuelta, el brillo de las velas en sus ojos le confería la imagen de la belleza madura en estado puro.

—Ahora mismo —respondí, sin parpadear.

Ella tragó saliva. Se levantó y apagó la vela. La cabaña quedó a oscuras, iluminada solo por los relámpagos lejanos. Se acercó sin tocarnos. Simplemente me dejó notar su cercanía. Su aliento. Su perfume que aún resistía al Caribe.

—A veces hablar es más íntimo que desnudarse —dijo deslizando los dedos por mi pecho, con suavidad.

La oscuridad lo envolvía todo, salvo por los relámpagos lejanos que cruzaban fugazmente las persianas de la ventaba. En la penumbra, nuestros cuerpos se intuían más que se veían, pero su presencia era tan intensa como su respiración, el calor de su piel, el latido contenido.

Se sentó a mi lado en la cama. Me rodeó con sus brazos, atrayéndome encima de su cuerpo.... fin del primer capitulo....

De vacaciones con mis suegros, me la folle a ella parte 2

 El silencio se había vuelto una caricia de la piel y hasta el sonido de la lluvia era un eco de lo que iba a suceder.

—No deberíamos… —murmuró Teresa, inmóvil.

—Lo sé —dije.

—Pero tampoco quiero renunciar a vivirlo.

Aunque no podía ver sus ojos, sabía que me estaban mirando. Me tocó la mejilla con una caricia tan suave como hambrienta. Su pulgar rozó mis labios. Y ese primer roce, tan simple y a la vez profundo, dijo mucho más que cualquier palabra.

Muy despacio, acercó también sus labios y  entonces, ya no hubo vuelta atrás. Fue el pistoletazo de salida. Nos besamos mientras las manos dejaron de comportarse. Recorrieron los caminos que yo había imaginado tantas veces, deteniéndose en cada curva, en cada duda, como si el deseo fuera un idioma que recordábamos del pasado.

Teresa comenzó a ser ella, deseo abierto en carne viva, fuego contenido durante años. Su ropa cayó al suelo despacio, como una ofrenda. Y la mía detrás. Nuestros cuerpos se encontraron sin miedo, sin máscaras. Se buscaron, se reconocieron, se abrazaron como quien regresa a casa después de haberse extraviado demasiado tiempo.

La cabaña, la tormenta, la noche… Todo desapareció salvo nosotros. Cuando la penetré, hicimos el amor despacio, como si quisiéramos memorizar cada gesto, cada sonido, cada mirada. Abrazadísimos los dos, acariciándonos, sintiéndonos la piel. Ella no paraba de gemir mientras se entregaba y yo la cubría con mis brazos y con mi boca, como si así pudiera protegerla del mundo entero.

Fue una noche de entrega plena, sin palabras innecesarias, sin vergüenza. Solo miradas que se buscaban en la oscuridad, manos que curaban, bocas que recordaban que aún estábamos vivos.

Cuando todo se calmó y el silencio volvió, Teresa me abrazó por la espalda, con su respiración acompasada a la mía. Sentí su mano sobre mi pecho y supe que esa noche no la olvidaríamos jamás. No sabíamos qué pasaría al amanecer, pero en ese instante, la tormenta había pasado. Dentro y fuera.

Al día siguiente de esa primera noche, a la que nos lanzamos sin red de seguridad, sin saber que pensaríamos después, desperté amodorrado por el sueño, recostado sobre la cama deshecha, esforzándome en recordar los últimos momentos de la noche.

Abrí los ojos lentamente y la vi a mi lado, con el cabello revuelto sobre la almohada, la sábana cubriéndole apenas la cintura y los rayos de sol que entraban por los ventanales proyectados sobre su cara, que me inspiraba, no solo ternura, sino también, vértigo.

El sonido del mar golpeando suavemente en la orilla tras la tormenta y el olor a sal que traía la brisa cálida que se filtraba por las ventanas, me animaron a salir al exterior para no despertarla. La vista desde allí después de pasada la tormenta era espectacular. El azul del mar en calma no tenía nada que ver con el mar bravo de ayer. Regresé a despertarla.

Ella abrió los ojos poco a poco, con cara extrañada al verme. Se cubrió con la sábana y se incorporó lentamente. Nos sentamos frente a frente, sin tocarnos. Como si nuestros cuerpos necesitaran un espacio para ponerle palabras.

—¿Fue real o he soñado? —murmuró.

Podía decirle que no había ocurrido y regresar con Ignacio y Clara como si nada. Pero también quería decirle que nos dimos lo que necesitábamos el uno y el otro, sin plantearnos si fue un error. Sin seguridad de saber que quería escuchar, le sonreí y acaricié su cara.

—Si quieres, podemos fingir que no sucedió. Pero no me arrepiento —dije, sin rodeos.

Ella me devolvió la sonrisa con una ternura que la hacía aún más hermosa. Se alzó, se sentó en la cama y me atrajo hacia ella.

— Ni yo —respondió ella, bajando los ojos un instante—, salvo que para ti haya sido solo un polvo aprovechando la tormenta.

Al escucharla, volví a desearla con toda mi alma.

—¡Nooo!

Comenzamos a besarnos, con urgencia, con nuevo olor a piel sin necesidad de promesas no pronunciadas, hasta que la llamada en la puerta de la habitación interrumpió nuestros juegos.

—Saldremos en una hora —avisaron desde el exterior.

—El destino juega en contra —dijo ella retozando.

—Voy a traerte algo para desayunar. Espérame.

Con el escenario aclarado entre nosotros, salí a buscar un café. Tomé de unas bandejas piezas de fruta y en una bandeja serví dos cafés y unos vasos de zumo de maracuyá.

En una mesita de la cabaña coloqué la bandeja y procedimos a alimentar el estómago hambriento después de tanto ejercicio nocturno.

Ella estaba en camisa, la misma que había llevado la noche anterior, desabotonada hasta el cuarto botón y cada vez que se movía, la tela se abría para mostrar bajo ella el contorno de sus operados y preciosos pechos. Sus piernas desnudas escondían el santo grial que tan enconadamente perseguí anoche.

—Me has hecho sentir viva. No como madre, ni como esposa… sino como mujer. Como nunca en toda mi vida. Pero...

La expresión de su cara durante la pausa no anunciaba nada bueno para mí. Respiró hondo, como si le doliera lo que iba a decir.

—Debe quedarse aquí —añadió con calma—. Lo que fuimos anoche solo puede existir en esta isla, bajo la tormenta. Podría asumir mi castigo, pero no quiero que esto se convierta en una grieta en la vida de Clara ni en la tuya.

—¿Y si yo quisiera asumir mi castigo? —pregunté—. ¿Y si, sin quererlo, esta noche cambió algo y no quiero volver a mi vida anterior?

Teresa me miró con esa honestidad suya que siempre había admirado.

—¡Claro que ha cambiado algo! ¡Para los dos! Pero a veces basta con saberlo. No todo tiene que traducirse en actos, ¿no crees?

Sonreí cínicamente.

—Entonces volveremos —dije—. Al hotel, al campeonato de golf, a los desayunos con Clara e Ignacio. Y nadie sabrá lo que vivimos.

—Lo sabremos nosotros —dijo ella, alargando la mano para rozar la mía, fugazmente.

—¿Sabes lo único que lamento? —pregunté sin necesidad de escuchar su respuesta—. ¡Que la tormenta no durase tres días más!

Nos duchamos rápidos para incorporarnos al grupo. Antes de salir me dio una última instrucción

—Vamos a mantener las apariencias en el grupo como si nada hubiese ocurrido —se inclinó hacia mí, rozando apenas mis labios con los suyos.

Nos vestimos despacio. Cada uno con una calma medida, como quien cierra un capítulo precioso y lo guarda en el bolsillo interior del alma. Antes de salir, ella me miró una última vez.

—Gracias por recordarme que aún estoy viva —susurró.

—Gracias por atreverte a tanto, sin edad y sin miedo.

Y salimos al claro, donde el Jeep ya esperaba para devolvernos al mundo.

A medio día el coche del hotel que nos recogió en el pantalán donde nos desembarcó el catamarán, nos llevó a los bungalows, justo cuando Clara e Ignacio salían en ropa de golf, con sus viseras impolutas, polos de marca y una energía radiante que olía a competición que contrastaba con nuestro cansancio.

—Que alegría que ya estéis aquí ¿Todo bien? —preguntó Clara, sin signos de preocupación.

—El diluvio universal, pero la isla era preciosa —dijo Teresa con una sonrisa forzada.

—Nosotros nos hemos clasificado para la final —anunció Ignacio, casi sin mirar—. Jugamos en una hora.

—Enhorabuena —dije, con un tono burlesco incapaz de ser reconocido.

—Sí, enhorabuena —añadió Teresa.

Nadie preguntó más qué nos había pasado, si habíamos dormido bien, si habíamos pasado miedo o frío. Su mundo estaba en otro lugar y eso, involuntariamente, nos arrastró a unirnos aún más.

Clara se despidió con un beso protocolario en los labios. Ignacio pidió a Teresa que le alcanzara la crema solar que había olvidado. Y luego se fueron, envueltos en su propia euforia.

Nos quedamos nuevamente solos. Ella sonrió.

—¡A Dios pongo por testigo que vine con la mejor intención...! —exclamó declamando como si fuera Escarlata O´Hara jurando en nombre de la tierra de Tara en Lo que el viento se llevó.

—Es como si supiesen que no nos había dado tiempo a despedirnos de verdad en la isla —sonreí.

—¿En tu bungalows o en el mío? —sugirió Teresa, casi sin mirarme.

—Tenemos tiempo para usar los dos —respondí.

—Así me gustan los hombres. Con poderío —remarcó aprobando mi idea.

Entramos en su bungalows. Esta vez no hubo necesidad de tormenta. La verdadera tormenta se desató en el interior. Nos desnudamos sin urgencias, con la noble intención de prolongar la noche anterior y hacerla interminable.

Teresa se veía aún más hermosa a la luz del día. No había necesidad de hablar, porque ya estaba todo dicho. Era una mezcla de placer y afirmación mutua. No había palabras, solo jadeos, suspiros y una imagen imborrable de dos cuerpos que se acariciaban intentado que la inseguridad se diluyera entre las  caricias.

Tumbados sobre las sábanas, nos besamos otra vez, con la confianza de habernos confesado. Le quité su camisa con lentitud, como si estuviera descubriendo cada centímetro de su piel. Ella me despojó de la camiseta que llevaba, besando mis hombros al hacerlo. Acarició mi polla liberada y bajó a besarla.

—Me voy a acostumbrar a la fruta. ¡Mmm que rico el plátano!

La retiré rápidamente por miedo a caer derrotado antes de plantear batalla. La cubrí con mis brazos, oliendo ese perfume que se había mimetizado con su piel. Olía a mujer madura liberada del castillo donde se hallaba encerrada.

Desnudos los dos, extendió brazos y piernas. La besé por todos los rincones de su cuello y hombros, bajando al pecho sin detenerme y subiendo hasta encontrarme con su boca, abierta a mis besos que se alargaban interminablemente.

—¡Nunca he sentido así! —exclamó con su mente abierta al placer

Bajé a comerle su coñito y cuando la vi a punto de desbordarse, subí a sus pechos para darle un respiro. Cuando mis deditos aceleraron sobre su coñito, tras varias incursiones de mi boca, alcanzó su límite.

—¡Fóllame cariño, no puedo aguantar más!

A plena luz del día, abrió su sexo a mi polla como antes había abierto su boca a mis labios. Me subí sobre ella y con un ritmo pausado y continuo, fui entrando y saliendo de ella a la vez que sus gemidos iban subiendo de intensidad.

No tenía ninguna prisa en terminar, me sentía excitadísimo. No era un polvo de aquí te pillo, ya lo habíamos hablado, era un polvo fruto del deseo mutuo.

Cuando sentí que ya estaba llegando, salí de su interior y la acabé con mi lengua para poder reservarme. Si iba a ser nuestro último polvo quería dejarle un recuerdo imborrable y necesitaba mi herramienta disciplinada.

Cuando comprobó que mi polla seguía en pie, sonrió.

—Que gusto verla aún viva —exclamó al ver la erección que seguía intacta.

—Me he reservado para follarte también en mi cama. Quiero tener tu imagen cuando Clara se decida a hacer de esposa.

Medio me vestí para ir a mi bungalows al que todavía no había entrado. Estaba ordenado, en eso Clara era especialista. Abrí la colcha y sin darme tiempo a más, me abrazó por la espalda y me tiró sobre la cama.

—Túmbate. Ahora me toca a mí.

Se sentó encima de mí, se la introdujo entera y comenzó un ligero balanceo, que fue incrementando paulatinamente hasta volverse loca cuando le vino en muy poco tiempo el segundo orgasmo.

—No llego a bajar del todo, me dejas arriba en cada orgasmo.

—¿Preparada para otro? Porque esto no ha terminado.

—¡No quiero que termine nunca! ¡Me siento en el cielo!

Se alzó de su posición y se colocó frente a mí. Se subió encima, se enredó el pelo con las dos manos, cambiando ese peinado lacio por uno más asalvajado, cogió mi polla con sus manos y se la volvió a meter dentro. Ya estaba liberada, había dejado atrás todos los prejuicios que le pudieran quedar.

Empezó a cabalgarme despacio, a cámara lenta, moviendo su pelvis hacia adelante y hacia atrás, comprimiendo mi polla en su dilatada vagina, tratando de alargar el momento mientras fuéramos capaces.

—¿Te gusta cómo te folla tu suegra?

—Follas mejor que Clara.

Mi aprobación de su manera de follar, le dio alas, y comenzó una galopada salvaje, desmelenada.

—....ella se lo pierde... —exclamó.

Conseguí aguantar como pude hasta que la vi tensarse…y entonces descargué…y ella gritó…«me corro». Se quedó echada sobre mí un tiempo hasta que se hizo a un lado.

—Uff cariño. Ni cuando era joven, disfruté tanto.

—El morbo es afrodisíaco —apunté consciente de que a mí me ocurría igual.

Desnudos, envueltos en las sábanas blancas, con la tranquilidad de saber que un campo de 18 hoyos durante un campeonato no se hacía en menos de 5  horas, disfrutamos de la conversación íntima de dos amantes.

—A lo mejor no tenemos que renunciar a esto —dejó caer en voz baja sin esperar que respondiera.

—¿Les inscribimos en todos los torneos de golf? —Sonreí.

—Yo tengo partida de cartas todos los jueves —dijo esbozando un plan—. Podríamos vernos después de la partida...

—Yo podría organizar partido de pádel ese día....

Nos abrazamos conscientes de que ninguno de los dos quería renunciar a lo que habíamos conquistado. Después nos duchamos juntos, riendo en voz baja como si fuéramos cómplices en una travesura de verano. Y nos arreglamos para ir a ver el final del torneo.

Ellos estaban ya en el hoyo 17, concentrados, dando órdenes a su caddie. Teresa y yo nos sentamos en una de las terrazas con sombra, brindando con dos mojitos muy fríos, como si nada hubiese ocurrido.

—Parece que pueden ganar —dije.

—Mejor, así no estarán pendientes de nosotros en su celebración —respondió Teresa, divertida.

—Pues yo me siento ganador. He metido todas mis bolas en el hoyo —dije antes de recibir un manotazo de ella por grosero pero muerta de la risa.

—Y todas con el mismo palo —añadió sin dejar de reír—. Moldeable como uno de madera y duro como uno de hierro.

Por la noche, el hotel organizó una cena en la terraza del restaurante para entregar los premios. Acabaron ganando, empatados con otra pareja, un señor de unos 45 años y su mujer.

Teresa apareció con un vestido negro de tela ligera cuya falda se movía con la brisa del mar, ajustado en la cintura, resaltando sus curvas. Llevaba el cabello suelto, con ondas suaves cayéndole sobre los hombros. Estaba preciosa.

Clara apenas se vistió con un traje de verano normal, dado que ella no era muy de trapitos. La cena fue increíble. Mariscos frescos, vino blanco, las mesas iluminadas por luces colgantes que se confundían con las estrellas como si fueran caer sobre nosotros.

A los postres Teresa e Ignacio se tomaron una copa de ron del Caribe. Clara y yo brindamos con dos copas de vino que quedaban de la botella de la cena. Parecíamos una familia perfecta de dos padres con sus hijos. Sino perfecta, para mí era mi familia y me sentía ahora mucho más integrado.

Al final el ambiente era muy distendido y mientras Clara comentaba algo con su padre, Teresa, por debajo de la mesa, levantó un pie para acariciar mi entrepierna. Nadie lo notó. Pero la sonrisa de Teresa dejaba claro que nuestra historia no había terminado.

Después de la cena, la música se apoderó de la  terraza, abusando de ritmos caribeños de bachata y merengue, que solo nos animaron a Teresa y a mí. En un momento dado, la otra pareja ganadora que bailaba a nuestro lado propuso intercambiar parejas y acabé bailando con una americana de 1,72 con un tipo ligeramente de caballo.

Mientras bailábamos, el grupo de personas se fue ampliando excepto Ignacio y Clara que comentaban sentados cualquier cosa mientras Teresa y yo no dejábamos de buscarnos con la mirada. Antes de las doce, dijeron de retirarse y Teresa se negó.

—Eres un aburrido, quiero seguir bailando.

—No dejaré que te quedes aquí sola —farfulló su marido.

—Cariño ¿puedes quedarte un rato más con ella? Yo estoy molida del partido —me pidió Clara que trataba de contentar a sus padres, sin saber que también me contentaba a mí.

Me despidió con un beso por ser bueno.

 —Gracias por cuidar de mamá. Te estás portando muy bien.

En la medianoche, los fuegos artificiales iluminaron el cielo,  estallando en un festival de colores sobre el mar. Y cuando la fiesta llegó a su punto más alto, cuando la música se convirtió en una explosión colectiva de la gente, rodeó mi cuello con los brazos y me susurró al oído:

—¿Que tal un paseo por la playa?

Nos dimos la mano paseando bajo un cielo de estrellas. Su cara reflejaba una paz que hacía mucho no experimentaba, como si por fin hubiera roto una barrera que ni siquiera sabía que existía.

—¿En qué piensas? —le pregunté.

Sin desviar la vista del oscuro horizonte, alzó su mirada hacia mí, con una sonrisa cómplice.

—Había olvidado sentir... Contigo, ha sido...distinto, nuevo, mágico.

Le sostuve la mirada, con mis ojos húmedos de emoción.

—Para mí también lo ha sido. No voy a mentirte, he estado con algunas mujeres antes de estar con Clara. Pero, con ninguna he sentido lo que siento contigo.

Sonrió, sintiendo en su corazón la sinceridad de mis palabras.

—Suceda lo que suceda al llegar a Madrid —exclamó, apoyando su mano en la mía—, ha valido la pena.

El murmullo del mar nos abrazó como si el mundo entero hubiera quedado reducido a esa playa.  Con un tono de incertidumbre en mi voz, añadí.

—¿Y ahora?

Su rostro recuperó la lascivia en su expresión.

—Ahora, vivamos el momento. Me han dejado a tu cuidado...cuídame.

La miré sorprendido. Mi suegra se había convertido en una mujer capaz de vivir el presente con una intensidad brutal. Su edad, la edad con la que llegó al resort, se desdibujaba bajo la luz de la luna. Era como si hubiera estado en el planeta de Platoon donde no se envejecía.

Nos alejamos de la fiesta caminando descalzos por la arena, sin mirar atrás. Solo el murmullo del mar que venía a lamer la orilla y retrocedía, como nos pasaba a nosotros que avanzábamos y retrocedíamos según estuvieran presentes Clara e Ignacio.

La noche estaba iluminada por una luna inmensa que flotaba sobre el horizonte como un faro sobre el mar. No había nadie en la playa.

Nos refugiamos tras unas embarcaciones que estaban varadas en la arena. La marea subía y bajaba dos veces al día. A la mañana siguiente esas barcas estarían en el mar de nuevo.

Dejó caer su precioso vestido negro en el borde de la arena dejando al desnudo su rejuvenecido cuerpo. Sus ojos resplandecían con la luz plateada de la luna.

Me desnudé a su lado. Nos abrazamos, dejando nuestros cuerpos enredados en ese abrazo del que no queríamos soltarnos. Nos besamos como si fuéramos náufragos y estuviéramos respirándonos, insuflando aire el uno al otro. Cada beso era un juramento, una declaración sin palabras.

Sentí sus manos buscándome, encontrándome. Mis manos se deslizaron lentamente por su espalda, explorando cada centímetro de su cuerpo desnudo y luego treparon por su piel, suave como el terciopelo, buscando el manjar de sus pechos, sintiendo el temblor de su cuerpo.

Me encontraba incómodo en el lugar. No estaba a la vista pero tampoco estaba cerrado. Ella tendió su vestido a lo largo y se montó sobre mí, abrazándome con sus piernas. Sus pechos botaban ante mis ojos. En ese momento me olvidé de donde estábamos, no existía el tiempo ni el lugar, solo ella y yo, unidos como nunca, libres de juicios.

El mundo exterior desapareció dejándonos abandonados desnudos en esa playa caribeña, sin más testigos que las estrellas que nos observaban desde arriba, bajo el sonido rítmico del agua rompiendo en la orilla y el calor que transmitían nuestros propios cuerpos encallados en la arena cual náufragos, hasta que la marea nos arrojara de nuevo al mar.

Teresa con su melena asalvajada sobre la cara, ya había perdido la elegancia con la que inició la noche pero el brillo de sus ojos le confería una provocadora expresión a su rostro, una imagen de sensualidad salvaje que ella desconocía y que le permitía expresar con la mirada lo que ya no hacía falta decir con palabras.

Las caricias se volvieron más intensas, nuestras bocas se encontraron con más pasión, sedientas de besos hasta que el fuego prendió sobre la arena y armó mi polla que siguió creciendo cuando sus piernas me envolvieron.

Envalentonado, me precipité al vacío de su coñito sobre el duro colchón de la arena, moviendo nuestros cuerpos a un ritmo lento y cadencioso, como si la bóveda de estrellas nos hubiese dado permiso para amarnos sin medida, suegra y yerno, aunque solo fuera una vez más.

Sus temblores se volvieron más urgentes y mis movimientos más continuos hasta que alcanzó su punto más alto y el grito se extendió en la noche, desvaneciéndose el eco lentamente en el horizonte.

Satisfecha y generosa, renuncio a un segundo orgasmo a cambio de hacerme una mamada que acabó con su boquita llena de leche.

—De todas formas Clara ya estará dormida, no tienes que cumplir.

Cuando regresamos a la fiesta nadie nos había echado a faltar. Cansados de tanto ejercicio, nos retiramos con nuestras respectivas parejas que dormían plácidamente, al menos Clara.

Los últimos dos días en el Caribe pasaron con una normalidad casi irreal. Las sonrisas, las charlas triviales, las actividades en grupo los cuatro. Recuperé el sexo con Clara. Podría decir que con más interés por su parte y más actividad por el mío, que la follaba con la imagen de su madre en mi cabeza. Cada caricia que me hacía, yo sentía los dedos de Teresa deslizarse por mi piel. No era su culpa, ni mala intención por mi parte, sino que la huella que me había dejado Teresa se negaba a borrarse.

Yo seguía sin saber qué pasaría al volver a casa, pero era consciente de que si no llevábamos cuidado, nuestra relación podría reventar lo que hasta entonces era una familia.

De vuelta en Madrid, la rutina nos esperaba con sus brazos fríos pero nosotros le teníamos reservada una sorpresa. Con cautela y discreción fuimos tejiendo una red de llamadas en clave, mensajes que eliminábamos, pequeñas escapadas a cafés, una forma sutil de estar juntos sin romper la vida que teníamos.

Una de esas tardes, yo jugaba al pádel con unos amigos a los que Clara apenas conocía. Era mi espacio, mi forma de mantener una frontera, entre mi vida pública y mi vida oculta con Teresa. A la vez, ella jugaba con sus amigas a las cartas, entre risas, vino y confidencias.

A las 20:05 vibró el móvil en mi bolsillo, mientras me secaba el sudor con la toalla después del partido, cerveza en mano, bromeando con el grupo. Lo miré sin disimulo.

—Resérvate un poco. Tienes que meter alguna bola en mi cancha —me saludó Teresa.

Sonreí. Me encantaba su punto ácido en los mensajes. Con ese tono de mujer que se sabe deseada y le gusta participar del juego.

—Ok nos vemos. Y te recuerdo que en esa cancha me siento el campeón del mundo.

Me despedí de los amigos con la excusa de una cena pendiente. Fui a su encuentro con la misma emoción de cada cita, un momento mágico entre lo permitido y lo prohibido.

Cuando abrí la puerta de la habitación del hotel, estaba semi a oscuras y ella esperándome, de espaldas con una bata de seda, mirando por la ventana. Se giró al oír la puerta, con una sonrisa y una visión que me dejó transpuesto.

Dejó deslizar la bata por sus hombros, despacio, sin dejar de mover su cintura, mostrando poco a poco su cuerpo embutido en el conjunto de ropa interior más sexy que yo hubiese visto nunca.

—¿Te gusta?

—Guau, estás increíble suegra.

—Pues estás viendo solo el envoltorio —añadió con una pose provocadora y avanzando hacia mí, ladeando las caderas, silueteando su cuerpo entre la penumbra de la luz que entraba por las rendijas de la persiana.

—Muéstrame el interior entonces —respondí.

Subió una pierna a la cama y desabrochó un cierre del tirante que unía la media al body. Deslizó la media despacio por su pierna hasta que una vez en su mano, la arrojó contra mí.

Me desnudé sin tanta ceremonia, y le mostré mi polla erecta. Dio un par de vueltas como si desfilara sobre una pasarela y regresó al punto inicial, donde subió la otra pierna, repitiendo la escena. Desabrochó el cierre del liguero, deslizó la media despacio, la pasó por su nariz y en un gesto de indiferencia, me la arrojó. Yo repetí su gesto y la olí, impregnada de su perfume de Hermes.

Tomó el cinturón del que habían colgado las pinzas que sujetaban las medias. Se acercó a mí y amagó con azotarme, antes de arrojarlo al suelo girándose de espaldas.

Se sentó en el pie de la cama, bajó despacio cada uno de los tirantes de su sujetador que sostenía el cuerpo del body. Bajó la cremallera de uno de los laterales y seguidamente la otra, moviendo en el aire esa pieza sin dejar de mirarme.

Mi erección era ya superlativa, estaba para follársela, que putona parecía. Sin el respaldo del body, se abrió una parte del sujetador mostrando un pecho. Con suma lentitud se deshizo del sujetador y me lo lanzó como si fuera un torero brindando un toro.

Con una seguridad en ella misma que crecía a cada encuentro, en la penumbra de la habitación, comenzamos el enésimo juego de caricias recorriendo su cuerpo con el tacto de mis dedos, dejándose ella acariciar, gimiendo, jadeando con una sensualidad ya consolidada, sin prisa, según nuestro protocolo habitual de caricias, susurros halagadores y calentamientos previos a penetrarla.

Se acercó ofreciéndome sus pechos a la altura de mi boca que sediento me lancé a probar pero la cabrona de mi suegra estaba jugando conmigo. Dio un paso atrás, solo unos centímetros, justo para provocar que yo tuviera que adelantarme siguiendo sus pechos. Repitió ese movimiento otra vez y cuando me iba a lanzar sobre ella, sonrió y restregó su pecho contra mí.

—¿Te gustan?

—Estás increíble, no te había visto nunca así.

—Me estimulas. No sabes lo que supone para mí pensar en estos encuentros que me permiten luchar contra la rutina.

—Tú haces que desee estos encuentros furtivos, vistiendo tu lencería sexy o cuando quedamos en el cine y te corres con mi mano. Estoy deseando  follarte ya —dije bajándole el tanga sin miramientos.

—Y yo quiero que lo hagas —dije tomando con cuidado pero con firmeza, mi polla que estallaba—, pero antes quiero jugar contigo.

Me besó en los labios, acariciando mi polla, pajeándola, con una mirada lasciva que no escondía sus intenciones. Con sus ojos brillando de lujuria, bajó su cabeza, para alcanzar mi polla con su boca, succionando a la vez que la introducía y la sacaba alternativamente de su boca en un claro efecto de follarme la polla con su boca mientras yo iba pasando mi lengua por todas las partes a mi alcance.

Mientras bebía de sus pechos, mis dedos se adelantaron a tomar la temperatura de su ardiente y húmedo coño y ella comprobó que mi polla estaba preparada para meter las bolas en su cancha.

Me tendió sobre el colchón. Desnuda de cuerpo, se giró, acercó su culo a mi cara, agitándolo como una coctelera. Luego se sentó sobre mí, jugueteando con mi polla como si le perteneciera.

Mi erección se mantenía firme sin rendirse a sus provocaciones aunque no sabía hasta donde sería capaz de aguantar de lo excitado que estaba con la situación. Cuando presentó su coñito a la altura de mi lengua, me embriagué.

—Tu olor a sexo me vuelve loco —susurré.

Desplegué mi lengua alrededor de su coño, acompañándola de mis dedos acariciándole el clítoris. Su boca no dejaba de gemir mientras le comía el coñito. Cuando creí por sus jadeos que estaba a punto de correrse, se la metí de un empujón, abrió sus piernas a la pasión, insertándola en su dilatado coñito. Bien insertada, me abrazó desplegando una lujuria cada vez más suelta, me ofreció su pecho medio oculto debajo de su enredada melena para que me lo comiera mientras la follaba. Gemía de placer al pasarle mi lengua por sus pezones y acariciárselos.

Aceleré mis movimientos hasta que recibí su rendición con un chorro de líquido que satisfizo mi orgullo masculino de haber sido capaz de que se corriera sin haber desperdiciado aún ninguna bala de mi revólver. No pudo contener un coro de gritos y gemidos saliendo de su boca.

—Quiero más —me susurró salvaje, con los ojos cargados, jadeante.

Si quería más, se lo iba a dar.

—Vamos suegra, demuéstrame hasta donde puedes llegar —la reté.

—Fóllame con todas tus ganas cabrón —me pidió completamente entregada.

Con la erección al máximo, mi polla se deslizaba por su vagina como si fuera una autopista.

—¡Como me gusta tu coñito cuando está preparado!

Se retorcía de placer con mis acelerones. No dejaba de de botar sobre mi polla, que entraba y salía de su vagina sin descanso, alcanzando la última profundidad de su coño hasta que llegó a la cima del placer. Entonces me arrastró a una galopada desmelenada, agitándose entera, como si estuviera poseída.

En esa posición me sentía muy seguro, con mi arma en alto, controlando la eyaculación mientras subía y bajaba del tobogán de su vagina por el que se deslizaba mi polla, mientras ella se mordía el labio, tratando de controlarse hasta que le llegara el siguiente espasmo de su maltrecho cuerpo.

—Córrete ya cariño —suplicó.

Pero yo no estaba dispuesto a que la confrontación terminara todavía. Llevé mis manos recorrer su clítoris, acariciándola con devoción, como si cada centímetro de su piel fuera un territorio nuevo a conquistar, volvió a conectar con el placer, arqueó su espalda, entregándose por completo a las sensaciones que recorrían su cuerpo, sintiendo una mezcla de deseo, poder y libertad, una afirmación de su propia vida.

Cuando llegó al límite, no al límite que ella había conocido hasta entonces, sino al límite que había descubierto conmigo, desencadenó un vendaval de movimientos de su pelvis que destrozó la estabilidad de mi polla y nos fuimos juntos, mezclándose nuestras fluidos y nuestros jadeos.

Sin sacar mi polla del refugio de su ilustre coñito, me quedé abrazado a ella recuperándome del enorme esfuerzo.

—¡Dios mío suegra, te superas! —confesé entre jadeos, apretándome contra su cuerpo mientras seguía descargando dentro de ella.

La metamorfosis que se había producido en ella había sido total. Si seguía así, ni siquiera mis 28 años podrían seguir su ritmo.

Nos quedamos unos minutos abrazados, con la respiración entrecortada, sintiendo el calor de los cuerpos hasta que el último temblor desapareció. Pero por brutal que hubiera sido, los encuentros con mi suegra eran mucho más que sexo. Una mezcla de deseo, cariño, vértigo, transgresión, liberación....Lo peor de esos encuentros es que no nos permitían recrearnos en el post polvo.

Nos vestimos sin urgencias. La acompañé hasta su coche, ningún beso de despedida en la calle. Entonces nos miramos a los ojos y por un momento, la conexión fue absoluta, disfrutando del presente, sin pensar en el mañana.

Luego cada uno volvió al lugar al que pertenece cuando no está con el otro.

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