Casada con mi cuñado y follada por mi sobrino

No sé en qué momento perdí el timón de mi vida. Quizá fue cuando después de la muerte de mi hermana, yo acepté la propuesta de Pablo, su marido, para casarnos. No era amor lo que le llevó a pedírmelo, sino la necesidad de encontrar a alguien para cuidar de sus hijos, ocupar el lugar de su madre y sostener la vida social del hombre que jamás dejaría de verme como la hermana de la mujer que amaba.

Lo asumí plenamente consciente de lo que esperaba de mí, con la íntima esperanza de que con el tiempo me viera como a su mujer, pero no lo conseguí nunca y durante años me moví entre el recuerdo de mi hermana y mi propia sombra.

Con los niños me llevaba muy bien. Patricia, la niña, me abrazaba como si en mis brazos pudiera reconstruir los de su madre y yo le devolvía esa ilusión con cantidades inmensas de ternura. Lucas, que tenía 16 años cuando falleció su madre, me miraba con respeto, consciente de no era su madre, sino un sustituto necesario. Dejé de usar mi colonia, porque era la que usaba su madre y olerlo en mis manos, o en la ropa le provocaba un nudo en el estómago.

Patricia había salido al padre, pero yo no podía evitar ver a mi hermana en cada gesto de Lucas. La manera en que fruncía el ceño cuando algo no le gustaba, la risa contenida idéntica a la suya. Yo evitaba que ellos me vieran decaer cuando esos recuerdos también hacían mella en mí.

Después se marchó. Primero a estudiar, luego, cuando la universidad, a trabajar en el extranjero. Durante esos años lo veía apenas de visita, siempre deprisa, con frases educadas y sonrisas fugaces. Hasta que se fue del todo, dos años sin pisar esta casa.

Patricia siempre estuvo más cerca de mí, hasta que ahora también vivía en Barcelona, casada con un banquero catalán.

Yo me sentía en cierta manera egoísta al repasar mi vida y, plenamente consciente de que mi posición era envidiable, no era la que había soñado. Vivía acomodadamente, disponía de una partida importante para gastar en cosas triviales como ropa, peluquería, gimnasio, pero no me sentía completamente feliz.

Me sentía atrapada en mi vida y en mi casa. Pablo siempre parecía demasiado cansado para salir o distraído para escucharme cuando iniciaba una conversación sobre nosotros. Me asfixiaba esa indiferencia y cuando descubrí que tenía una amante, mi primera reacción fue hacer saltar todo por los aires y separarme.

Más calmada reflexioné y consideré lo que perdería. Ya no era joven para echarme a la calle, no quería tampoco iniciar un pleito largo en el que seguramente él se movería mejor que yo.

De una forma discreta, por primera vez en mi matrimonio, comencé a coquetear con hombres, más por la sensación de sentirme visible que por una idea de ser infiel.

El fin de semana, cuando llegó mi marido, apareció acompañado de Lucas.

—¡Mira quién viene! —me saludó.

—Hola tía… —me dijo, pero la palabra tía se quedó suspendida en sus labios, como si le resultara extraña.

No sé si fue su forma de detener los ojos en mí un segundo más de lo debido, pero mi respiración se entrecortó sin querer. Su mirada de hombre, no era la del hijo de mi hermana.

—¡Lucas! Qué sorpresa. ¿Por qué no me habéis avisado?

Había estudiado la carrera de Ingeniería, a trancas y barrancas porque era un poco bala. Pero como hablaba inglés a la perfección había viajado y trabajado en diferentes países y, dado que se defendía también en alemán, lo habían contratado en una empresa alemana y vivía en Dusseldorf. Era alto como su padre, un chico deportista, atlético y con unos ojos negros penetrantes. Dos hoyuelos en las mejillas, heredados de su madre y que yo no había sacado. Llevaba dos años sin verlo. Ya no era el muchacho que recordaba. Había en él madurez, la seguridad de quien ha vivido y viajado. Me quedé mirándolo como si no supiera reconocerlo. y lo encontré más hombre, más maduro

El abrazo que me dio fue demasiado firme para lo que yo esperaba. Y en ese instante, mientras su cuerpo rozaba el mío, recordé la incomodidad de sus miradas juveniles que el tiempo había transformado en otra cosa.

Se mostró muy cariñoso y agradecido. Le ofrecí toda mi hospitalidad animándole a que se sintiera en su propia casa, que lo era.

Le preparé su habitación que habíamos convertido en una habitación de invitados, más cómoda, pero a la vez, más impersonal, donde no se encontraban ya algunos de sus recuerdos que habíamos retirado al trastero, dejando la estantería vacía y el armario limpio.

Nos sentamos a conversar en el salón y me interesé por toda su vida. La novia que había dejado, su casa de Alemania, el tiempo que se quedaría.

—Voy a teletrabajar. Quizás me quede dos o tres semanas.

No sabía si era por el estado de coqueteo en el que vivía desde que supe la infidelidad de mi marido, pero percibí que me siguió con la mirada cuando me levanté a por el café. e incluso miró mis piernas cuando me senté, de una manera algo más descarada.

—¿No te coges vacaciones papá?

—En agosto me tomaré tres semanas. Arturo y yo nos sustituimos mutuamente.

Yo dudaba que las tomara, porque supondría estar tres semanas sin ver a Carolina, su amante. O quizás tuviera el descaro de traerla de vacaciones cerca de nosotros y seguir viéndola en verano. Inocente de él, creía que no sabía nada, pero desde que le sorprendí un día hablando en el baño en voz baja indagué hasta enterarme de todo.

Y aunque inicialmente asumí que podría haber habido una cierta culpa por mi parte por descuidarlo en mis atenciones, después, traté de reconducir nuestra situación para ver si eso le hacía abandonarla. Le preparé una cena especial con velas en el salón, me compré un vestido que consideraba atrevido y le esperé. Él llegó tarde, cansado y la mente tan ausente que ni se fijó en el vestido. En la cama intenté que se relajara, me mostré en una sexy combinación y, cariñosamente, me apartó diciendo que estaba agotado. Desde entonces, no volví a intentarlo, aceptando el status quo entre nosotros, limitándome a mantener pequeños flirteos y tonteos que nunca dejaban que fueran más allá.

Por la noche su padre se excusó con la torpeza de siempre: trabajo atrasado, imposible de eludir. Sus mentiras que ya no me dolían, porque hacía tiempo que había dejado de esperar nada de él. En realidad, me alegré de quedarme sola en la casa con Lucas.

—¿Te apetece una copa de vino? —le pregunté cuando lo vi aparecer en la cocina.

Nos salimos a la mesa de la terraza. La brisa traía ese olor a jazmín que siempre me recordaba a su madre. Ella adoraba las noches de verano. Recuerdo que la tomaba de la mano cuando éramos niñas y mirábamos las estrellas. Ahora, en su lugar, estaba frente al hijo que había dejado huérfano, como si esperara que las estrellas se acordaran de mí.

—Estos años te han sentado bien —dijo él, rompiendo el silencio.

A él también le habían sentado bien. La barbita corta lo hacía más adulto. Había una firmeza diferente en su manera de sostenerme la mirada, como si me desnudara lentamente.

Recordé cuando me acerqué a él después de la muerte de su madre: la mano temblorosa con la que me la dejó coger, la forma en que evitaba mirarme, como si aceptar mi ayuda fuera traicionarla.

—A mi edad ya es difícil mejorar —contesté en un tono más bajo del que pretendía.

—Pues lo has conseguido, te encuentro… distinta —murmuró, como si se arrepintiera de decirlo en cuanto las palabras escaparon.

Por discreción, no quise preguntarle en que me notaba diferente.

La noche avanzó, la botella de vino se fue vaciando y cada vez nos reíamos con más frecuencia, como cómplices de algo que aún no me atrevía ni a imaginar. Cuando me sirvió la última copa, me rozó con su brazo rozó y el calor me recorrió como un latido en la piel.

No nos dijimos nada, pero sentí que la frontera invisible que nos había protegido durante años, había desaparecido.

De una manera natural, los siguientes días, en los que su padre apenas aparecía, fuimos alargando las conversaciones. Notaba que a medida que fue cogiendo confianza, mientras hablábamos no dejaba de sonreír ni disimulaba la mirada penetrante de sus ojos que me recorrían disimuladamente de arriba a abajo.

No era consciente de la forma en la que brillaban mis ojos, ni de la cómplice risa que los comentarios de su día a día me producían. El acercamiento que empezó como una forma de que se sintiera en casa, sin ser capaz de intuir el peligro, prendió en mí un sentimiento de inocente coqueteo.

Su padre seguía en su mundo, con un hogar envidiable, una amante que le haría feliz y su hijo con quién conversar por la noche de fútbol o de política

Aunque estaba acostumbrada a ser centro de atención para los hombres de nuestro entorno y edad, no lo estaba al coqueteo continuado y permanente. Cada vez que Lucas se acercaba, con su cabello rebelde cayendo sobre su frente, sentía cómo el calor subía por mi cuerpo.

Al principio, traté de convencerme de que sus atenciones eran una tontería. «Los jóvenes son así, solo tiene 26 años, es parte de la edad», pero sin darme cuenta, comencé a pensar en que me ponía y a usar vestidos más ajustados. Por las mañanas, antes de salir a desayunar, me detenía un poco más frente al espejo, me maquillaba con un poco más de cuidado. En lugar de recoger el cabello con la pinza de siempre, lo peinaba y dejaba que cayera sobre los hombros.

Estrené con él una nueva bata de seda más ajustada, más… moderna que había comprado cuando traté de recuperar la atención de Pablo que ni se percató. Cuando Lucas me vio, aunque fingí no darme cuenta de su reacción, noté la forma en que su mirada se demoró medio segundo más de lo habitual al saludarme. Fue sutil, casi imperceptible. Había dejado de ser transparente en casa y algo dentro de mí se encendió. Tenía un hombre que me miraba como mujer.

Una mañana, debía asistir a una reunión de propietarios. Después de que se marchara Pablo, dejé que el agua caliente de la ducha se deslizara sobre mi cuerpo, demorándome más de lo habitual. Al salir, tomé una toalla y la enrollé con cuidado alrededor de mi cuerpo, dejando que el suave algodón se deslizara por mi piel aún húmeda.

Me recreé ante el espejo. Seguía conservándome bien. Mi cara mantenía una piel suave, con un tono ligeramente bronceado, que en verano se tornaba en muy morena. Mis pechos, generosos y firmes, aún sostenían la frescura de la juventud.

Gracias a no haber sufrido embarazos, mi cuerpo se mantenía delgado, si bien nunca pude cambiar mi constitución y las horas de gimnasio no podían reducir el volumen de mi trasero, que eso sí, mantenía firme y alto, reclamo para miradas de hombres y mujeres.

Poseía unas anchas caderas, que había aprendido a mover con un ritmo natural que gustaban a un público sobre todo maduro. Pero era irremediable. Ya había cumplido 54 años.

Coloqué el sujetador, que levantaba mis pechos como dos frutas maduras a punto de desbordarse, la braguita de cintura alta y corte brasileño que se metía entre las rajas de mi pelvis, acariciando mi entrepierna con descaro. Mi cabello lacio, largo, castaño con reflejos, caía por mi espalda.

De repente, a través del reflejo en el espejo, lo vi apoyado en el marco de la puerta, observándome.

Sus ojos no parpadeaban, hipnotizados por el espectáculo involuntario que yo le ofrecía sin proponérmelo. Llevaba puestos unos jeans gastados y una camiseta negra ajustada, con una pose arrogante, con las manos en los bolsillos.

—¿Qué demonios…? —murmuré, girándome de golpe—. ¿Desde cuándo estás ahí Lucas? —grité.

Al ver mi reacción alterada, retrocedió bruscamente y desapareció. Sorpresivamente, no me sentía molesta sino insegura. En mi mente se amontonaban las preguntas: ¿Se quedó mirando porque le atraía o solo era un juego de voyeur? ¿Qué pensaría de un cuerpo tan maduro?

Me retiré precipitadamente a mi dormitorio, intentado calmar mi nerviosismo.

Mientras me vestía, el recuerdo de su mirada clavada sobre mí, me generó un calor interior que quise ignorar de inmediato. Me dije a mi misma que yo era culpable por no haber detenido antes en el juego, me sentía como una mujer fuera de sitio que había provocado al hijo de mi hermana, al hijo de mi marido. No podía marcharme dejando la tensión sin aclarar. Salí a la cocina, dispuesta a normalizar la situación.

—¿Otro café? —pregunté, al ver que se había servido ya uno.

—Yo… no… —balbuceó con respiración alterada—. No tomo más de uno al día.

—Buena costumbre. Yo debería reducirlo también —añadí con una sonrisa forzada.

—Discúlpame por lo ocurrido en el baño. Te vi frente al espejo y no pude evitar fijarme —se disculpó inseguro.

Valoré su sinceridad y que no tratara de hacerme responsable a mí del acto.

—No tiene importancia. Tampoco será el primer cuerpo desnudo que has visto.

—Si me lo permites tía…Tienes un cuerpo precioso para tu edad.

¡Para mi edad, claro! Mi edad no impedía que mi corazón latiera a mil por hora. Traté de normalizar la situación y derivé la conversación.

—No hemos hablado mucho de cómo te va. ¿Te adaptas a Madrid, sales ya con alguna chica de aquí? —dije con la idea de reducir la tensión.

—He hecho algunos amigos, pero…tengo…tengo una media novia en Sevilla —respondió sin apartar sus ojos de mí.

No era capaz de interpretar su declaración. No sabía si esperaba que yo reaccionara de alguna manera.

—¡Ah! —respondí sorprendida—. ¿Lleváis mucho tiempo?

La forma en que giraba la cabeza para mirarme de reojo, dejaba claro que también se sentía incómodo por lo ocurrido.

—Pues, 1 año. Aunque ha habido interrupciones.

—Es la etapa bonita del amor.

—Pues…no lo sé bien. No acabo de verlo. Cuando llevas tiempo con alguien, entras en la rutina sin darte cuenta.

—¿Un año es rutina? Rutina es la de las parejas que levan, o llevamos años casados, eso sí es rutina.

—Parece que mi padre y tú os lleváis muy bien —dijo sorprendido.

—Hemos aprendido a aceptar lo que hay —Dudaba de si compartir con él su infidelidad—. Pero tu padre echa de menos otras cosas…—respondí sin saber por qué le había dicho eso.

—¿Cómo qué? —preguntó curioso.

Me quedé durante un instante callada, sin saber si decirlo, pero finalmente, decidí no hacerlo. Sonreí y me despedí.

—Me tengo que ir, llego tarde.

Antes de abandonar la cocina, me detuvo.

—Tía…Elena…Me alegro mucho de que te sacrificaras por nosotros.

Cuando me vi fuera, sola, mi seguridad se resquebrajó. Lucas tenía todo aquello que llama la atención en un hombre: Atractivo, educado, algo arrogante, envuelto en una capa de juventud. Me recordaba tanto a su madre. «No puede ser, es mi sobrino», pensé pretendiendo poner límite a lo que mi mente fantaseaba. Era un reflejo de lo que Pablo alguna vez fue, antes de que el tiempo lo domesticara por mucho que él pretendiera negarse a envejecer.

La imagen de Lucas contemplándome semi desnuda no me abandonó en toda la mañana. Apenas presté atención en la reunión. Pablo llamó desde Segovia, para anunciar que llegaría tarde esa noche. Parecía como si el demonio quisiera ponerme a prueba. Me despedí rápidamente al terminar y llegué nerviosa a casa.

No estaba. Por las mañanas solía salir a caminar cuando a no correr. Me sentía culpable del interés que había despertado en Lucas, pero al pensarlo detenidamente, consideré que era capaz de controlar su deseo como una persona adulta sin temer las consecuencias.

Fui a ducharme de nuevo, no sabía si para limpiar mis pensamientos o para aliviar el calor que sentía. Con la libertad de estar sola en casa, dejé correr el agua tibia sobre mi desnudo cuerpo y le di permiso a mi mente para vagar libremente. Imaginé sus manos acariciar mi cuerpo y abrazarlo.

Un fuego en mi interior empezó a arder, como si me consumiera, escuchaba una música sensual y mis dedos comenzaron a bailar sobre mi vagina, inmersa en un torbellino a mí alrededor en el que yo giraba, añorando el calor del amor corporal.

Lo imaginé de nuevo frente a mi cuerpo desnudo, sus ojos borrachos de deseo mirando excitado mi cuerpo. En mi fantasía no admitía su negativa. «Quiero dejar de ser una señora y que sacies mis ganas». No pude más. Aceleré la velocidad de mis dedos y un placentero orgasmo me recorrió como una ola de placer interminable, a la que me entregué sin pudor.

Aunque no me sentía orgullosa de haber caído en la tentación solitaria, al menos me había quedado calmada. Se había hecho tarde, me dirigí a la cocina y mientras preparaba la comida, mi cuerpo seguía temblando. ¿Qué me estaba pasando? pensé, pasando una mano por mi cabello mojado como si ordenarlo sirviera para ordenar a la vez mis ideas. Hace apenas unos días era una mujer segura, que tenía el control de una vida, construida sobre certezas: el matrimonio, el hogar, la familia. Había pasado años sin cuestionarme nada, aceptando la falta de pasión de mi marido, entendiendo que podía ser reemplazada por otras formas de amor. Pero descubrir la infidelidad de Pablo alteró mis esquemas. Y ahora, la llegada de Lucas había despertado algo que creía enterrado y me incitaba a perder el equilibrio.

Eso tenía que acabar, me dije. No necesitaba jugar con una fantasía que podía poner mi vida patas arriba. Sería preferible buscar un amante fuera de casa.

De repente me sobresalté al escuchar un ruido detrás de mí. Giré el rostro y lo vi, de pie, en el umbral de la puerta, mirándome con la misma intensidad que había mostrado por la mañana. Permaneció quieto, apenas respirando, con la mirada de un animal ante su presa. Yo sentí un sudor frío bajarme por la espalda mientras sostenía su mirada. La tensión, lejos de haberse suavizado, seguía latente. No pude sostenerle la mirada y bajé la vista, consciente de la forma en la que mi propio cuerpo reaccionaba sin permiso.

Solo se oía el sonido del motor del frigorífico y mi respiración

—No te oí entrar. ¿Te apetece comer ya? —le pregunté fingiendo normalidad.

—¿No esperamos a mi padre?

—Me ha llamado. No viene a comer y esta noche llegará tarde.

Él afirmó con la cabeza y sonrió. ¿Qué pensaba?

—¿Qué has preparado? —dijo con su voz grave.

—Carne en salsa. Estará lista en 10 minutos.

Mientras terminaba de cocinar, el comenzó a colocar los platos sobre la mesa. Desde que me casé con su padre les inculqué a su hermana y a él la idea de colaborar en las pequeñas tareas comunes de poner la mesa o preparar a veces el café. Yo seguía de espaldas pendiente del fuego.

De la manera más natural, me sorprendió.

—No se me ha ido de la cabeza lo ocurrido esta mañana.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. No me giré, no me atrevía a mirarlo a la cara.

—No le des importancia —respondí sin manifestar enfado.

Lo que no esperaba fue su reacción. Me abrazó por detrás, no como hacía cuando era más pequeño sino de la forma en la que un hombre abraza a una mujer. Su respiración se aceleraba, a la par que la mía se desbordaba.

—¿Acaso tú no has pensado sobre lo que ocurrió?

No sabía que responder. No podía reconocérselo. Me sentí desbordada. Me giré, su mirada echaba fuego.

—No estuvo bien que espiaras Lucas. Además, yo…yo estoy casada con tu padre y no tengo edad… —dije, sin reconocer que no había dejado de pensar en ello.

—Tu edad no te impide temblar cuando notas mi mirada. Y mi padre no está nunca en casa, no tiene porqué enterarse.

Estábamos frente a frente. Desprecié la altivez con la que daba por hecho todo.

—Lucas. Nos conocemos desde que eras un niño. He tratado de reemplazar a tu madre…Quizás te he confundido por mi actitud cariñosa, pero…

—Todo eso es verdad. Pero desde que he venido, todo es diferente. Tu mirada no es de tía…ni de madre. Es de mujer.

—Es normal esa confusión Lucas. Eres un chico joven, atractivo, simpático, estás acostumbrado al éxito entre las chicas y…

—No tiene nada que ver con mi éxito. Te sientes sola, seguramente nunca has querido a mi padre, te casaste por nosotros. Y tu parte de mujer se siente vacía. He tardado demasiado en darme cuenta.

Me sorprendió escuchar su análisis tan acertado, lejos del recuerdo más infantil que guardaba de él.

—El matrimonio no es fácil. Después de los años, se cae en la rutina.

—Estás cansada de tu vida aburrida. Aprovecha que estoy aquí, podemos salir y hacer cosas diferentes.

Me gustaba su idea de animar mi vida. Me apetecía arreglarme y salir a tomar algo, pero habría preferido que me lo hubiera propuesto Pablo…o un señor de mi edad, no mi sobrino.

—¿Quieres llevarme al parque como os llevaba yo de pequeños?

—Quiero sacarte a comer, llevarte a bailar…. como debería hacer mi padre.

No había duda. Su mirada no era la de un niño que se preocupa de su madre, era la de un hombre que desea conquistar a una mujer. Comencé a sentir que no sentía rechazo a la idea que flotaba en su cabeza, al menos, no un rechazo general.

—Me halaga tu interés Lucas, pero… soy una mujer clásica, nunca he sido infiel —sonreí forzadamente.

Su rostro cambió. Mi confesión de que asumía su postura y pensaba en algo más, le dio alas.

—Entiendo tus dudas, pero te excita la situación.

—¡Qué dices! —salté negando su afirmación.

—Aunque no debió pasar… ¡Te deseo tía…! —soltó, casi en un susurro que sonaba casi a una disculpa.

¡Mi sobrino me deseaba! El tenedor se quedó suspendido en el aire, incapaz de llevarme el bocado a la boca. En realidad, lo sabía, lo supe desde el siguiente día de su regreso, pero no quise abrir los ojos. No podía reconocerlo.

—¡Es una locura! No puedes verme como una conquista… —respondí cada vez más insegura—. Debí de haber detenido esto antes.

Su boca formó una sonrisa cínica.

—¡Reconoces que eras consciente de mi deseo y has participado en el juego! —respondió con un tono de seguridad que no podía disimular lo que sentía.

Mi corazón latía con fuerza, bombeando una mezcla de pasión y confusión. Sentía la presión de mi propio cuerpo. Pensé en el riesgo de que lo descubriera su padre, acabaría con la familia. Le sostuve la mirada un instante antes de apartar los ojos, derrotada por el descaro palpable de su desafiante mirada que había dejado caer la máscara.

—No me mires así por favor, me intimidas —murmuré, casi como un ruego, sin atreverme a sostener su mirada.

—¿Cómo quieres que te mire? —dijo con su voz cargada de lujuria y una actitud de desafío.

Me tomó la mano por encima de la mesa, con una firmeza que me hizo estremecer. Se levantó, me atrajo hacia él, sin que me opusiera como si lleváramos una vida entera esperando ese contacto. El aire se había vuelto espeso, como una corriente eléctrica que zumbaba en mis oídos.

—¿Qué estás haciendo, Lucas? —le recriminé con una voz entrecortada, casi sin fuerza.

—Algo que los dos deseamos… —respondió con seguridad.

—Lucas, yo…no puedo…

—¿Es solo por mi padre?

Fruncí el ceño, sintiendo cómo mi seguridad se resquebrajaba. Estaba tan cerca que podía sentir el leve roce de su aliento contra mi piel.

—No es solo por él —respondí sin que mi voz sonara tan firme como hubiera querido.

No apartó la mirada ni un segundo, como si estuviera midiendo cada una de mis reacciones.

—Estamos solos. Relájate —susurró con un tono tan intenso que me hipnotizó.

Aunque mi mente gritaba que lo detuviera, cuando sentí sus dedos rozar suavemente mis desnudos hombros y después deslizarla lentamente por mi cuerpo hacia la cintura, un escalofrío me recorrió por completo. El calor aceleró mi respiración provocando que mis pechos subieran y bajaran. Intenté reunir fuerzas.

—Lucas, para… —susurré, mientras mis defensas se derrumbaban.

—No deseas que pare —respondió seguro, como si ya supiera cuál sería la respuesta.

Las bocas seguían a escasos centímetros una de la otra. Nos quedamos en silencio por un tiempo, durante el cual solo se escuchaba el sonido de su respiración y el de la mía agitada.

—Soy la mujer de tu padre…—aduje sin convicción.

Pero a él no le importaba quién era yo, ni quién era él; no le importaba la relación familiar, ni mis años, ni mi estado civil ni las consecuencias. Lo único que le importaba era ese fuego que le consumía y que nos arrastraba a los dos a un lugar del que no habría regreso.

—…Somos familia, tu madre era mi hermana…

¡Qué más le daba a él! Sus ojos ardían. Sus manos se movieron rápidas, sin darme tiempo a reaccionar. Amasó mis pechos, con una mezcla de hambre y determinación que parecía devorar cada centímetro de mi ser. Sentí el rubor que se extendía por mi piel como una llamarada. Sus manos subieron rápidamente apartando suavemente las mías, para abarcar todo el perímetro, sus dedos hundiéndose en la carne suave mientras las exploraba con movimientos firmes, casi posesivos. Percibía un deseo animal en sus ojos que me excitaba aún más.

—Eres demasiado joven…

El olor de su piel, el sonido entrecortado de las respiraciones, me embriagaban. Solo sentía ya era la firmeza de sus manos deslizándose por mi piel con la urgencia de alguien que había contenido el deseo durante demasiado tiempo. Las yemas de sus dedos me recorrieron con descaro, marcando cada curva, cada espacio, como si estuviera reclamando un territorio prohibido.

—¡Lo estás deseando tía…!

Traté inútil de resistirme, aferrándome a sus brazos.

—No puedo…agg.

Se me escapó un gemido / suspiro cuando sentí su cuerpo presionarse contra el mío, atrapándome entre los brazos del calor de su juventud, sintiendo la fuerza de sus músculos tensarse a mis flancos.

Cada roce era fuego puro y los dos estábamos a punto de arder. Solo existíamos él y yo, y la manera en que su cuerpo encajaba perfectamente con el mío. Cuando se inclinó y rozó mis labios con los suyos, sentí la necesidad de probar su beso. Fue un beso suave, casi inocente, pero bastó para terminar de encenderlo. Respondió con hambre, devorándome como si jamás hubiera probado unos labios, en un beso cargado de lujuria, con mi pecho subiendo y bajando rápidamente, arqueando la espalda bajo gemidos bajos y entrecortados, completamente rendida a su voluntad, mientras dejaba que sus manos exploraran el resto de mi cuerpo, recorriendo mis caderas, bajando hasta mi trasero al que había visto mirar de reojo. Ya no quería detener el torbellino de placer, no quería escapar de ahí. Pero mi obligación era decírselo.

—¡Para por favor! —le pedí falsamente estremecida por sus besos en el cuello.

—No quieres que me detenga…

¡Claro que no quería! Pero no podía continuar. Sin fuerzas para oponerme, en ese momento, una llamada de teléfono me salvó de caer por el precipicio.

—¿Era mi padre?

—Sí. Está con unos clientes en Segovia.

Debió ver mi cara de rabia.

—¿Crees que está con alguien? ¿Que te es infiel?

Bajé la cabeza sin querer delatarlo pero mi silencio, respondió por mí.

—¡Será cabrón!

Me abrazó de manera diferente. Protector, cariñoso, cómplice. Sus caricias me parecían diferentes. Enterré la razón en algún lugar oscuro de mi mente, ahogada por ese oscuro placer que me hacía temblar con una intensidad casi primitiva.

Pero no quería ser víctima de un deseo apasionado de un jovencito, imaginando que era una mujer despechada necesitada de sexo.

—¿Te gusto de verdad o solo pretendes sustituir a tu padre en lo que no hace?

—Me das un morbo brutal, tía. A mi padre, que le den por culo.

No necesitaba tampoco una declaración de amor. Si era capaz de provocarle, aunque fuera solo morbo, lo iba a disfrutar. Me uní a él, en su mensaje a su padre. ¡Que le den por culo!

Nos fundimos en un beso voraz, hambriento, que borró cualquier duda, cualquier límite que pudiera albergar. Cuando sentí su boca cálida, urgente, en la mía, ya nada importó: ni la culpa, ni la memoria de mi hermana, ni mi marido excusándose en reuniones inexistentes. Olvidé todo lo que estaba mal, todo lo que podría perder y me arrepentí por no haber cedido antes.

Lucas, se sintió vencedor del pulso, me alzó en pie y me sentó sobre la mesa. Los platos tintinearon, uno cayó al suelo y se hizo añicos, pero no nos detuvimos. Mis manos recorrían su espalda, mientras las suyas se hundían en mi cintura con una posesión que no admitía objeción.

El mundo se redujo a esa cocina bañada de sol, al olor del vino derramado, al roce de su piel contra la mía. Por primera vez desde hacía años, me sentía parte de algo que no era un deber, sino un deseo.

La mesa, todavía puesta, se convirtió en el escenario de nuestra rendición: el pan rodó al suelo, la botella de vino se volcó, manchando el mantel y yo sentí que todo lo que había sostenido mi mundo hasta entonces, también se derrumbaba de golpe.

Sentada en la mesa, la ropa se convirtió en un estorbo. Primero, me subió el vestido hasta la cintura, dejando al descubierto la lencería blanca de mis bragas tanga que apenas cubría lo necesario.

Sus ojos brillaban cuando admiraron una visión completa de mi culo desnudo. Tragó saliva, deleitándose con la vista, mientras yo trataba de justificarme ante mí misma por lo que estaba consintiendo.

La mesa crujía bajo el peso de nuestros cuerpos. Sus dedos se movían lentamente por mis pechos, disfrutando del roce de mi piel y recreándose en mis pezones hinchados, rozándolos con las yemas y jugueteando con ellos. Su respiración entrecortada se mezclaba con mis gemidos.

—¿Quieres que pare? — susurró chulesco mientras sus dedos apretaban mis nalgas, deslizándose hacia abajo con delicadeza.

La sensación de sentir me dominada, me estimuló. Ya no tenía que disimular.

—No pares —supliqué sin dejar de jadear, con la certeza de que ya no existía nada más allá de ese instante —. Sigue por favor.

Aceleró el ritmo de sus movimientos ahora más desesperados. La tensión en mi cuerpo se iba acumulando con cada embestida. Mi cuerpo comenzó a moverse al ritmo de sus caricias frenéticas, agarrando con fuerza mis pechos. Bajó una de sus manos hasta mi vagina, sincronizando un movimiento simultáneo de una mano sobándome el pecho y la otra introduciendo dos dedos, mientras yo me movía ya con una intensidad animal, como si quisiera que me exprimiera hasta dejarme vacía.

La devoción juvenil con que exploraba cada rincón de mi cuerpo me hacía sentir viva, deseada. La pasión desenfrenada que veía en Lucas contrastaba con la monotonía de los escasos momentos en los que mi marido accedía a tener sexo y yo me quedaba sin siquiera empezar a disfrutar. Por un segundo, pensé en mi hermana, y le dije, como si le hablara, que lo había cuidado como una madre pero que ahora era el momento en el que él me cuidara a mí. Sabía que solo era una excusa para justificarme, pero necesitaba aportar ilusión a mi vida, aunque fuera solo por una vez.

—¿Te gusta? —le oí decir.

El ritmo frenético con el que recorría mi cuerpo no dejaba espacio para dudar más.

—…Me encanta —murmuré sin pretender guardar la compostura, completamente consumida por el placer.

Sus dedos se hundieron en lo más profundo de mi vagina, iniciando yo un ritmo frenético de movimiento de mi pelvis y Lucas, apoyado contra mí, dejaba que sus dedos fluyeran en el interior de mi coñito acompañándome en cada embestida.

Yo gemía de puro placer, sintiendo cómo la intensidad de los movimientos me acercaba al borde del orgasmo.

—Tienes un culo precioso tía —murmuró, bajándose su pantalón y mostrando su polla erecta, firme, joven, majestuosa.

Yo había perdido ya el control, arrastrada por el deseo que me dominaba por completo. Lo ayudé apresurada a que situara su polla en mi vagina. Estaba loca por sentirla dentro de mí.

El primer contacto con su polla fue una explosión de sensaciones. La firmeza de su miembro me arrancó un gemido profundo que se me escapó del alma. Su boca, justo a la altura de mi oído, exhalaba el calor de su aliento mientras ambos intentábamos controlar el acelerado ritmo de nuestras respiraciones.

Completamente rendida, abrí mis piernas completamente, para facilitarle la maniobra, mientras Lucas buscaba la posición para entrar hasta dentro. Sus manos rápidamente rodearon mi cintura, agarrándome las nalgas para apretarme contra él.

La fricción de su polla en las paredes de mi vagina era deliciosa, la adrenalina y la excitación me estaban llevando al límite con demasiada rapidez.

—Despacio, Lucas, quiero disfrutarlo —susurré.

Cerré los ojos, dejando que la sensación de plenitud me invadiera. Podía sentir su calidez mientras perforaba mi coñito, ese calor profundo dentro de mi cuerpo que hacía tanto tiempo que no sentía con esa intensidad.

Con sus manos aferradas a mis muslos y su ariete empujando a oleadas, una marea de placer me recorrió completamente. A punto de rendirme, arqueé mi espalda intuyendo que llegaba el momento hasta que volví a sentir el fuego de mis entrañas explotar en un orgasmo maravilloso y me dejé caer sobre el cuerpo de Lucas, que me sostuvo en el aire.

—¿Te ha gustado? —preguntó de manera infantil

¿Si me había gustado? Era puro placer. Pero me sabía a poco.

—¡Me has hecho flotar en las nubes! Pero tú no has terminado —dije viendo su polla firme y roja.

—Vamos a la cama, quiero correrme dentro de ti.

Fuimos a su dormitorio, no quería tener sobre mi conciencia engañar a Pablo en su propia cama. Acabamos de desnudarnos y nos tendimos en la cama. Acerqué una mano a su pecho, recorriéndolo de lado a lado y de arriba abajo, deteniéndome en su miembro que temblaba al contacto de mis manos.

—Parece que tu amiguita quiere seguir jugando.

—Está preparada para un segundo asalto. ¿Y tú? —preguntó.

Yo hacía tiempo que me había entregado.

—Estoy deseando que me folles en una cama como Dios manda —respondí usando su lenguaje.

Con un movimiento firme, me giró, obligándome a subir de rodillas sobre la cama y a avanzar hasta tocar con mis manos el cabecero de la cama. Mis muslos se separaron ligeramente, en un gesto que confirmaba mi entrega voluntaria al demonio. En ese momento, cualquier rastro de resistencia moral se desmoronó.

Se posicionó detrás de mí, guiándose con urgencia. Sus manos recorrieron mi espalda, deslizándose hacia adelante hasta encontrar mis pechos que apretó con la misma fuerza con la que lo había hecho en el pasillo, hundiendo los dedos hasta amoldar mis pechos a su tacto. Sus manos bajaron a mis caderas, deslizando los dedos hacia mi trasero.

Al sentir su polla, dejé caer la cabeza hacia adelante, mis gemidos resonando en el dormitorio y cuando consiguió ensartarla y meterla hasta dentro, emití un grito de placer para aliviar el fuego que me consumía.

Sus movimientos eran rítmicos y profundos, provocando un sonido húmedo de nuestros cuerpos al tocarse, como si cada rincón de la habitación vibrara al ritmo de las embestidas de Lucas.

Yo me sentía ya totalmente en celo y seguía sus empujes con un ritmo pélvico acoplado a su polla en un baile sexual que jamás había bailado demasiado acostumbrada a sufrir al misionero encima de mí.

—Así…sigue —gruñía mientras sus movimientos casi desesperados se detenían ante mis nalgas que amortiguaban cada embestida, reverberando el sonido del impacto como un eco íntimo, mezclándose con los jadeos entrecortados y los suspiros cargados de placer en un ambiente impregnado de sudor y deseo.

Con cada empuje, mis pechos rebotaban con fuerza, tensándose y moviéndose libremente, siguiendo su ritmo frenético. No había ternura, todo era rudo, posesivo, casi animal, pero lo estaba disfrutando aún más que el primer polvo. Lucas me estaba follando con una ferocidad que nunca había conocido, despertando en mi interior, un deseo que me hacía volar a territorios que jamás había explorado, donde el placer y el deseo se mezclaban con algo oscuro y prohibido.

—¡Fóllame más…! —jadeé, con mi voz rota mientras mi cuerpo alcanzaba el punto de no retorno.

Como si le quedara una reserva de energía extra, aceleró aún más sus embestidas, con sus manos en mi cintura acopladas para no perder el equilibrio hasta que mi cuerpo estalló en un castillo de fuegos artificiales.

—¡Lucasss! —susurré mientras alcanzaba el orgasmo, con mi cuerpo temblando aún, atrapada en una tormenta, violenta e incontrolable, arrancando de mi mente todo pensamiento coherente. No era solo placer, era algo más profundo, algo que no me atrevía a nombrar.

Lejos de detenerse cuando escuchó mi grito, continuó su percusión, soltando una de sus manos que seguía firmemente aferrada a mis caderas, tirando de mi caballo hacia atrás, exponiendo la curva de mi cuello a su boca, acompasando sus besos en mi nuca a su ritmo, en una posición de rendición absoluta, de completa entrega.

Mientras iniciaba de nuevo mi carrera a un nuevo orgasmo, su grito me alertó de que su carrera había terminado. Relajé mi cuerpo mientras trataba de recuperar el aliento. Mi piel húmeda por el sudor me hacía sentir un cierto frío.

Mi cuerpo ardía presa del orgasmo inacabado latiendo aún dentro de mí, recordándome que no podía mentirme. Aunque no quisiera admitirlo, había disfrutado cada maldito segundo del polvo que me había echado.

Mi mente volvía a ser un torbellino de pensamientos contradictorios: vergüenza, culpa, pero a la vez un sentimiento inconfundible de satisfacción.

—¿Sabes cuántas noches te he deseado? —murmuró con un tono cargado de rabia contenida.

La expresión de Lucas no mostraba ningún rastro de dudas ni arrepentimiento. Al contrario, había algo en sus ojos, mezcla de orgullo y posesión a la que se creía con derecho, después de lo que habíamos compartido. Mis mejillas se encendieron, no por vergüenza sino por el morbo que su confesión despertaba en mí.

—Yo nunca lo habría imaginado. Solo cuando has vuelto, tan hombre, tan seguro… —le respondí mientras mis uñas arañaban su espalda.

Sus labios buscaron los míos con una intensidad que me dejó sin aliento. No hubo suavidad ni ternura en ese beso; fue puro instinto, una declaración silenciosa de poder y deseo, como si le perteneciera, como si ese encuentro hubiese sido la firma de un acuerdo de posesión.

—Puedes seguir llevando tu vida de esposa resignada con mi padre —dijo tomando mi mentón con delicadeza—, o separarte, estaré a tu lado en todo.

Su padre, al que había prometido lealtad, con quién había compartido la educación de sus hijos y años de días monótonos y de noches tibias, nunca me había dado lo que Lucas me había dado.

—No pienso separarme…

—De acuerdo. Pero no volverás a follar con él, serás mía, solo mía.

Aunque para justificar mi conciencia había imaginado que quizás sería solo una vez y después encontraría las fuerzas para no repetir, me había equivocado. Le pertenecía. Y a Pablo no le importaría no cumplir.

—Seré tuya mientras estés en casa —le prometí dispuesta a cumplir todos sus caprichos pasionales.

Había algo profundamente perverso en entregarse al hijo de tu marido, algo más que simple deseo. Su cuerpo era la encarnación de todas las fantasías que había soñado a lo largo de mi vida. Ser suya, era un desafío y un placer. Pero en ese momento deseaba, necesitaba que me follara de nuevo para terminar de correrme. Si iba a ser mi nuevo dueño, tendría que ejercer el puesto.

—Demuestra que soy tuya —le reté tomando la iniciativa para despertar su erección.

Comencé a masajearlo con un movimiento fluido, marcando el ritmo, como solía hacer para endurecérsela a Pablo. Lucas no dejó de mirarme mientras mi mano se deslizaba por su polla, con una suavidad que le hacía estremecerse.

Bajó sus manos a mi cintura y sus dedos presionaron ligeramente sobre mi clítoris, en un gesto ni brusco ni urgente, sino calculado, como si supiera exactamente cómo mantenerme en ebullición. Un suspiro mío le animó a subirse sobre mí. Con un movimiento impulsivo, me penetró de nuevo con su erección totalmente firme. Su acción iba cargada de una mezcla de deseo y desafío, sacando un concierto de gemidos de mi garganta, mientras mis uñas se clavaban en sus hombros, dejando marcas en su piel. El mundo alrededor desapareció: no existía Pablo, ni la sombra de mi hermana ni mi conciencia, ya no había reglas, solo importábamos nosotros.

Subí mis piernas sobre su espalda, abriéndome de par en par. Cada embestida, cada caricia, me llevaba más lejos de todo lo que conocía y ahogaba mis pensamientos en olas de placer acercándome de nuevo al orgasmo.

De repente decidí que quería tomar la iniciativa. Le volteé y me coloqué sobre él, introduciendo de nuevo su polla y rodeando su cintura con mis piernas, marcando el ritmo.

Mis pechos quedaron a la altura de su rostro, tentándolo con los pezones rozando sus labios. Lucas elevó ligeramente la cabeza y al ir a atraparlos con su boca, yo a su vez los elevé. Lejos de aceptarlo, tiró de mi pelo y me obligó a bajarlos de nuevo, mostrando un gesto de deseo marcado en su rostro y devorando mis pechos.

Sin dejar de moverme muy despacio sobre él, bajé mis labios a su cuello y sin saber por qué, le mordí con fuerza, arrancando un gemido entrecortado de sus labios, dejándole una marca en la piel, lo que me hizo sentirme dueña de su cuerpo.

—¿Te gusta? —pregunté, con un tono cargado de satisfacción mientras mis manos seguían explorando el perímetro de sus huevos cargados que quedaban fuera de mi vagina.

Los movimientos calculados que alternaba entre apretarlos y acariciarlos con suavidad lo desarmaban por completo.

—¡Sí…! —soltó en medio de su disfrute—. ¡Me encanta! —gimió con la voz entrecortada por el placer.

Mantenía un ritmo controlado, cociéndolo a fuego lento demostrándole que iba a ser una experta cocinera. Cada vez que Lucas, trataba de recuperar el control, apretaba su polla con las manos, masajeándola después, lo que le obligaba a rendirse a mis juegos.

Yo estaba completamente drogada, no solo de placer, sino de poder. Me incliné hacia él, con mi cabello cubriéndole el rostro mientras, con una deliberada provocación, le susurré al oído.

—¿Era esto con lo que soñabas? ¿Me imaginabas follando así?

Lucas apenas podía hablar. Sus manos se aferraban a mis caderas con desesperación. Yo mantenía un ritmo pausado pero profundo, que elevaban mi coño desde la base de su polla hasta la punta, arrancando gemidos entrecortados de sus labios, sintiendo como su cuerpo se estremecía, llevándolo al borde de su resistencia. Pero no podía dejarle correrse todavía. Me detuve

—Sigue por favor… —suplicó con su voz rota.

Aunque quería jugar con él, a su vez, yo me consumía en el mismo fuego y le obedecí, mi ritmo se volvió más intenso, moviendo mis caderas frenéticamente, llevándolo al borde de la locura.

Cada gemido que escapaba de mis labios, era una confesión silenciosa de un deseo que él había desatado. Pero yo quería más, quería que me deseara más que a cualquier niña de su edad.

—¿Te han follado así alguna vez? —le pregunté provocadora.

Lo tenía completamente a mi merced. Lucas balbuceo una respuesta que no entendí, luchaba por mantenerse firme, estaba aguantando como no me imaginé que un hombre pudiera aguantar, su mirada perdida entre el deseo y el asombro.

—Ahora tú me perteneces a mí —sentencié.

La línea que habíamos cruzado era tan prohibida, tan impensable, desafiando cualquier lógica, que el hecho de estar follando con Lucas, despertaba un placer sexual que nunca había sentido.

—Eres maravillosa… —murmuró roto de placer, sus labios entreabiertos y sus ojos encendidos y rompiendo las defensas de mi desafío.

—¡Me corro Lucasss! —dije incapaz de aguantar ni un segundo más.

Respondiendo a mi anuncio, apretó con fuerza mis caderas, clavando sus dedos en mi piel, acelerando sus embestidas que se volvieron más salvajes. Sus gemidos entrecortados, junto al roce de los cuerpos, llenaron el aire que desprendía un denso olor a sexo.

—Aguanta….quiero correrme contigo.

Su cuerpo vibraba con cada embestida, reflejando su deseo desesperado de poseerme.

De repente, entre los jadeos, escuché la puerta de la entrada que anunciaba la llegada de Pablo. Instintivamente conseguí separar a Lucas que concentrado en correrse, no se había enterado.

—Pero ¡qué haces!

—Deprisa, acaba de llegar tu padre.

Recogí mi ropa y me dirigí al baño para arreglarme de prisa, con mi corazón a mil por hora, antes de salir a recibirlo. En un par de minutos, acelerada por mis hormonas disparadas y con una cara que trataba de ocultar lo que pasaba por mi interior, saludé a Pablo. Curiosamente él se iba a comer la cena que le había preparado a Lucas mientras Lucas casi se comió a su mujer.

—He dejado cena preparada por si venías, tengo una de mis jaquecas—le dije dándole un beso y retirándome.

Temía que la excitación que aún sufría me impidiera dormirme. O peor aún, que deseando acabar el último polvo, cometiera la locura de salir de mi cuarto por la noche a buscar a Lucas. En ese momento no sentía arrepentimiento, solo el pesar por no haber podido continuar.

Cerré la puerta del dormitorio con suavidad. Me dejé caer, hundiéndome en el colchón, sintiendo el latido irregular de mi pecho. Aún con los ojos cerrados, seguía viéndolo a mi espalda, escuchaba su voz segura y sentía mi vagina invadida de su miembro.

En la oscuridad del dormitorio me atormentaba la idea de que Pablo nos hubiera descubierto. ¿Qué habría pasado? Finalmente, el sedante hizo su efecto y logré quedarme dormida.

Por la mañana, tardé en levantarme. Cuando abrí la puerta de la cocina, la luz del sol entraba a raudales por las ventanas, tiñendo la estancia de una luz que contrastaba con el nudo en mi estómago. El aroma del café llenaba el aire y todo parecía como una mañana cualquiera, como si el encuentro con Lucas nunca hubiera sucedido.

Pablo estaba sentado en la mesa, hojeando distraídamente el periódico. Lucas, sentado al otro lado de la mesa, bebía un café, con la mirada distraída en la pantalla de su teléfono. Hablaban entre sí, sin dejar de hacer otra actividad.

Era un teatro silencioso. Cada uno en su papel, fingiendo que todo estaba en su lugar. Con disimulo, sonreí a Lucas que me observaba con la misma intensidad que anoche me sometió.

—¿Has dormido bien? —me preguntó Pablo al aparecer en la cocina, sin mirarme, leyendo el periódico, mientras bebía otro sorbo de café, sin percibir nada entre nosotros.

Tardé un segundo en responder.

—Sí —respondí, girándome hacia la cafetera para que no viera el rubor que me subía por el cuerpo.

Mientras tomaba mi café, intercambiaba palabras intrascendentes con Pablo, intentando no ser traicionada por ningún gesto ni mirada.

—Yo me marcho, tengo que ir a revisar el ordenador —dijo Lucas, dirigiéndose a su padre con una sonrisa distraída.

—Espera y te acerco yo —respondió su padre.

No sé si sentí alivio o decepción. Por un lado, me relajé al comprobar que había pasado lo peor. Por otro lado, me habría gustado hablar a solas con Lucas para aclarar lo sucedido y arrancarle la promesa de que no volvería a suceder.

—Hasta luego Elena —se despidió mi marido con un beso en la mejilla, ante la atenta mirada de Lucas.

Pasados un par de minutos, volví a oír la puerta abrirse. Alcé la vista y era Lucas que había regresado.

—Le he dicho a mi padre que olvidé el móvil.

Me abrazó envolviéndome entre sus brazos.

—Esto… Lo de anoche…. no era yo —dije finalmente en un susurro de voz mientras apartaba la mirada. Me sentía sucia, una zorra por permitir que mi sobrino me follara en mi propio hogar.

Lucas seguía abrazado, con sus labios rozando mi cuello.

—Seguramente la de ayer era la Elena más auténtica entre todas las Elenas que hay dentro de ti —respondió, con dulzura—. Estuviste maravillosa.

En sus ojos no había crítica ni arrepentimiento, solo una mezcla de satisfacción y seguridad. El sonido del móvil resolvió la tensión, Pablo le urgía a bajar.

—De nuevo nos interrumpe mi padre. Tendremos que solucionar esto —alcanzó a decir esbozando una sonrisa mientras introducía una mano por mi bata y alcanzaba el botón de mi clítoris.

—¡Para! Estás loco —sonreí encantada de su atrevimiento.

El sonido de sus pasos marchándose de la casa, dejaba tras de sí más preguntas que respuestas. El ruido de la puerta al cerrarse, reconectó mi mente atrapada entre el deseo y el remordimiento.

La escena me acompañó toda la mañana, primero como un eco lejano, luego como un latido persistente en el pecho. No sabía si deseaba que nada cambiara y seguir con las mismas tareas domésticas, mis rutinas de salidas con amigas y seguir mi vida con Pablo, renunciado al placer. En ese caso tendría que suplicarle a Lucas que se marchara cuanto antes y dejar que el tiempo convirtiera lo sucedido en un recuerdo borroso de algo que nunca existió.

Pero no tuve fuerzas para negarme a seguir. Y Lucas, tras un fugaz viaje a Alemania, regresó y extendió su estancia en Madrid, iniciando una doble vida juntos, en los que los días pasaban como en un estado de fiebre. Al principio, disimulábamos, casi nos evitábamos, regalándonos miradas furtivas en el pasillo, luego la convivencia se convirtió en un territorio de exploración silenciosa: una mano rozando la mía al pasar un libro, un roce accidental de piernas al caminar por la cocina, un suspiro compartido mientras Pablo leía el periódico.

Cada pequeño roce era un recordatorio de que éramos cómplices de un mundo secreto que nos mantenía vivos. Recordaba a mi hermana constantemente: sus consejos, su risa, su amor por él. Un nudo de culpa se apoderaba de mí, pero luego lo veía a él y entendía que la única verdad era lo que compartíamos: deseo y complicidad clandestina.

Con los días cogimos confianza. Cuando Pablo se quedaba dormido, conocedora yo de que jamás se despertaba por la noche, nos encontrábamos en la habitación de Lucas disfrutando de un sexo maravilloso.

Cuando Pablo viajaba, salíamos por la tarde al cine, donde como dos adolescentes, nos comíamos a besos. Luego íbamos a cenar a lugares discretos, incluso un par de veces fuimos a bailar. Al regresar a casa, probamos todas las estancias de la casa, follamos en la ducha, en la mesa de la cocina, en el salón. Solo respeté mi dormitorio, la cama de Pablo siempre fue sagrada.

Éramos dos fugitivos dentro de la misma casa, quemándonos a escondidas. No nos hicimos promesas. No había futuro posible. Solo el presente y aunque la culpa seguí allí, como una sombra, lejos de ser un freno, se convirtió en parte del juego.

Cuando llegó el momento de marcharse, lo eché mucho de menos. Pero prometió que buscaría trabajo en Madrid.

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